La historia se ha hecho hablando
para bien o para mal
La realidad se transforma más rápido,
que el ojo que la mira

En la conflictividad política que padece el país, la cuestión de la democracia surge de una condición extrema: la de su supervivencia, pues hablar de democracia para unos es la que se acaba de ganar, mientras que para otros supone la que se está en riesgo de perder.

En los cinco días [1]"que estremecieron" la zona del Este de la Gran Capital, el plan La Guarimba -la no-violencia activa- pretendió emular las protestas de jóvenes universitarios norteamericanos de clase media -en la década de los ‘50- y que se realizaron bajo los términos no-violentos a lo Gandhi, cuando éste enfrentó al enorme poder de los británicos en la India, terminando aquí las posibles semejanzas; pues a diferencia de lo que ocurrió con el movimiento hindú que tuvo que soportar medio siglo de opresión y demora, La Guarimba expiró bruscamente por los términos violentos como se inició y como se extinguió. Sus resultados no fueron exactamente los esperados o planificados [2], y la violencia actuada, que no la no-violencia declarada, término revirtiéndose, otra vez más, sobre sus protagonistas.

Las miniprotestas quisieron crear un clima de in-gobernabilidad, de represión, de violación de los derechos humanos y propiciar la intervención militar foránea. Los foquistas urbanos high-class Carlos Melo somos todos, incentivaron la amenaza de crisis en la ciudad capital y el foco común fue hacer lo malo para la comunidad.
En los últimos tres años, la violencia política se ha instalado en la vida de los venezolanos(as); pues todos(as) hemos sido sujeto-objeto de sus diversas modalidades: impensables -el golpe del 11 A; inesperadas -el cacerolazo- e inéditas -el sabotaje petrolero y la guarimba. Peor aún, su recurrencia ha empezado a formar parte insoslayable de nuestra cotidianidad, sembrando desazón, rechazo e indefensión en el ciudadano(a) común.

¿Qué pecado hemos cometido para merecernos tal suerte? Sobre el particular el sector actor y ejecutor, para justificar ese estado de cosas, desempolva palabras antiguas como si fuesen nuevas: "régimen", "terrorismo", "represión", "dictadura", "autoritarismo", o se permite la tímida entrada de vocablos con sentido nuevo: "reconciliación", "democratización", "tolerancia"; pero que rápidamente, ante el reflejo gorgónico de los medios de comunicación se estereotipan y petrifican. Pareciera que la convivencia y la querella son sólo cuestión de palabras, haciéndose cada vez más perentoria la necesidad y la ocasión para re-encontrar la palabra necesaria, la palabra capaz de sosegar y de sanar el ánimo soliviantado de la ciudadanía.

En el epos homérico, la palabra terapéutica es usada con tres menciones diferentes: una imperativa -la plegaria-, otra mágica -el ensalmo- y otra psicológica o natural: el decir placentero. En el habla política que nos circunda no hay tiempo para el recogimiento y "el pensar profundo", mucho menos para la aprobación y el disfrute -que no quiere decir complacencia- y se hace sentir la ausencia de la palabra -ensalmo que permita re-componer los puentes comunicacionales dislocados y rotos, pues en su lugar sólo impera la palabra enervante, la que fustiga y escinde. Este habla tiene además una característica singular: es un monólogo, por lo que puede decirse que no habla sino que enmudece, no hay el intercambio de razones que perfecciona la palabra, sino sólo enunciados de ¿principios? sin comparación, que la mutila.

En esta guerra de símbolos, se entroniza la cultura autoritaria que entraña una valoración negativa de la disidencia y del conflicto, privilegia las alternativas coercitivas para enfrentarlos y asume la imposición o la fuerza como recurso "natural" o preferencial para la imposición del "orden", cuya preservación es privilegiada por quienes dicen transitar la "ruta democrática".

En situaciones de crisis, la cultura autoritaria presenta un discurso que aparece atractivo ante muchos: a partir de la apropiación de los miedos sociales, el autoritarismo elabora a las amenazas sociales -"Intervención extranjera", "Castro-Comunismo"-, y moviliza la necesidad de imponer un orden democrático -el de ellos- a través de vías ilegales y de medidas coercitivas. Se vale de la instrumentalización del miedo, la amenaza y del chantaje, asociados a la incertidumbre del futuro y los convierte como un recurso de control social, reelaborándolos como miedos concretos: miedo a la dictadura, al comunismo, a la guerra civil. Imposición del orden a través de la violencia, que les permite fragmentar para controlar.

La llamada sociedad civil contribuye a legitimar las tendencias autoritarias en nuestra sociedad, al justificar las acciones violentas y dar preferencias a la fuerza como recurso del orden en las relaciones sociales. Así transgrede los espacios y aparece la territorialidad que limita, pero a la vez separa: la Plaza de Altamira, toma militar de un espacio público que se privatiza dividiendo la ciudad en el Este y el Oeste. Olvidando que las calles y las plazas no tienen fronteras, porque lo público no las necesita, lo privado es lo que necesita tener límites y le gusta poner fronteras.

El discurso autoritario propone el uso de la fuerza: cerrar calles, quemar cauchos, destruir propiedades, levantar barricadas y replegarse a lo privado, reforzando la atomización de la vida social, constituyéndose en obstáculo para la búsqueda y construcción de alternativas colectivas, violando el derecho al desplazamiento del encuentro público y originando ghettos urbanos sectorizados, como recurso de impugnación política, foquismo de los 60 impuesto al Otro -que se transforma en el enemigo-; es un en-guerrillamiento urbano con propuestas autoritarias, pero que son reivindicadas como "la salvación".

Ghettos sociales que propulsan la ruptura de la solidaridad social y que se fundamentan en la segregación cultural, social, política y económica, y que a la larga crea un efecto deshumanizador.
Los medios de comunicación, también, cumplen la función de hacer subjetivamente viable -en el plano de la conciencia social- la existencia y reproducción de situaciones de dominación contrarias al desarrollo de la democracia. El problema político se presenta en términos de "lucha", "partes de guerra", "combate", "golpe", "enfrentamiento": Guerra [3]; y su solución como "la derrota" del opositor. El discurso mediático-político propone "liberar la sociedad venezolana", llevando la lógica militar al terreno civil, convirtiendo a las Fuerzas Armadas en "el enemigo represor" de los sectores afectos que se victimizan o en el "brazo ejecutor" para liberar "al pueblo de la tiranía".

Los periodistas invierten los acontecimientos con una serie de propiedades que no poseen "de por si" y que reconstruyen a través de imágenes, de los titulares y calificativos hiperbólicos, reforzando la cultura autoritaria -donde sólo se proyecta o representa- una sola definición, comprensión y experiencia de la realidad, que impide la pluralidad, la discusión y la negociación colectiva del disenso-consenso; mientras priorizan la organización de la misma en términos de dominación-sumisión: denuncias sin confirmación, acusación de corrupción, descalificación de las instituciones y de personalidades, llamadas a la desobediencia civil, léase golpe militar.

Cada medio de comunicación se apoya en la elaboración de un discurso autoritario que organiza sus formas y sus contenidos como "interpretaciones válidas" de la realidad, mientras margina de forma o excluye interpretaciones alternativas. Existe un sistema de presencias y ausencias que reflejan el interés de los grupos de oposición para crear e imponer un sistema de significados, en el cual sólo privilegian ciertas visiones del mundo -su mundo- sobre otras, centrando la atención sobre ciertos temas y presentarlos como válidos y viables para sus fines políticos: Fuerte Mara, silenciando los acontecimientos de la Universidad Simón Bolívar y los derechos humanos violados en Irak. Visiones, que son ejemplo de simbolizaciones que buscan propagar determinadas ideas, mediadas por los comunicadores sociales, y provocar unos efectos determinados en los públicos que las reciben.

El espiral del silencio -de los que se sienten minoría- se hace eco ideologizado en y por los medios, así en la representación política comunicativa, son ellos los únicos herederos del progreso, de la democracia, de la justicia, de la igualdad social y desempolvan consignas sagradas, declaraciones intocables, demandas incontrovertibles, para defender y salvaguardar las sagradas instituciones sociales incomprensiblemente amenazadas. Pero, sobretodo, son la resurrección dramática de los antiguos templarios, llamados a la santa cruzada para rescatar al país de un retorno a la barbarie, a la in-civilización, a la violencia: Salve Democracia, los que te van a aniquilar, te saludan.

[1Febrero: 27,28,29/Marzo 1,2 (2004)

[2Imitación en el sector oeste de Caracas, su expansión en otras ciudades del país e impacto en la escena internacional.

[3En declaraciones por la Radio Emisora Caracol el ex - presidente Carlos Andrés Pérez, amenazó "Si va a haber muchos muertos en nuestro país ("Diario Vea, Viernes 7 de mayo 2004, p:3).