El mes de diciembre es el más complicado del año, no solamente porque es el último y hay que dedicarlo a los balances y a las meditaciones sobre el futuro, sino porque este Quito, que era “conventual y tranquilo”, en estos treinta y un días se convierte en una larga feria, convencional y ficticia, dedicada al consumismo y a la farra continuada, como si estuviéramos al borde del juicio final.

Parecería que en Diciembre, como necesidad biológica, tenemos que evacuar todas las frustraciones, los desencantos y las angustias, entregándonos de lleno a una felicidad postiza e irresponsable, que nos obliga a vivir sobredimensionados y llenos de una euforia que quiere disimular las penurias que nos acosan.

Los causantes de esta “hecatombe” emocional y económica son los comerciantes, que, aupados por los medios de comunicación, especialmente la televisión, que en nuestro medio es la portadora de la mediocridad, el oportunismo y la mentira, se dedican a bombardearnos con ofertas dudosas, verdades a medias y sueños imposibles, que no tienen otro fin que el de incitarnos al consumismo desmesurado y a la francachela irresponsable.

Se trata de convencernos de que somos generosos, elegantes y distinguidos; quieren hacernos creer que todos somos iguales y que, por lo mismo, tenemos que gastar tanto dinero como lo hace el vecino de la casa grande que, como burócrata de alto vuelo, tiene casa, carro de lujo, finca en el campo y departamento en la playa, aunque ya haya sido enjuiciado tres veces por mal manejo de los fondos públicos.

En diciembre hay que gastar, comprar y regalar, sobre todo regalar; hay que agasajar a la suegra, al vecino, al compañero de la oficina, al chapita de la esquina, y, por supuesto, a la cónyuge sobreviviente y a los amorosos vástagos, ya que cada uno ha entregado una lista de “regalos”, léase exigencias, que deben ser cumplidos máximo hasta el 24 de diciembre.

El jolgorio decembrino se inicia con los “Fiestas de Quito”, inventadas hace cincuenta años por los comerciantes y vendedores de aguardiente que, al grito de “beba Quito”, inundaron sus calles y salones con una farra continuada que dura hasta el 6 de diciembre, “día de la ciudad”, en el que los “quiteños” duermen el sueño de los justos, gracias al licor ingerido y a los desmanes cometidos en nombre de la quiteñidad.

Como es natural, en las fiestas de Quito no pueden faltar las corridas de toros, tan populares en todo el país, pues se las festeja con bandas de pueblo, comida tradicional y alegría general, pero que en Quito, se han convertido en un negocio muy rentable para los organizadores y sus cómplices, que se sacan la lotería con la reventa de los boletos y el monopolio vergonzoso del consumismo y el falso boato de los españolizados asistentes a la plaza, que, con sombreros cordobeses, mantones de Manila y facha de chagras ricos, beben vino chiveado en “botas” de cuero mal curtido.

Pero lo más aberrante es la incitación que se hace a favor del consumismo, con una publicidad engañosa y falsa que nos ofrece todo, nos regala todo y nos hace creer que si compramos, al contado o a crédito, vamos a adquirir la comodidad y la felicidad. Entonces las mentiras se vuelven pan de todos los días: “Compre su refri “tal” y le obsequiamos un carro último modelo”, “compre lo que quiera y pague cuando quiera”, “endéudese y viaje gratis por el mundo”. Todo fácil, todo gratis: el sueño del consumismo que nos vuelve a la realidad el momento en que empezamos a pagar las primeras “letras” y comprobamos que las deudas han crecido tanto que casi no nos queda dinero ni para el diario yantar.

La felicidad no se la compra a crédito y nadie nos la regala porque somos buenos pagadores o tenemos una tarjeta emplasticada; el esfuerzo cotidiano, la permanente lucha por lograr nuestros sueños, el esfuerzo que hacemos diariamente para superarnos, son los que nos permiten alcanzar las metas a las que, comos seres humanos, tenemos derecho.