La Libertad guiando al pueblo, cuadro del pintor francés Delacroix.
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Por laicismo se entiende la acción reguladora del Estado a través de sus órganos de gobierno para alcanzar la convivencia social ordenando la actividad de las instituciones denominadas iglesias. El laicismo es, así, un instumento que somete la aspiración hegemónica de cada credo a ser asumido como el verdadero y único, y para hacer valer los intereses de la nación en conjunto sobre intereses particulares incluyendo a los religiosos.

En América Latina el boom multirreligioso se disparó en los últimos 20 años. Como ejemplo se puede mencionar que en 1984 había unas quinientas obediencias pentecosteses mientras hoy llegan a 3 mil. Todas ellas, lo mismo que el credo mayoritario, el católico, los protestantismos, las religiones paracristianas como los Testigos de Jehová e incluso los musulmanes, se esfuerzan por logar la imposición de sus creencias y en contrapartida la extinción de las ajenas porque su victoria tendría que ser entendida como la demostración de la magnificencia de su propio dios. Todas las manifestaciones religiosas son, pues, excluyentes y sólo el estado puede garantizar que todas sin excepción se beneficien del respeto mutuo mediante una estrategia laicista emprendida sin cortapisas y sin excepciones por los órganos gubernamentales.

El pluralismo religioso que impregna a las sociedades latinoamericanas no es consecuencia del globalismo financiero que empezó a tomar las riendas de los estados a finales de la década de los ochenta. Desde mucho antes de de la caída del bloque socialista europeo ya se notaba en mucha partes del mundo la proliferación de grupos que manejaban distitos mensajes salvíficos y esperanzas redentoras, para responder a la monotonía que se habría de enseñorear del planeta en los años por venir.

Estudiantes francesas musulmanas protestando por la ley que les obliga a quitarse el velo islámico en los colegios.
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El debilitamiento del estado nacional apenas comenzaba a hacerse sentir con la puesta en marcha del principio de la soberanía limitada que se fue imponiendo desde las metrópolis a los países del Tercer Mundo. La exigencia general fue un grito por la privatización de todo, incluso del aire, como lo proclamó el peruano Fernando de Soto. Por eso a nadie extraña que ahora los privatizadores se reserven el derecho a señalar cuáles son los credos útiles a la sociedad y cuáles no. De tal manera, organismos como el Instituto Cristiano de México son los que en medio de escándalos intentan bloquear la viabilidad de los grupos religiosos que les causan disgusto y a los que atribuyen una naturaleza contraria a los intereses del estado, sin que los organismos judiciales hayan ejercido su competencia en la materia.

La pluralización del campo religioso sigue su marcha y tiene que convivir a la vez con singularidades como las étnicas o los organismos no gubernamentales que aspiran a que la sociedad cuente con medios de ejercicio de sus derechos en medio de la borrasca legislativa y de la corrupción irreversible de los jueces.

Los organismos religiosos son asociaciones multitudinarias mientras que las ONG no son más que grupúsculos cuya influencia oscila entre el campo religioso y el étnico para en seguida desplazarse al ámbito de las complicaciones estrictamente urbanas, donde se suelen expresar aspiraciones particulares como las de los desempleados, de las amas de casa y de quienes están hastiados de la inseguridad pública.

La multirreligiosidad se diluye entre otras minorías, y las exigencias de éstas a su vez están nutridas en una previa asociación religiosa. Uno de los síntomas de los neosincretismos es que por lo menos las asociaciones religiosas mayores cuentan ya con su propia ONG de derechos humanos con la que apuntan a recibir respeto y a darlo. Pero el neosincretismo puede conducir también a la aspiración a influir en el entramado político, pues a pesar de que el laicismo ha seguido en México específicamente, una ruta lógica, desde los Acuerdos de 1929 en que se estableció el modus operandi de la iglesia mayoritaria con el estado, éste no ha cesado de considerarla merecedora de privilegios.

El segundo grupo religioso en importancia numérica, La Luz del mundo, fue reconocida el 16 de junio por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) por su labor social. Ante una público de 10 mil personas el director internacional de esa iglesia, Samuel Joaquín, aceptó el reconocimiento de la formación política, que su imagen estuviera ya deteriordada por el escándalo permanente, fue a su vez reconocida por el dirigente religioso asignando a su iglesia un carácter mediador con los desposeídos.

Manifestación de estudiantes musulmanes en París el 14 de febrero 2004.
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Una frase textual demuestra las preocupaciones y las aspiraciones de los grupos minoritarios de México. Dijo don Samuel Joaquín: «Hay muchos problemas por resolver. Hay mucho, mucho por hacer. Hagamos un esfuerzo extraordinario no para el lucimiento personal, no por un partido, no por una organización. Las clases marginadas nos esperan. Que la pobreza y la ignorancia de muchos mexicanos sea el detonante necesario para sentirnos comprometidos en esta noble tarea comunitaria».

La Luz del Mundo ha insistido en los últimos años en la vigencia urgente de la laicidad que está en el centro de la fundación de la repúlica. El laicismo tuvo un signo negativo cuando en su nombre la institución católica fue sometida a los intereses del estado nacional y de la sociedad. El laicismo adquiriría un carácter positivo en cuanto se convierte en regulador de la convivencia de la diversidad religiosa. El problema es que el estado y el gobierno encargados demuestran su debilidad bajo el pero abrumador de la tarea laicizadora.

Por ello, el modelo francés laicista, aprobado por la Asamblea Nacional el 10 de febrero último, que prohibe el uso de signos religiosos ostentosos, es decir, singularizadores, ha causado una polémica en espera de conclusión en Francia y en Europa. Pero las minorías mexicanas lo admiten como modelo benefactor, lo cual es comprensible porque la pobreza es casi general y lo que menos desean los millones y millones de menesterosos es verse arrastrados a conflictos parcelarios, que se podrán evitar con sólo prohibir el uso de signos que en ocasiones atraen y en otras producen discriminación.