De tiempo en tiempo, organismos internacionales como la ONU, Banco Mundial o FAO, tal vez en un ejercicio de mea culpa por complicidad, alertan que el hambre y la pobreza aumentan en el mundo. Con esa formalidad cumplió la ONU semanas atrás, advirtiendo que podrían producirse violentas manifestaciones de protesta por la elevación de los precios de los alimentos en el mundo. De hecho, en Haití, Egipto, Costa de Marfil, Indonesia y en otros países dichas acciones ya se han presentado.

Este incremento de precios no es un fenómeno reciente, en forma sostenida está presente desde hace dos años y la ONU no encuentra otra alternativa que demandar de los gobernantes una “drástica reestructuración de la agricultura global” para enfrentar el problema, como si la “sensibilidad” de los grupos empresariales fuera superior a sus intereses económicos en juego.

Sin duda, fenómenos naturales como prolongadas sequías e inundaciones han incidido para que los precios se disparen en el mercado internacional; pero hay factores de otra índole que operan con mayor incidencia. De acuerdo al representante de la FAO en Ecuador, Iván Angulo, los precios de los alimentos suben por efecto de la oferta y la demanda, debido a dos ingredientes: una política de control de excedentes aplicada al interior de la Unión Europea, UE; y, por la disminución de la oferta de alimentos debido al uso que se está haciendo, por ejemplo del maíz, para la elaboración de biocombustibles.

Con el propósito de impedir que los precios de los cereales bajen y afecten a la economía de los Estados integrantes de la UE, varios países de Europa del Este que se incorporaron a ese bloque debieron reducir superficies de cultivo de trigo, cebada, maíz, etc. afectando la oferta de alimentos. Si bien ese fenómeno no es determinante, incide y explica cómo operan en el mercado mundial los gobiernos de los países capitalistas desarrollados, poniendo por delante sus intereses y proyectos.

Si a lo anterior se suma, por ejemplo, que en los Estados Unidos de unas cien millones de hectáreas, treinta millones fueron destinadas para biocombustibles, la disminución de la oferta de alimentos es notoria. Los efectos económicos, que de manera encadenada se producen, son evidentes: suben los precios de los cereales en general y de la carne, leche, huevos… Por donde se vea, la responsabilidad está en los países capitalistas desarrollados; el libre mercado marca huellas en los estómagos de millones de pobres en el mundo.

Así se descubre que un gran componente de este fenómeno alcista tiene que ver con necesidades específicas que las potencias capitalistas pretenden resolver. El llamado a utilizar los denominados combustibles limpios, que por ejemplo ahora realiza Estados Unidos, se orienta a remediar sus problemas energéticos, a costa del hambre de los pueblos y de consolidar la monoproducción agrícola en los países dependientes. Ángel Brito, de la Universidad del Oriente (Cuba), como prueba del derroche de energía en los Estados Unidos, señala que en 2005 en China había menos de 15 automóviles por cada mil habitantes; en Europa la relación era de 514; y, en los Estados Unidos existían alrededor de 940 automóviles por cada mil habitantes. En el mundo se consumen 84 millones de barriles de petróleo diarios, de los cuales 22 millones los consume el imperialismo yanqui. La dependencia estadounidense al crudo importado pasará del 52% -que fue en 2002- al 66% en el año 2020 y algunos estudios revelan que sus reservas de petróleo crudo han alcanzado su pico y estarían declinando.

Por ello no debe sorprender que organismos como la Organización de las Naciones Unidas que trata temas de comercio y desarrollo (UNCTAD) o el Banco Mundial se hayan pronunciado a favor de los biocarburantes. Éste último ha recomendando que en los países dependientes (denominados del Tercer Mundo) se liberalice el mercado para promover su producción. Tampoco sorprende conocer que las transnacionales petroleras toman medidas para canalizar también este negocio. La Repsol cuenta con plantas de procesamiento cerca de las plantaciones de soya en Argentina; British Petroleum produce agrocombustibles desde el año 2003 en asociación con Du Pont; Chevron (aquí más conocida como Texaco) ha formado una unidad para la producción y distribución de etanol y biodiesel; Petrobrás trabaja en esto en Latinoamérica y África. Por supuesto hay otras petroleras inmersas en esta actividad.

El negocio es redondo para las petroleras y para las potencias capitalistas, mientras el hambre crece. La elevación en casi el cien por ciento en los precios de los alimentos –en los últimos tres años- abrazaría a cien millones de personas que ya viven en la pobreza, para llevarlos a niveles de miseria.

Los efectos sociales de este fenómeno son grandes, pero pueden ser aún mayores si se cumplen los anuncios de recesión económica mundial. El Fondo Monetario Internacional estima que el crecimiento de la economía mundial será de 3,78% en este año, menor al 4,1% de año pasado y el más bajo desde el año 2002. Las dificultades son mayores.

Estamos, pues, frente a dos problemas verdaderamente explosivos: una economía que no crece y alimentos que suben en sus precios. Factores que incrementan el hambre, la pobreza y el descontento social y evidencian un gran fenómeno: la crisis del capitalismo se agudiza.

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