Aprendamos a vivir como un grano de maíz, a caer en la tierra y a convertirnos en hermosas plantas, y no como el grano de maíz que va a la boca del cerdo entre agua y desperdicios. Quiero que todos caigamos en la tierra y seamos regados por el sudor del esfuerzo y abonados con la solidaridad, la integridad y el respeto.

Todos los seres humanos aprendemos con el ejemplo, porque los valores no pueden ser impuestos ni memorizados, no pueden enseñarse en discursos ni palabras bonitas, todos aprendemos con el ejemplo, pero qué irónico resulta que algunos padres nos piden que no gritemos cuando ellos nos reprenden a gritos; o que no seamos violentos ni groseros, si vivimos de manera cotidiana la violencia y el abuso intrafamiliar.

Pero, ¿qué hacer? Si estamos en medio de una sociedad cansada, que practica el arte de mentir al prójimo, donde los Jefes de Estado venden a retazos sus naciones y engañan a sus pueblos, en donde los países que custodian la tan mentada paz mundial son los que, paradójicamente, fabrican y comercian más armas, y los bancos más prestigiosos son los que más dinero lavan y los que más dinero sucio protegen.

Ahora, son dignos de felicitación e impunidad quienes matan la mayor cantidad de gente en menos tiempo, quienes ganan la mayor cantidad de dinero con el menor esfuerzo, y quienes exterminan la mayor cantidad de naturaleza al menor costo.

Y dicen que la culpa es de los jóvenes, cuando es el sistema el que nos enseña a padecer la realidad en lugar de enfrentarla, a olvidar el pasado y no a escucharlo, y aceptar el futuro en lugar de construirlo.

Este es el sistema que produce hijos de la migración, jóvenes descarriados sujetos a la destrucción al verse atados de pies y manos frente al televisor. Padres irresponsables dedicados únicamente al trabajo, hogares abandonados a su suerte, con jóvenes víctimas que crecen en la ignorancia o la mal formación, jóvenes que viven inmersos en una realidad que ha coagulado sus sueños y esperanzas. El alma de artistas, músicos, escritores y poetas, vive en su mundo, en una isla solitaria, en una familia esquizoide y en una casa vacía de contenidos, de valores y de ejemplos de vivir por un ideal y un objetivo.

Aquella casa que no se busca pero que se la encuentra fácilmente porque, sin darnos cuenta, muchos estamos debajo de ella, y nos preguntamos el porqué de esta realidad y sólo aparece una sociedad acuchillada por el consumismo, la decadencia de los valores, por el atropello a los derechos humanos; una sociedad que prioriza la actividad del sujeto de traje sentado detrás de un computador y menosprecia el trabajo del panadero que se levanta a las cuatro de la mañana, del campesino que cosecha pero no vende. Esta es la realidad que circunda y duele, la realidad en que los valores, los principios y la ética han cambiado su denotación, en especial el valor del ser humano. Pero no es hora de buscar culpables o chivos expiatorios, sino de tratar de encontrar posibles soluciones o simplemente el derecho a soñar, soñar en un mundo:

 donde las personas no sean manejadas por el automóvil, ni programadas por un computador ni proyectadas por un televisor;
 donde la gente trabaje para vivir y no viva para trabajar;
 donde los políticos no piensen que a los pobres les encanta comer promesas;
 donde desde la infancia se cultive una cultura del respeto;
 donde los padres enseñen a sus hijos a ser autocríticos, a ser tolerantes con ellos y con los demás, a que cedan espacios, respeten las opiniones ajenas y aprendan a vivir en la diversidad;
 donde los jóvenes no se consideren como un vaso que debe llenarse sino como una antorcha que debe encenderse.

Mientras ese buen día llegue, sigamos pensando que el hombre dejará de vivir en una decadencia de los valores, siempre y cuando se luche contra la decadencia.

Pero, ¡adelante!, que vivimos en un país digno y pujante, esforzado y luchador, sin complejos. Un país donde nos enamoramos de las imágenes de su geografía, son ellas las que nos empujan a celebrar la visión de un Ecuador diferente de éste de pobreza, inequidad, corrupción e ineficiencia. Somos un pueblo que trata de rescatar lo mejor de su historia, es por ello que pensamos más allá de la imagen negativa que nos simplifica. Ahora, hay que luchar y enfrentarnos, también, a otros rivales: al derrotismo atávico, a la impotencia, al “no puedo”.

Somos personas que practicamos el concepto más grande del ser humano: la solidaridad con los pobres y los desamparados, con los tristes y los olvidados.

Aún prevalece en nosotros el valor de la unidad. La unidad de una patria con un sueño forjado desde la sencillez mestiza, negra e india; una patria trigueña que anhela ver a un país sin miseria, sin niños abandonados en la calle, con jóvenes sanos y con adultos responsables. Una Patria digna y feliz, una Patria amiga, una Patria de todos y de todas pero, sobre todo, una Patria justa.

Se abre un tiempo de esperanza, renovada esperanza que nos reafirma en la certeza de que ninguna lucha por la dignidad y la vida caerá en saco roto y que sí es posible construir las bases sólidas de una nueva sociedad.

Y aún más si vivimos en un país donde sus montañas nos enseñan a ser libres, la tierra a sentar raíces profundas, las semillas a ser productivas, el mar a ser fuertes y el viento a volar.