Debo a la conjunción de un jardinero y una plaga de termitas el hallazgo de La vida cotidiana en los tiempos bíblicos, escrita por Albert Bailey (Worcester, Massachussets, 1943) cuya homonimia con nuestro Alberto Bailey -a quien al menos debemos una traducción sentenciosa y seductora de las odas de Horacio- me llenó inicialmente de regocijo. El jardinero se llama Simeón, y desmontó el maderamen de mi biblioteca para curarlo de termitas. Luego reacomodó los libros según su entender, y me llenó de sorpresas, pues mi rutina visual frente a las hileras de libros ya era incapaz de hallar nada nuevo. Pero ahora que los reordenó el azar, diríamos, bíblico, hay tomos que yacían contritos y separados y hoy se juntaron, y volúmenes que yo había olvidado y reaparecieron con nuevos guiños. Fruto de este golpe de dados es el hallazgo del libro de Bailey.
Para empezar, Bailey cuenta que, en la edición inglesa de la Biblia dispuesta por el rey Jacobo, se incluyó un cálculo caprichoso de Usher, un fiel irlandés, que daba el 4004 a.C. como el año de nacimiento de Adán, número capicúa que se convirtió en dogma desde el siglo XVII. A partir del siglo XIX aparecieron ciertos advenedizos llamados arqueólogos, y echaron por tierra el dogma, porque encontraron a cuatro habitantes de Jebel Qafze, al sur de Nazareth, «los ciudadanos más antiguos de Palestina» que un día remoto se habían acostado para dormir plácidamente un sueño de 150.000 años. Con lo cual Adán pasaba a la categoría de «intruso tardío» (nota de humor de Bailey digna de otro gran irlandés: George Bernard Shaw...Moreno).

Dice mi hijo Ariel que últimamente se encontraron los restos de un palestino más antiguo, con lo cual Adán se vuelve un intruso retardío, pero no exageremos. Bástenos con el Paleanthropus Palestinus, bastante más antiguo que nuestro padre Adán, y bastante anterior a Abel, la primera víctima bíblica, pues el Paleanthropus tenía astillada la articulación de la cadera, al parecer por el impacto de una punta de lanza piramidal, «la primera herida de guerra conocida por los cirujanos», Bailey dixit. Larga y venturosa hubiera sido la vida del Paleanthropus, si no aparecía, como un ejército israelita comandado por Ariel Sharon, una horda de homo sapiens que acabó por enseñorearse del planeta.

Me maravilló la descripción de Ur, ciudad que, para el Génesis y para los crucigramistas, es la cuna de Abraham. Resulta que Ur no era una aldea chipaya, porque tenía una superficie de cuatro millas cuadradas, 500 mil habitantes, y la flanqueaban el río Eufrates por un lado y un ancho canal navegable por el otro, en dos orillas a veinte pies sobre la superficie del agua llenas de embarcaderos. Tenía un comercio muy activo y un sindicato de escribas inventores del cheque, la letra de cambio, la libranza, el warrant, la hipoteca, el pasanacu tal vez, y muchos otros instrumentos mercantiles que se libraban en tablillas de arcilla marcadas con caracteres cuneiformes, en una caligrafía y un alfabeto tan gallardos como los nuestros. El relato de Bailey sobre Nahor, un comerciante que atiende los intereses de Abraham, es insuperable: «Visitemos a un escriba profesional y observemos el procedimiento de la escritura. Imaginemos que Nahor, que ha quedado en Ur (...) está por enviar río arriba un lote de mil asnos comprados a un mercader hebreo recién llegado de Arabia. Inmediatamente se dirige al lugar en que se encuentran los escribas, es decir, a la puerta de la ciudad. Elige uno que tenga fama de ser prolijo y exacto, y le explica el carácter del documento que necesita. El escriba saca de su cubo un trozo de arcilla del tamaño requerido. Esta arcilla ha sido preparada por él mismo o por un obrero especializado; es arcilla de cierta calidad, libre de impurezas, amasada hasta el grado necesario de consistencia y que tiene la forma de una rebanada de pan de trigo. Mientras sostiene la arcilla con su mano izquierda, el escriba apoya su punzón triangular sobre la superficie blanda, volteando el palillo desde la posición vertical a la horizontal u oblicua, hasta que ambos lados de la tableta estén casi totalmente cubiertos. Ahora Nahor tiene que firmar. Para esto saca del cabezón de su túnica una cinta en cuya punta se halla un pequeño cilindro de ágata que tiene una pulgada de espesor y un octavo de pulgada de diámetro. El cilindro está cubierto de figuras talladas en la piedra (intaglio). Haciendo rodar el cilindro por la parte inferior de la tableta, donde se le ha reservado un espacio, deja en la arcilla un relieve rectangular del dibujo. No es, por cierto, el nombre de Nahor, pero sí una divisa que ha adoptado para servirle de sello y que todos los agentes comerciales son capaces de reconocer.» Me fascina la descripción que hace Bailey sobre el linaje del escriba: «un hombre de la clase baja, pero inteligente, instruido y con experiencia en su oficio». Al parecer, aún no hemos cambiado.

Abraham, dice Bailey, puede no haber sido un personaje histórico, pero sí la representación del pueblo hebreo, pueblo nómada formado por hombres bravos y dispuestos a todos los trabajos, desde albañiles y artesanos hasta matarifes de bestias y tropas enemigas, al servicio de los sumerios, que fueron la primera gran civilización de que se tenga noticia. El escenario fue el valle fértil formado entre los ríos Eufrates y Tigris, patria de la humanidad entera si vamos a creer que allí nacieron nuestros abuelos más remotos.

Pero, ¿qué comían Abraham, Sara, Isaac y sus congéneres? En principio, como nómadas y pastores que eran, vivían de alimentos que no requieren preparación, de origen animal: la leche de cabra, de oveja y de camello. Según el Génesis, Abraham agasajaba a sus huéspedes como un buen pastor, ofreciéndoles cuajada, leche y carne de ternerillo. En las grandes ocasiones se consumía carne de buey, de corderito, de cabrito y de caza. Se la preparaba a la olla, al asado en piedras calentadas o en guisados. Los alimentos se servían en los mismos recipientes en que habían sido cocinados, con guarniciones de dátiles y miel. Al respecto, Sinhué, el turista egipcio que viajó por el lugar alrededor de 1970 a.C., y dejó un libro de viajes, dice que en la Mesopotamia «había higos y uva y más vino que agua. La miel abundaba y el aceite (de oliva) corría copiosamente. Toda clase de frutos pendía de los árboles. Había trigo y cebada». Eran, sin duda, tiempos más fértiles, según el testimonio de los nombres de los lugares: Carmelo es Campo de las Frutas, Beth-bacherem es Casa de las viñas, Beth-phage es Casa de los Higos, Beth hagan es Casa de los Jardines, Engannim es Jardín de los Manantiales, Nahal-eschol es Valle de las Uvas. Según el Génesis, normalmente se bebía agua, pero en las grandes fiestas era reemplazada por vino.

Los patriarcas comían también pan sin levadura, lo que demuestra que tenían agricultura. Isaac disfrutaba de grandes cosechas, Jacob se benefició usando un plato de lentejas; más tarde aprendió a cultivar el trigo y en Canaán tuvo tal producción que once de sus hijos tuvieron que ayudarle en la cosecha.

En esta región se desarrollaron tres grandes culturas: Sumeria, Babilonia y Asiria. Cuando pienso que mis amigos jabibis tienen sangre sumeria -incluyendo a mis hijos menores, por vía materna-, siento un estremecimiento bíblico, y ganas de escribir en tablillas de arcilla. Y luego comerme un cordero de Nazareth.