Claroscuros de un papa

Dos imágenes que enmarcan el pontificado de Juan Pablo II: la primera es la foto en el balcón de La Moneda en la que bendice a Pinochet, y la segunda la del encuentro con Fidel Castro. Sin embargo, Karol Wojtyla fue mucho más que eso.

En medio hay una guerra sin cuartel contra la teología de la liberación. Una guerra sucia, que tuvo que oscurecer la figura del mártir salvadoreño Óscar Romero y que sin embargo el papa no ganó. Karol Wojtyla no pudo con la iglesia de los pobres y ésta es hoy el motor del catolicismo aunque no tenga cardenales en el consistorio. Éste ha sido diseñado como un todo conservador durante 27 años de wojtylismo y ha quemado -por la edad o por haberla aislado políticamente- la generación del Concilio Vaticano II y de Medellín. La guerra imposible y no ganable contra la teología de la liberación aparece como el símbolo de un pontificado donde hay luces pero también sombras, victorias y no pocas derrotas.

Algunas voces críticas exaltan la centralidad del conservadurismo del papa. El silencio sobre las dictaduras latinoamericanas, el haber abierto las puertas del Vaticano a organizaciones como el Opus Dei, llegando al insulto de la santificación de José María Escrivá de Balaguer, cómplice y soporte de todos los crímenes del franquismo. Las consecuencias nefastas de este conservadurismo en temas de moral sexual y del papel de la mujer son que incluso algunos consideren al papa cómplice de los responsables de la difusión de enfermedades sexuales como el sida en África. Son acusaciones injustas. La causa de la mortalidad en África está en la persistencia del dominio colonial causante del subdesarrollo. El catolicismo es parte de este sistema de dominio pero dio pasos objetivamente importantes para ser parte también de la solución.

No es posible al mismo tiempo criticar una religión -que es cada vez más expresión de las culturas del Tercer Mundo y de sus idiosincrasias- por ser paternalista y por no serlo no cambiando sus dogmas “à la carte”. Wojtyla fue papa y monarca, y el secularismo de la sociedad moderna no puede pretender que absuelva a los nietos de los mismos pecados por los cuales fueron condenados al infierno los abuelos. Un individuo, una sociedad o un Estado laico pueden y deben regular y defender el divorcio o el aborto y favorecer la contracepción. No pueden, en cambio, pretender que un papa católico los apruebe. Sin embargo, pocos papas vivieron una transformación tan radical de la sociedad contemporánea. Juan Pablo II llegó a San Pedro cuando apenas aparecía la tevé en color, y murió entre satélites y SMS.

Supo cabalgar esta revolución mediática, pero su época es la de la máxima laicización de la sociedad y del máximo alejamiento de ésta de los preceptos católicos. Millones de jóvenes -los “papaboys”- reinterpretan sus preceptos en temas de moral sexual, simplemente no aplicándolos. La Iglesia se adecua y anula matrimonios, tanto como los estados los disuelven con el divorcio. La histeria planetaria que está caracterizando la muerte de Juan Pablo II es parte de este contexto. Su muerte, como su pontificado, se desdibujan en cien grandes eventos mediáticos, en los cuales todos aplauden y todos se sienten autorizados a no cumplir. De alguna manera, la Iglesia Católica, que carece de respuestas ante la modernidad, utiliza el icono del papa, la mediatización del icono del papa, para dar una respuesta, apenas exterior, a la modernidad misma. Si George W Bush, objeto de ásperas críticas en estos años, asiste tranquilamente a su funeral, cabe la duda de que Juan Pablo II haya sido apenas un inocuo icono pop en nuestra modernidad, una camiseta del Che, una publicidad de Coca-Cola. Y su fe, su religión católica, aparece entonces como parte de una industria que se hace nueva religión, una “religión catódica”.

Ecumenismo y guerras

Con el tiempo sale a la luz que el hombre que según la vulgata mayoritaria derrotó al comunismo, es antes que nada “un defensor de la fe” y un nacionalista polaco, es decir antirruso. No por casualidad su última monografía define -reabriendo el debate- al comunismo como un “mal necesario”. Y Wojtyla fue tan “defensor de la fe” como actor en la creación de un Estado católico croata que abrió las puertas a la carnicería balcánica. Con el tiempo sale también a la luz que el papa ecuménico -en el sentido de comunión entre cristianos- es en realidad el papa monarca que -exaltando el primado de Pedro- no quiso o no supo dar significativos pasos hacia protestantes y ortodoxos por motivos tanto teológicos como políticos. Por otra parte, tantos protestantes como ortodoxos hicieron muy poco para favorecer estos acercamientos. Si Wojtyla fue ecuménico, no lo fue hacia los otros cristianos sino hacia las otras religiones del mundo. Era menos difícil, pero más importante y pudo enmarcarlo en un cuadro de valores compartidos que está entre sus aportes fundamentales. A cambio, en la secular diatriba entre cristianos, Wojtyla quiso encarnar y endurecer la primacía de Roma y la centralidad del papado. La encarnó en un contexto profundamente modificado por el mundo que durante su pontificado se hace unipolar y con el neoliberalismo triunfante. El aliado de RonaldReagan contra el socialismo real se convirtió en el enemigo más autorizado de George W Bush en su agresión al mundo islámico. No es una contradicción. Es el repudio a la ética calvinista del individuo contra la solidaridad de una Iglesia Católica que “se hace” Sur y por eso comparte los destinos de todos los sures del mundo. Se hace Sur porque sus fieles son cada vez más “Sur” y más pobres y más derrotados por el modelo. El conservador Wojtyla, el fiero adversario de la teología de la liberación, el amigo del Opus Dei, bien sabía que el catolicismo del siglo XXI será una religión del Sur o no será.

Cuando el planeta entero explota y el “cristiano renacido” George W Bush, junto al anglicano Tony Blair, pretenden imponer la superioridad de Occidente armándose de la cruz y de la justicia infinita, sólo Karol Wojtyla tuvo la fuerza moral para evitar que el planeta entero se precipitara en una guerra de religiones, una nueva cruzada del racismo apocalíptico protestante en búsqueda del dominio del planeta. Tuvo -él solo- la autoridad para decirle al islam, y hacerse escuchar, que no eran “los cristianos” los que pretendían hacer la guerra contra mil millones de musulmanes. Este es el aporte más importante del pontificado de Juan Pablo II, y el diálogo entre religiones se ha vuelto central frente al diálogo dentro de “la” religión cristiana. Es el diálogo que Wojtyla supo mantener con el islam en su rechazo a la guerra infinita, priorizando valores solidarios y espirituales frente al materialismo de la modernidad que conlleva la ética protestante del individualismo. Por ahora, Wojtyla ha sido el factor que ha evitado que el planeta entero se precipite en una guerra sin cuartel.

La cofradía dictatorial de Juan Pablo II

Publicado en el diario La Prensa
de la ciudad de Nueva York
11-9-2003

Ante la muerte de Juan Pablo II, me parece ineludible recordarles que se hace necesario evitar caer en un romanticismo místico blandengue que tenga como objetivo tratar de ocultar la realidad de cómo a través de todos estos años el ministerio de Juan Pablo II también se distinguió por ser centralista, totalitario y dictatorial. Su administración protegió alarmantemente a aquellas tradiciones religiosas -muchas de ellas productos de Concilios en donde se medía el poder de diferentes grupos- que se caracterizan por ser opresoras y excluyentes. De aquí que crea necesario que promovamos una reflexión que analice críticamente y constructivamente, dentro del plano del respeto, el legado histórico teológico del pontificado de Juan Pablo II.

Yo soy fiel creyente de que este ejercicio debe hacerse dentro del cimiento de lo que conocemos como violación a los derechos humanos.

...Como ya otras personas se han encargado de solamente elogiar, glorificar y ensalzar el pontificado de Juan Pablo II, en este escrito me limitaré a señalar aquellas contradicciones de su ministerio. O sea, este comunicado es el balance, ya que soy fiel creyente de que no existe nada completamente positivo o completamente negativo.

¿En dónde estoy parado con todo este asunto de glorificar los veinticinco años de pontificado de Juan Pablo II? Vuelvo y enfatizo, yo personalmente no comparto con aquellas personas que siguen promocionando la falsedad de que su ministerio se distinguió por ser el de un líder religioso con las mayores aportaciones hacia la defensa de los derechos humanos. Esto no es correcto. Yo lo pondría de esta manera. En teoría, el Papa Juan Pablo II, es una eminencia o tal vez lo que algunas personas denominan como santo. Ahora bien, su práctica está muy lejos de esa realidad que llamamos defensa de derechos humanos o beatísimo. Rescatemos un poco de esa historia que nos permite llamarle al pan, pan y al vino, vino.

Luego que el Papa Juan XXIII tomara el pontificado en el año 1958, este convocó en el año 1962 el Concilio que tomó por nombre el Vaticano II. Muy interesantemente, Juan XXIII, compartió la preocupación en donde demostró que su agenda era la de sacar a la Iglesia de lo que él denominó, «aislamiento sagrado». De aquí su recomendación en donde solicitó que la Iglesia comenzara a envolverse con la humanidad, muy particularmente en la lucha por la paz y la justicia.

La revolución teológica de Juan XXIII comenzó por permitir el uso de aquellos idiomas que el pueblo utilizaba para comunicarse. De aquí el entender que el uso del Latin durante la liturgia no era apropiado, sobre todo en países latinoamericanos. Por otro lado la participación laica le dio un gran aliento a la Iglesia hacia el empoderamiento de sus feligreses. Aun más, se comenzaron los diálogos que iban a permitir el poder cambiar a esta su Iglesia de ser una institución en donde la supremacía masculina es reverenciada y en donde se glorifica el totalitarismo. Ahora bien, ¿quién fue uno de los enemigos férreo de la agenda progresista y de apertura de Juan XXIII? Nada más y nada menos que Juan Pablo II. Este fue, si podemos decirlo de esta manera, la piedra que se le metió a Juan XXIII en el zapato durante el Concilio Vaticano II. O sea que el Papa Juan Pablo II se distinguió por llevar la contraria impulsando una agendaque permitía a la Iglesia seguir aislada del pueblo. Papa Juan XXIII murió en el 1963 y su sucesor, Pablo VI, le dio continuidad a esta agenda de apertura y democratización del Vaticano. Este último muere en el año 1978 y sube al pontificado Juan Pablo I quien muere repentinamente en el año 1978, o sea, 33 días después de haber sido consagrado al pontificado. Es aquí entonces que el Cardenal polaco, Farol Wojtyla, en el año 1978 es consagrado al pontificado como Juan Pablo II, el primer Papa que no es italiano.

Entre otras cosas me parece necesario recordar que el Vaticano II fue quien prácticamente le abrió las puertas al famoso encuentro Latinoamericano llevado a cabo en el 1968 y que conocemos como Medellín. A mi juicio, estos dos encuentros sirvieron de puente para comenzar a construir una Iglesia que camina y siente con el pueblo. Muy en particular ese pueblo que es rechazado y oprimido por una clase dominante, porque es pobre, negro, indígena, mujer, joven, entre otras. Los encuentros con el pueblo es lo que podemos llamar la matriz que le dio forma a lo que luego se conoció como la teología de la liberación.

Esta teología de liberación en Latinoamérica se distinguió por promover la liberación económica, social y política. Me parece necesario decir que aunque fue -y sigue siendo un movimiento de liberación- el mismo careció de la capacidad de poder incluir entre su lucha por la liberación tres realidades de gran importancia: la mujer, otras religiones no cristianas y la identidad sexual (Ej. Gay, lésbica, bisexual, transgénera, transexual, etc.). También me parece importante mencionar que no tengo la menor duda que lumbreras como Gustavo Gutiérrez, Camilo Torres, Dom Hélder Câmara, Ernesto «Che» Guevara y Pablo Freire, jugaron un papel determinante en la formación teórica y práctica de este movimiento de la teología de la liberación. Paz con justicia.

P. Luis Barrios
Iglesia San Romero
de Las Américas, New York
lbarrios@jjay.cuny.edu

Juan Pablo II Una gestión sin humo blanco

Muchas cosas se dirán ahora sobre el Papa, una vez fallecido. Pero en ésta no hay duda: fue un papado polémico, más cercano a las terrenales debilidades que a la divina perfección.

Acompañó la globalización, vivió sus cambios, impulsó algunos, y en la etapa final de su gestión pareció retroceder, espantado quizá ante los efectos más perniciosos de la globalización sobre la que cabalgó.

Se considera, por lo general, que Juan Pablo II jugó un papel destacado en la caída del socialismo real. En todo caso, la Iglesia fue apenas uno de los factores en juego, probablemente no el determinante. Durante la primera mitad de su reinado, el papa puso parte sustancial de sus energías al servicio de la caída de los regímenes socialistas, tarea de la que se enorgulleció. Sin embargo, la crisis del socialismo entre 1989 y 1991 dejó a su Iglesia casi tan descolocada como al resto de los mortales. El fin de la Guerra Fría y de la bipolaridad desembocó en la confusión y el caos actuales, en el triunfo del capitalismo salvaje y la unipolaridad, dibujando un panorama mundial que no tiene nada que envidiarle a los momentos más agudos de la tensión Este-Oeste de la segunda posguerra.

Ante este panorama, en la segunda mitad de su papado Karol Wojtyla levantó su voz contra las miserias del neoliberalismo y, muy en particular, contra las últimas aventuras imperiales que, ironía de la vida, parecen cristalizar el mundo unipolar que es -en gran medida- fruto de sus empeños de la primera década de su reinado.

La relación de Wojtyla con América Latina, conoció luces y sombras, éxitos notables plasmados en algunas de sus visitas-como las cinco que realizó a México-, pero levantó fuertes críticas entre los católicos progresistas, algunos de los cuales fueron sometidos al látigo implacable de la crítica papal.

Es en este continente donde su gestión encontró límites evidentes. Aunque consiguió barrer de las jerarquías eclesiales a buena parte de quienes -desde los años setenta- se alinearon con la teología de la liberación o con la revolución, reduciendo a otros al silencio o poniéndolos en retirada, la opción preferencial por los pobres se consolidó entre las masas de cristianos del continente. La Iglesia latinoamericana comprometida, aun estando durante largo tiempo a la defensiva, no sólo no ha desaparecido sino que muestra signos de vitalidad. Ahí está, como muestra, la de Brasil, que ocupa la primera línea en la lucha contra el ALCA y es activa defensora de la reforma agraria. Ciertamente, ya no mencionan la teología de la liberación, pero practican activamente el compromiso social y político y muchos sacerdotes y obispos se han “incardinado” (hacerse carne) en los movimientos sociales.

El retroceso continental del catolicismo frente a otras religiones, caracterizadas todas ellas por la inexistencia de pesadas jerarquías eclesiales, es la contracara de la prédica papalcontra la Iglesia de los pobres y la condena de las “desviaciones” de todo tipo, desde las teológicas hasta las sexuales. Puede ser síntoma, también, de la pérdida de vitalidad del discurso que emana del Vaticano. O de la mediatización de un papado que, más allá del contenido de los mensajes que emite, puede ser interpretado como una mercancía más en el bazar del consumismo. Estar a la altura de los tiempos, signados por el mestizaje entre posmodernidad y arcaísmos culturales -de los cuales el Vaticano es tan portador como los fundamentalismos-, no parece tarea fácil, y puede ser uno de los desafíos de quien sea elegido para sentarse en el sillón de Pedro.