Orígenes europeos de la universidad latinoamericana

En América Latina, las universidades se crearon desde la conquista. En 1538 se establece la primera, en Santo Domingo. En 1551, las de Lima y México. En 1636, cuando apenas se fundaba Harvard, ya había 13 universidades en la región, y llegaron a 31 cuando se produjo la independencia. Estas instituciones reflejaban el modelo medieval europeo, y se asociaban con los poderes de la realeza y de la iglesia.
Con la Independencia, se introduce una nueva idea de universidad, acorde con el surgimiento de las nuevas repúblicas, y con la misión de promover la educación, formar profesionales y desarrollar disciplinas académicas. Con esta visión, en 1827, se reestructura la Universidad Central de Venezuela, a partir de la antigua Universidad de Caracas, creada en 1721, la cual ya gozaba de autonomía desde 1781, cuando, por Real Cédula de Carlos IV, fue autorizada a dictar sus propios reglamentos y a elegir su rector.

Las universidades latinoamericanas se caracterizaron por el predominio de escuelas profesionales: en derecho, medicina, ingeniería, y de las academias militares. El modelo imitaba el concepto napoleónico del siglo XIX, según el cual, la enseñanza profesional se separaba de los centros de generación del conocimiento, exclusivamente académicos y científicos.

Frente a este modelo, otra concepción se originó en Alemania, con la emergencia de la “universidad de investigación”, donde la enseñanza se combinó con la generación del conocimientos y la ciencia.

Esta "revolución académica" se consolidó en Europa en el siglo XIX y luego en EE.UU, con el auge de las tecnologías y el desarrollo de nuevas dinámicas económicas, cuya base era, y continúa siendo hasta hoy, la asociación directa del conocimiento con su aplicación práctica. En el siglo XX, la investigación científica y tecnológica en los países desarrollados terminó por ligarse directamente con el crecimiento económico. El modelo universitario moderno consideró, a partir de allí, que la generación, transmisión y aplicación de conocimientos eran actividades inseparables, lo cual respondía, en realidad, a una dinámica económica que lo fundamentaba. El proceso endógeno de producción de conocimientos en las universidades y centros de investigación de los países desarrollados, respondió y fue alimentado por las demandas del crecimiento económico y social de estos países.
En el siglo XXI, con el advenimiento de nuevos paradigmas de producción, caracterizados por la globalización de la economía y del paso hacia la “sociedad del conocimiento”, los modelos universitarios de países desarrollados se consolidan en esa dirección. La tendencia es pasar de la “universidad de investigación” a la “universidad empresarial”, con una orientación aún más acentuada a responder al mercado, a necesidades del sector productivo, obtener financiamiento de las empresas, y contribuir con el crecimiento económico.

Universidades en América latina

En América Latina, a la zaga en el desarrollo, siempre intentando copiar modelos exitosos de las potencias, y en la búsqueda hasta ahora infructuosa de cerrar brechas, la historia del proceso de modernización de las universidades muestra las evidentes contradicciones de políticas que fracasaron en el intento de implantar y llevar a la práctica principios y modelos que se revelaron imposibles, porque no se correspondían con el nivel de nuestras fuerzas y capacidades sociales y productivas.

La universidad “republicana”, a partir de la Independencia, buscó democratizar la educación, bajo los principios de humanismo e igualdad europeos. Pero la intención de profesionalizar la población en países como Venezuela, que no contaban, como era el caso de Francia, con un mínimo de masa burguesa capaz de acceder a la educación superior, y donde no existía un proceso de industrialización, ni una demanda real que justificara este esfuerzo, resultó en la formación de universidades que sólo atendían a una élite, una minoría privilegiada, siempre de cara a Europa y los centros de desarrollo. Esto contribuyó con el desarrollo de un proceso de exclusión y dominación que comenzó con la conquista, y con las brechas de desigualdad social y distribución de la riqueza que se abren cada vez más dentro de nuestros países de América Latina, el continente más desigual del mundo. De esta manera, la gesta independentista se acompañó del ideal, también romántico, de modernizar las universidades según un modelo europeo que no podía funcionar de manera directa en el contexto de nuestras sociedades.

Revisando la historia, se hace evidente que las universidades latinoamericanas del siglo XIX en regiones excluidas de la revolución industrial, no se enfocaron en las funciones de investigación y generación de conocimientos, sino que privilegiaron la enseñanza y formación de profesionales, siguiendo modelos franceses napoleónicos que no respondían a las necesidades de las repúblicas nacientes.

El siglo XX y las reformas

Las tensiones fueron creciendo en Latinoamérica cuando las contradicciones se agudizaron y se hizo evidente que la universidad republicana no había logrado romper realmente con los modelos coloniales. El resultado, a principios del siglo XX, fue otro intento de modernización, hacia una democratización, supuestamente más verdadera, de las estructuras universitarias.

El movimiento de reforma universitaria comenzó en Argentina, con protestas estudiantiles que denunciaban la permanencia de estructuras clasistas y oligarcas en instituciones que no respondían a los procesos de modernización social que vivía el país, y se extendió rápidamente en toda la región. A partir de 1920 el reformismo se manifestó en Chile, Uruguay, Colombia, Guatemala, Ecuador, Bolivia, El Salvador, Cuba, Paraguay, y en México, donde en 1929 es aprobada una ley orgánica que establece la participación de toda la comunidad en el gobierno universitario. El movimiento alcanza también a Puerto Rico y Centroamérica. En Venezuela, el movimiento de 1928 fue reprimido por la dictadura de Gómez, así como fueron reprimidas las luchas sindicales, las denuncias contra el imperialismo, los reclamos democratizadores, y la organización de movimientos políticos de izquierda.

Las reformas del siglo XX tampoco apuntaron al rol de las universidades en la producción del conocimiento y su función social. No se centraron en la creciente importancia de la ciencia para el cambio técnico-productivo, ni en la necesidad de cambiar los modelos económicos dependientes y progresar hacia la industrialización.

En fin de cuentas, los conflictivos movimientos reformistas del siglo XX sólo llegaron a resultados reales en el plano político. Las ideas de autonomía universitaria y cogestión, banderas de estos movimientos, se supusieron principios necesarios para convertir a las universidades en motores eficientes de la democratización social y cultural, y del desarrollo. Evidentemente, estos cambios no fueron suficientes. Las desigualdades sociales crecieron en nuestros países. El acceso al conocimiento aún dista de ser equitativo. El principal logro concreto obtenido por las reformas, fue, aparentemente, el de incorporar la representación estudiantil a los organismos de gobierno universitario. También, con la autonomía, las universidades latinoamericanas se convirtieron en centros de denuncias, luchas políticas y protestas contra el orden social imperante. Pero, lamentablemente, sin mayores avances concretos en la transformación de nuestra realidad económica y social. Por otro lado, no han dejado de ser espacios de análisis y crítica política.

¿Objetivos de la universidad latinoamericana?

A partir de esta somera revisión histórica, parece evidente que hemos fallado en la definición. ¿Qué es y para qué sirve una universidad en Latinoamérica, a quién se dirigen sus servicios, cuáles son sus funciones y cómo se evalúa su funcionamiento?

El concepto que parece más adecuado para definir lo que debería ser actualmente una universidad latinoamericana, es el que conjuga, en una institución, niveles de excelencia y eficiencia (evaluados en resultados concretos), en tres direcciones fundamentales: en la formación de los profesionales demandados para atender las necesidades presentes y previsibles para el desarrollo del país; en las actividades de investigación y generación de conocimientos (desarrollo de conocimiento relativo a valores culturales, científicos y tecnológicos universales y paralelamente, y tal vez como actividades más adaptadas a nuestra realidad latinoamericana actual, en el aprendizaje, adaptación y aplicación nacional de tecnologías existentes); y en respuestas concretas a las demandas del entorno, tanto a nivel nacional como regional, con estrategias de inserción en la economía global. Son los tres ejes de la moderna acción universitaria: formación, investigación y extensión.

El problema es que, en nuestros países, estos ejes de acción se han adoptado como formas abstractas, sin anclaje real en las capacidades y necesidades nacionales y sin mayores repercusiones en la transformación de esa realidad. A pesar de que, en el escenario actual, los ejes de acción universitaria son los mismos y apuntan a las mismas direcciones, tanto en países desarrollados como en nuestros países, los objetivos de crecimiento son diferentes en ambos polos, así como lo son sus modelos sociales, y sus capacidades y desarrollo de fuerzas y relaciones productivas. Por consiguiente, también serán distintos los planes, estrategias, acciones, formas organizativas, y evaluación de procesos, que se deban implantar para alcanzarlos.

En lugar de enfocarse en esos objetivos de fondo y las estrategias para cumplirlos, las políticas universitarias de nuestros países parecen haberse limitado a considerar que, para alcanzarlos, bastaba con implantar enunciados, formas y estructuras de funcionamiento, copiando, inútilmente (ya que no tenemos capacidades ni condiciones para que realmente funcionen), modelos, planes, programas, esquemas organizativos, técnicas de ejecución y hasta estándares de evaluación de países desarrollados, enfrentando, como consecuencia, las contradicciones inevitables que se presentan al tratar de alcanzar objetivos ideales, anunciados recurrentemente en cada sucesiva gestión de gobierno universitario: por un lado, instituciones autónomas en el plano político, pero, que, al mismo tiempo, mantienen una casi completa dependencia económica de los recursos del Estado y, en consecuencia, están inevitablemente sujetas a la inestabilidad, actuación y cambio de los gobiernos de turno; por otro lado, realizar investigación científica de punta y producir nuevos conocimientos que sean valorados internacionalmente, con escasos recursos e insatisfactorios resultados, que, además, están generalmente desvinculados de la demanda nacional (una demanda, por otra parte, casi inexistente), lo que hace que esta producción de conocimientos sea considerada irrelevante y poco valorada socialmente; y por último, un acceso igualitario y democrático a la formación que imparten (objetivo por demás poco factible en una región con las mayores desigualdades sociales del planeta), y con actividades supuestamente orientadas a obtener un impacto concreto en el desarrollo económico y social, pretensión ilusoria actualmente, dada la poca vinculación de las universidades con los sectores productivos de los países latinoamericanos.

Sobre lo que hay

En Venezuela, la matrícula de educación superior, en 2000, fue de alrededor 800.000 personas, con un poco más de 90.000 egresados, en una población de más de 23 millones. Del total, aproximadamente 394.000 estudiantes corresponden a universidades públicas, y 116.000 a privadas, con más de 40.000 docentes en las primeras y alrededor de 8.500 en las segundas. Por otro lado, el presupuesto público para Educación Superior es más del 40% del presupuesto educativo, el cual ascendió a 6% del PIB en 2001. Este presupuesto está evidentemente desnivelado, si se toma en cuenta que el promedio de educación de la fuerza de trabajo es de cinco años de educación primaria y que más de cien mil profesionales se encuentran actualmente desempleados.
Siguiendo tendencias internacionales, las universidades han enunciado políticas para incentivar la generación de conocimientos. Sin embargo, un muy bajo porcentaje del presupuesto se destina a actividades de investigación y desarrollo (I+D). Según datos OCEI (1999), Bs. 34.780 MM, sólo un 16% de la inversión pública. La mayoría de los recursos son suministrados por el FONACIT y el MCT. El 80% de I+D en Venezuela se realiza en Universidades, y a pesar del gasto, que aunque considerado insuficiente no es despreciable, no se han observado resultados tangibles a nivel económico o social.

La gran mayoría de los investigadores universitarios mantienen agendas individuales y proyectos aislados, muchas veces alejados de las prioridades nacionales, enfocando su productividad hacia publicaciones científicas en revistas de prestigio, lo que responde a estándares de evaluación internacionales, y a programas nacionales de estímulo a estas actividades, relativamente recientes, como PPI, Conaba, etc., que se concibieron para estimular las actividades de investigación y la productividad docente, otorgando bonos que se convierten en compensaciones a los bajos salarios del sector.

A pesar de los esfuerzos, las Universidades siguen manteniendo escasos vínculos con el sector productivo, el cual valora muy poco sus actividades de I+D y su oferta de servicios. Algunas iniciativas, sin embargo, se han adelantado en programas de vinculación universitaria con la industria, de creación de empresas universitarias, parques y unidades de transferencia tecnológica.

Parece evidente que la transformación de las universidades venezolanas requiere de un cambio de fondo en las políticas, que debe pasar por limitar su alcance, definir y ajustar las estrategias y objetivos en los diferentes ejes de formación, generación de conocimientos, y extensión, en función de configurar un nuevo concepto de universidad, definir su papel e importancia en el escenario nacional, y, con esta base, replantear sus esquemas organizativos, sus relaciones con el Estado, el sector productivo y la sociedad en general, y los objetivos particulares a alcanzar en el cuadro de los planes nacionales de desarrollo social e inserción en la economía global.

Perspectivas incompletas y elecciones

Sin embargo, las perspectivas actuales para llegar a esta transformación no son realmente alentadoras. La discusión sobre las políticas de educación superior en el escenario nacional, lamentablemente, sigue girando alrededor de diagnósticos repetidos, enunciados académicos, problemas formales, institucionales y organizativos, referidos a patrones que no enfrentan el fondo del problema, cuando no se estanca en el terreno de la confrontación política y la lucha por el poder. A pesar de los enunciados esperanzadores de la constitución de 1999, la discusión no ha logrado centrarse en el tema básico que funda actualmente la economía global y nuestras posibilidades de desarrollo, el tema del conocimiento, cómo utilizarlo, cómo construir capacidades para permitir su apropiación social en forma más equitativa, su circulación, su aplicación en un modelo de desarrollo que incluya un cierto nivel de planificación, y su impacto en la mejora de la calidad de vida del población y en el desarrollo económico y social del país.

Una evidencia de ello son las bases presentadas para la discusión de la nueva de ley de educación superior y las políticas propuestas por el gobierno. Los argumentos se limitan a enunciar problemas particulares, describiendo síntomas, pero no la enfermedad. Se destacan como áreas críticas del diagnóstico: la inexistencia de un sistema de educación superior; la excesiva heterogeneidad, diversificación y diferenciación, tanto institucional como matricular; el progresivo deterioro de la calidad académica, la desintegración de las funciones universitarias; la creciente desigualdad en el acceso a la educación superior, y el desempeño de los estudiantes y una excesiva fragmentación y atomización del conocimiento. Con base en este enunciado, y en principios generales referidos al desarrollo integral de la educación nacional y la reducción de los desequilibrios sociales, se establecen las siguientes políticas fundamentales:
 Crear el sistema de Educación Superior,
 Mejorar la equidad en el acceso y el desempeño estudiantil, Elevar la calidad y eficiencia institucional,
 Promover y fortalecer la cooperación nacional e internacional,
 Lograr una mayor pertinencia social en los distintos ámbitos territoriales, y
 Promover una mayor interrelación del sector con las comunidades del entorno. Esto no es suficiente ni apunta más allá de las formas.

Otra evidencia del problema de falta de visión es la experiencia del reciente proceso para elegir las autoridades de la Universidad Central de Venezuela. Ninguna de las seis propuestas iniciales, en el fondo, apuntaba a un cambio real. Esto hubiera requerido de definiciones nuevas, visiones más profundas y vinculadas con el desarrollo nacional, estrategias innovadoras, propuestas reveladoras. ¿Es que alguien asume la responsabilidad de elegir seriamente, en función de una propuesta, de una idea, de un proyecto en el que cree, que piensa que se va a cumplir, y por el que va a trabajar y colaborar para que se cumpla?
Las seis propuestas iniciales coincidían en las ideas de defender a la universidad como institución establecida en un contexto, ninguna presentaba alternativas frente a una definición básica, aceptada, pero igualmente difusa, centrada en ideales de democracia, autonomía, equidad de acceso, transparencia administrativa y acción eficaz en función del desarrollo nacional, sin cuestionar la viabilidad de estos supuestos, o proponer concretamente cómo garantizarlos. Sin centrar el problema de definir la situación de la institución en función de un proyecto viable hacia su transformación, de cara a la necesidad de contribuir con el cambio del entorno social y económico, con metas precisas en formación, investigación y extensión. Sin cuestionar las realidad y viabilidad de la autonomía universitaria, sus consecuencias y resultados en el funcionamiento institucional, ni los fundamentos para definir las relaciones universidad-gobierno y universidad-sociedad. Las propuestas existentes podían apenas diferenciarse, vagamente, en aspectos tales como el funcionamiento interno y estructuras de poder de la institución, participación de sectores de la comunidad universitaria, alternativas de cambio de formas organizativas y relacionales en su seno, de herramientas y técnicas para la mayor eficacia y transparencia de procesos administrativos y optimización del presupuesto asignado, mejoras en las condiciones y situación del personal y la comunidad, en un extenso etcétera de otros sutiles aspectos formales. Ninguna de las propuestas llegaba a fundamentar seriamente, o a sustentar racionalmente, la necesidad de efectuar los cambios sugeridos en función de un proyecto o de metas específicas de desarrollo nacional, o se planteaba como respuesta a demandas concretas del entorno social y económico, ni mucho menos incluía al menos un comentario sobre la viabilidad, factibilidad, comparación de alternativas posibles, o el costo de efectuar la solución seleccionada, en términos de la inversión nacional y aportes dentro de los esfuerzos económicos que esas propuestas significan. Tampoco ninguna de las propuestas incluyó la exposición de mecanismos viables, y posibles fuentes financieras, para la ejecución de un proyecto definido, con objetivos determinados, según un cronograma previsto, y con resultados de impacto en la transformación institucional, o en la realidad nacional. Sólo fueron propuestas centradas en la existencia y los privilegios de esa institución.

Los resultados de las elecciones, en segunda vuelta, fueron los siguientes: Antonio París, polarizando los votos de la oposición, resultó electo como rector de la UCV, con 79,50%. Su contendor, Marcelo Alfonzo, representante supuesto del oficialismo, obtuvo el 20,50% de los votos. La abstención profesoral se ubicó en 25%, y la estudiantil en 65%.

La propuesta de Marcelo Alfonzo, médico cirujano, introducía el principio de excelencia académica con equidad social, presentando las alternativas de transformar las estructuras de gobierno, concentradas hoy totalmente en el Consejo Universitario, e incluyendo además, la apertura hacia la participación más equitativa de profesores, estudiantes y empleados en los organismos de gobierno.

Sus planteamientos cuestionaban también la fragmentación en facultades, que obstaculiza la integración y flujo del conocimiento interdisciplinario, característico y necesario en la universidad del s XXI. Por último, proponía optimizar el presupuesto, disminuyendo gastos y burocracia de la administración central.

Antonio París, también médico cirujano, vencedor de la contienda electoral, centró sus propuestas electorales en la autonomía universitaria y el rechazo categórico a cualquier intento de control estatal que atentara contra esa idea. Hizo hincapié en los esfuerzos a realizar para solucionar problemas de presupuesto y seguridad, y enfatizó la necesidad de la transformación organizacional utilizando nuevas tecnologías, los desarrollos de los sistemas integrados de Gestión Académica, y Administrativo y Financiero.

La contienda electoral no sirvió, lamentablemente, para entablar un debate profundo y fructífero sobre el rol de la universidad pública venezolana. Tampoco, evidentemente, los resultados se definieron en función de ese debate, urgentemente esperado.