En Itaca, la pequeña isla de montes escarpados, Penélope, asediada por codiciosos pretendientes, teje y desteje, negada a olvidar al joven que veinte años atrás partió a combatir contra Troya.

No menos patética, aunque apenas la menciona un breve versículo del Génesis es la historia de la mujer de Lot. Los dos ángeles enviados a Sodoma habían advertido a Lot que escapara sin mirar atrás. Pero vencida por la añoranza, la mujer de Lot no pudo contenerse, quiso contemplar por última vez la ciudad donde había vivido, tal vez amado, aunque fuera bajo la cruel lluvia de azufre y fuego enviada por Jehová, que ya la destruía.
La obstinada griega, tras cruento combate donde perecieron los pretendientes, recupera a Ulises; la nostálgica hebrea, de pie sobre la calcinada llanura, aún contempla el pasado convertida en estatua de sal.

Ata el pasado a los personajes de las tragedias de Sófocles. Dicta sus tétricos destinos. Edipo no puede eludir el ineluctable oráculo de Apolo que lo condena al incesto y el parricidio. El grillete del pasado lo encadenara a lo largo de su peregrinaje. Sin embargo, la Odisea, tan plagada de trampas de la memoria, entreabre un póstigo al olvido. Tres de sus compañeros, enviados por Ulises en misión exploratoria, son convidados por los lotófagos a comer del fruto del loto, dulce como la miel, y pierden tanto el recuerdo del pasado como del futuro. Olvidan toda noticia, y ni se acuerdan de volver a la patria. Tendrá Ulises que arrastrarlos a la fuerza, sollozantes, y encadenarlos bajo los bancos en las naves. Alejo Carpentier, en Los pasos perdidos, lamenta «la crueldad de quien arranca sus compañeros a la felicidad hallada, sin ofrecerles más recompensa que la de servirlo».

Quizás debamos dejar a boleros y milongas la falaz antinomia del recuerdo y el olvido. Basta con saber, si algún recuerdo nos sume en el suplicio, que el olvido puede incitar a la felicidad. Sin el tiempo, algo tan rigurosamente personal y relativo, carecen de sentido el recuerdo y el olvido. ¿Desde qué cumbre contemplarlo? El bíblico Eclesiastés nos convoca a no malgastar el presente, ver cara a cara la realidad, y no dejarnos llevar por vanas ilusiones. Es tajante: «¿Quién sabe si el alma del hombre sube arriba y la de las bestias baja hacia la tierra? Comprobé que lo mejor para el hombre es gozar de sus obras, porque ésa es la condición humana. ¿Quién le dará a conocer lo que pasará después?».

El estoico Marco Aurelio, al fijar con precisión los términos sin dar margen al engaño, será implacable: no se pierde otra vida que la que se vive ahora, ni se vive otra que la que se pierde. Morir siempre es perder el presente. Nadie pierde el pasado ni el porvenir, porque a nadie pueden quitarle lo que no tiene. Ya el poeta persa Omar Khayyam enfatizaba que los días huyen como el agua del río o el viento del desierto. Y agregaba: «Dos días, sin embargo, me dejan indiferente:/ el que partió ayer y el que llegará mañana».

Recordar, olvidar, son juicios de valor sobre el pasado. ¿Qué merece recordarse? ¿Qué será mejor entregar al olvido? Conscientes, por supuesto, de que ya se ha desvanecido, definitivamente, y, sobre todo, que bajo ningún concepto debe dictarnos el porvenir. Siempre miran hacia atrás las estatuas de sal. No obstante, terca, la vida, a cada paso, nos enseña que el presente está colmado de innumerables huellas del pasado, huellas de las cuales no podemos prescindir. Nos enseña, también, que aunque a veces no nos percatemos, a cada instante se engendra el futuro.

Prefiero, a los que enristran la severa antinomia entre el recuerdo y el olvido, la dialéctica relación que nos propone Antonio Machado. Apunta certero el poeta español que el olvido arranca los recuerdos de lo anecdótico y trivial para clavarlos en la roca viva de los sentimientos. Dejan así de ser simple evocación para alumbrar formas nuevas. Afirma rotundo: «Porque sólo la creación apasionada triunfa del olvido».

Al cabo lo pretérito es tan incierto como lo porvenir. Pretender inmutable el recuerdo, grabado en mármol de una vez y por todas, es relegar el hecho de que el devenir, ese incesante tránsito del pasado al futuro, también está sometido, como todo, a perenne variación, tanto como lo están nuestros puntos de mira y de referencia. Los científicos ya admiten que las consideradas en la actualidad inexorables leyes naturales, fueron diferentes en remotas épocas cósmicas. Y hasta pudieron no regir.

Nuestra visión de los acontecimientos del pasado varía con el discurrir del tiempo. Incluso, en el orden personal, no hay por qué respetarlos, y menos venerarlos. Tenemos absoluto derecho a modificarlos, corregirlos, moldearlos con nuestra imaginación. No sólo lo han hecho los escritores y muchas figuras públicas, todos lo hacemos a diario. Por eso Antonio Machado pedía que fuéramos indulgentes con los historiadores. Señalaba que esta posibilidad de esculpir el pasado ha hecho que algunos hombres de fantasía prefieran ser historiadores a ser novelistas o narradores de hechos insólitos.

¿Quién nos exige escoger entre el recuerdo y el olvido? Vano dilema. Al cabo, como ya declaró Antonio Machado: «Se miente más de la cuenta,/ por falta de fantasía:/ también la verdad se inventa».