Desde hacía varios días, seis jóvenes revolucionarios quienes escaparon de la feroz persecución policial tras el fallido intento de tomar el cuartel Goicuría el 29 de abril de ese propio año, se encontraban asilados en la sede diplomática, ubicada entonces en la intersección de las calles séptima y 20, en la localidad de Miramar.

Eladio Cid Crespo, Orlando Fernández Ferray, Leonel Guerra Mendoza, Salvador Ibáñez Ibáñez, Rubén Hernández Concepción y Carlos M. Casanova, estaban a la espera de sus correspondientes visados para trasladarse a otros países.

El 28 de octubre, otros cuatro luchadores clandestinos acudieron a la misión y solicitaron asilo político a las autoridades de Port au Prince, entre ellos, Gregorio García Borundarena y Secundino Martínez Sánchez, acusados del atentado contra el tristemente célebre mafioso y asesino Rolando Masferrer, senador de la república por aquel entonces.

Dos días antes de la matanza, había ocurrido el suceso que tenía en ascuas a la dictadura y alimentó el sadismo y crueldad de sus esbirros. Al filo de la medianoche del 27 de octubre, un comando del Directorio Revolucionario penetró en el cabaret Montmatre y ajustició al coronel Antonio Blanco Rico, jefe del macabro Servicio de Inteligencia Militar.

Con el canallesco jefe de la policía al frente, brigadier Rafael Salas Cañizares, acompañado por el lúgubre trío integrado por los coroneles Orlando Piedra Negueruela, Conrado Carratalá y el capitán Esteban Ventura Novo, los sicarios tomaron posiciones frente a la embajada y se percataron de que el personal diplomático no estaba en ella.

Según testimonios de vecinos, violando los convenios de inmunidad diplomática, la jauría irrumpió en la residencia a las dos de la tarde. Cañizares, portando una ametralladora Thompson tomó por el pasillo lateral que conducía al garaje, donde se refugiaban cuatro de los revolucionarios. De repente, se topó cara a cara con Secundino Martínez.

El esbirro reaccionó primero y descargó la ráfaga sobre el joven. Secundino cayó sobre el granito mortalmente herido. Con sus casi 300 libras de peso, el matón avanzó pocos pasos para rematarlo, pero no se imaginaba que “El Guajiro” era el único de los 10 combatientes clandestinos que portaba su arma atenazada al pantalón.

Las seis balas disparadas por el moribundo burlaron el chaleco antibalas del esbirro. Cuatro impactaron por debajo de su ombligo, la quinta penetró en la ingle y la última le rozó la cabeza. La mole se derrumbó con estrépito y fue trasladada en el carro patrulla al Hospital Militar, donde murió un día después.

El sangriento aquelarre se desató seguidamente. Los nueve jóvenes restantes fueron baleados a mansalva durante 30 minutos por órdenes de Orlando Piedra, y los despojos arrastrados escaleras abajo hasta la calle… bestial anticipo de lo que acontecería meses más tarde en Humbolt 7.

La diplomacia haitiana de entonces protestó contra la descarada violación de la extraterritorialidad de su embajada. Desmintió informaciones oficiales referentes a que la intervención policial se produjo a petición de funcionarios de la sede diplomática. Pero las tensiones fueron olvidadas antes del nuevo año, con el advenimiento del nuevo presidente en la nación franco-caribeña.

El suceso fue silenciado por la prensa internacional. Nadie llevó el caso al seno de la Organización de Estados Américanos (OEA), a la Organización de Naciones Unidas (ONU) o al Congreso de los Estados Unidos. Lo acaecido hace 55 años, integra el abultado dossier de atrocidades cometidas y sufridas durante aquel período sangriento, calificado hoy como “modelo” de democracia por algunos asesinos, cómplices y otros desvergonzados.

Agencia Cubana de Noticias