César Prieto, Iglesia de San Juan, 1961

Dicha reunión tuvo como telón de fondo la crisis del Estado y la sociedad oficial, cuyas consecuencias es la bancarrota del actual gobierno. No es extraño que Toledo, hundido en un descrédito total y cuando las masas azotadas por la miseria se sublevan en casi todo el país, busque el apoyo de la iglesia católica que desde época de la conquista española (1533) sirve de soporte de los grupos de poder y de los más sanguinarios regímenes civiles y militares.

La alta jerarquía eclesiástica es ducha y experimentada en la manipulación y utilización política de la religiosidad del pueblo peruano. Su rol es clave en momentos de crisis y de explosiones sociales, cuando el hambre, la miseria y la injusticia social hacen estragos mortales en el seno de los pobres y aceleran la confrontación de clases. Y sobre todo cuando la estabilidad de los estados opresores se tambalea y corren peligro de colapsar.

La historia de la lucha social de América Latina prueba que en todas las infamias y estafas que los gobernantes han cometido contra los oprimidos contaron con la participación y el apoyo de las altas autoridades religiosas. Así, en El Salvador, Guatemala, Nicaragua y en otros países, curas, obispos y cardenales fueron cómplices de esos "acuerdos de paz" que sólo han servido para reforzar el poder de sátrapas y del imperialismo. En el Perú, la participación política de la jerarquía religiosa resulta tan grotesca como la actividad de cualquier partido político oficial cuyo propósito no es buscar el bien común o la reivindicación de los pobres, sino más bien servir a ricos y poderosos.

Un ejemplo bastante actual de la relación entre jerarquía eclesiástica y poder político, lo entrega el actual cardenal, Luis Cipriani, quien convivió 10 años en maridaje político con el régimen criminal y mafioso de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Los peruanos, sobre todos los familiares de las 70 mil víctimas de la guerra civil, recuerdan como Luis Cipriani, instalado en Ayacucho desde 1988, defendía el régimen sanguinario de Fujimori y Montesinos. Aún está fresco en el recuerdo de la población como el cardenal se jugaba el pellejo públicamente para salir en defensa de ese gobierno que él llamó "legítimo y democrático". En el tema de los secuestros, desapariciones, torturas y crímenes que diariamente se cometían en el país, Cipriani no se ahorró argumentos vedados con el propósito de justificar la brutal acción criminal del gobierno y las fuerzas militares.

Una de esas veces fue en 1994 cuando sin escrúpulos de ningún tipo rechazó las acusaciones contra los militares y criticó que se "usen los muertos" para hacer oposición al gobierno de Fujimori: "En un contexto violento como el de Ayacucho, las muertes y desapariciones y abusos son parte del enfrentamiento de la guerra.Los defensores de los derechos humanos le llamaron guerra sucia.Y qué quieren, que uno de marcha atrás a la historia. Las Fuerzas Armadas han cambiado su actitud, ¿queremos hurgar entre los muertos y resentimientos de toda esta gente resentida para oponernos al gobierno?. " (Caretas, 14 de abril de 1994, publicado en el libro de Magno Sosa Rojas, Cipriani: el teólogo de Fujimori, 2001).

Pero Cipriani, cardenal y jefe de la siniestra red que el Opus Dei ha tejido en la sociedad y el Estado, ha sido algo más que el capellán de la dictadura fujimorista. Entre 1996 y 1997 fue algo parecido a un agente encubierto que el gobierno infiltró en la embajada japonesa en Lima que había sido tomada (17 de diciembre 1996) por un comando del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA).

Cipriani se presentó como "mediador" entre los subversivos y el gobierno, además de "confesor" de los casi 900 personas capturadas como rehenes. Muchos han sospechado que Cipriani, que cada día visitaba la embajada, utilizó su gran crucifico que siempre tenía colgado al cuello y una Biblia de doble fondo, para introducir clandestinamente potentes y sofisticados medios de comunicación (micros y cámaras filmadoras) que sirvieron para que las fuerzas militares conocieran los movimientos y la posición exacta del comando emerretista. Esta información, gracias a la labor de Cipriani, llegó nítida al comando del ejército, y ello sirvió para que el 22 de abril de 1997 los militares entraran violentamente a la embajada y asesinaran a todos los integrantes del comando del MRTA. Magno Sosa en un estudio que ha hecho sobre Cipriani (Cipriani: el teólogo de Fujimori, 2001) cuenta que desde que éste llegó a Ayacucho se vinculó al comando militar de esta región, y que su guardia personal estaba compuesta de 8 ó 10 miembros de la policía y del ejército.

Cuenta también Sosa que Cipriani inicio una persecución, y en algunos casos con uso de la violencia, contra los sacerdotes de esta región que se vinculaban a los familiares de personas desaparecidas por el ejército o los grupos paramilitares.

Más adelante, en noviembre del 2001, y cuando ya Alberto Fujimori se encontraba prófugo en Japón, y Vladimiro Montesinos en prisión, la revista Caretas publicó tres cartas redactas por el cardenal.
Dos de estas cartas tienen fecha julio y octubre del 2000 y están dirigidas a Montesinos par a pedirle apoyo financiero y una tercera de julio 2001 dirigida a Valentín Paniagua donde el cardenal fujimorista solicitaba que el flamante gobierno incinere todos los videos en la que aparecía junto a Montesinos.

Posteriormente (octubre 2001) estas cartas fueron entregadas por el gobierno peruano al Papa, pero como en la iglesia católica, sobre todo en la "santa sede" de Roma, la noche se convierte en día y la verdad en mentira, las famosas cartas ha devenido en textos apócrifos en las que el acusado cardenal resulta más inocente que la virgen María. Pero con cartas o sin ellas, ningún peruano de esta época olvida el rol que cumplió Cipriano en el establecimiento de la dictadura mafiosa dirigida por Fujimori.

Pero no sólo fue Cipriani que en nombre de la iglesia católica se puso de confesor divino del régimen anterior. En julio de 1992, cuando ya Fujimori había concretado su autogolpe militar (abril de 1992) el arzobispo de Lima, Augusto Vargas Alzamora, pidió a los peruanos a unirse en torno a sus autoridades gubernamentales, y en el mismo discurso deslizó su apoyó a la pena de muerte para los "terroristas": "de adoptarse podría ser como medida defensiva", dijo a un diario de Lima (Expreso, 24 de julio 1992). De la misma forma, en enero de 1992, Luciano Metzinger, presidente de la Comisión Episcopal de Acción Social, se pronunció públicamente (diario La República 13 de enero 1992) a favor de armar a las rondas campesinas que el ejército utilizaba en la lucha contrainsurgente.

Como se conoce estas fuerzas paramilitares (rondas campesinas, grupos de defensa civil, etc.) dirigidas por los militares, bajo el pretexto de "luchar contra el terrorismo", cometieron miles de crímenes y actos vandálicos contra la población civil de los andes.

En la misma dirección, el 27 de junio de 1992, el Consejo Permanente del Episcopado Peruano, emitió un documento no para denunciar los horrendos crímenes del gobierno, sino para santificar a los policías y soldados "que cumpliendo su deber son sacrificados sin posibilidades de defensa", y para promover un "diálogo para buscar consensos" con el gobierno del sátrapa Fujimori.

Pero la relación Cipriani-Fujimori no es un caso aislado en la política peruana. En toda la historia de la República peruana, ningún gobierno militar o civil, gobernó al margen de la complicidad de la Iglesia de este país.

Para no ir muy lejos, en 1983, el general Clemente Noel, en ese tiempo jefe del Comando Político Militar de Ayacucho y acusado de ser el responsable de abominables matanzas, mantenía cotidianas reuniones de coordinación con monseñor Federico Richter Prada, en la época arzobispo de Ayacucho.

En los primeros años del gobierno de Alan García Pérez (1985-1990), el cardenal en ese tiempo, Juan Landázuri Ricketts, tenía entre sus tareas preferidas, echar agua bendita a los vehículos blindados que el gobierno enviaba a la región de Ayacucho y que fueran utilizados para masacrar miles de campesinos.

En 1993, en plena aplicación de la política sanguinaria del régimen fujimorista, y cuando las fuerzas armadas tenían en su haber más 30 mil asesinatos y masacres, Ricardo Durand, obispo del Callao, no ahorró halagos a favor del sanguinario y corrupto general Nicolás Hermosa Ríos en ese entonces comandante general de las fuerzas armadas del Perú, y en la actualidad en prisión.

El obispo Durand decía en esa época que, "el general Hermosa tiene el mérito de estar dirigiendo la pacificación, esto es una realidad...Yo creo que el general Hermosa ahora debe ser como el portaestandarte del respeto que las Fuerzas Armadas y Fuerzas Policiales deben tener por los derechos humanos". (Ricardo Durand, obispo del Callao, 28 de julio 1993).

El mismo papa Juan Pablo II, en marzo de 1985 hizo un peregrinaje a Perú, no precisamente para defender a los pobres de las injusticias y atrocidades cometidas por el gobierno de turno y los militares, sino para condenar a la guerrilla maoísta y defender la acción criminal del Estado y sus fuerzas represivas.