La competencia y el debate político, simplificados por la ausencia de contradicciones reales, son como una obra de teatro, en la que todos los conflictos, tramas y subtramas, diálogos, pausas e incluso los silencios, están previstos en un guión, que los actores interpretan con más o menos virtuosismo, pero no pueden modificar.

Los hechos están a la vista.

George Washington fue el primer presidente, John Adams, su vicepresidente, lo sucedió en la silla.

Thomas Jefferson, Secretario de Estado del primero y vicepresidente del segundo, fue el tercero en ocupar la Casa Blanca.

James Monroe, Senador, Gobernador, Secretario de Estado y de Guerra en gobierno del cuarto presidente, James Madison, fue el quinto mandatario.

Entre los ministros de Monroe estuvieron, John Quincy Adams, sexto presidente y John C. Calhoun, su vicepresidente.

De los cinco primeros presidentes, cuatro se reeligieron.

Con ligeras variaciones esa historia se repite en cualquier período histórico a lo largo de más de 200 años de un juego político, eficaz e incoloro en el que nunca hubo sorpresas porque nada se deja a la casualidad ni a la improvisación.

Incluso, circunstancialmente se da el caso de cierta tendencia al emparentamiento. El presidente número dos, John Adams fue el padre del 6to, John Quincy Adams. El 9no, William Harrison, abuelo del 23°, Benjamín Harrison. El 26°, Teodoro Roosevelt primo del 32°, Franklin D. Roosevelt y su mujer sobrina del 26. El 35°, John F. Kennedy, nombró Ministro de Justicia a su hermano que corría para presidente en el momento en que fue asesinado y el 42°, George Bush, es el padre del 43°, George W. Bush y del gobernador de la Florida Jeb Bush que naturalmente es hermanisimo del presidente 42.

La charada se enreda más cuando se hace extensiva a ministros, magistrados, embajadores y generales, nueras y cuñados.

Todos los presidentes norteamericanos, excepto el primero, George Washington y los militares Zachary Taylor, Ulysses Grant y Eisenhower, han sido extraídos de una cantera integrada por vicepresidentes, gobernadores, representantes, senadores, secretarios de estado, jueces, comisionados, embajadores y otros altos cargos.

El sistema funciona como un juego político con cartas marcadas para asegurar que no haya sustos ni sobresaltos. Es cierto que en más de doscientos años ningún presidente norteamericano ha sido revocado ni destituido, aunque también lo es que ninguno llegó al poder desde la oposición ni por el entusiasmo popular. Tanto los que ganaron como los perdedores en las elecciones cuatrienales fueron productos de la misma eficiente y bien aceitada maquinaria electoral.

El presidente norteamericano es una criatura de probeta que se manufactura a partir de los retoños de las buenas familias, graduados en las mejores universidades e integrados al sistema que los entrena mediante la asignación de cargos políticos en los niveles locales y estatales, como gobernadores, representantes y/o senadores.

En el interior de la elite funciona un mecanismo de selección natural que escoge a los más aptos y en una lucha implacable que pone a prueba la ambición y la capacidad para cortejar al electorado, los lanza a la búsqueda de la presidencia.

De hecho, cuando acuden a las urnas los ciudadanos norteamericanos, optan por uno u otro de los dos candidatos que la elite ha elegido. Unos pocos en las convenciones de los partidos eligen, el pueblo ratifica esa elección.

Naturalmente, el sistema funciona más eficientemente en la medida en que las reglas son cabalmente observadas y se desploma cuando son alteradas mediante violaciones, trampas o fraudes.

En el sistema electoral norteamericano, que con ligeros retoques es el mismo que rige en todos los países, esta diseñado de modo que ofrece la ilusión, en el fondo fraudulenta, que hacer creer a las masas que ellas son las protagonistas del proceso, cuando en realidad son extras y figurantes que adornan y rellenan.

Ese proceso político, destinado a preservar el sistema y la hegemonía de la elite, hace innecesarias y antipáticas las trampas y fraudes destinados a beneficiar a un individuo, sector o partido. Un presidente norteamericano, lo mismo que uno francés, español o británico, no representa a un segmento de la clase dominante, sino a la clase en su conjunto.

Hubo un caso en que el status quo se alteró de modo tan dramático que puso en peligro el sistema, fue el momento en que al espiar de modo grotesco a sus adversarios demócratas, Nixon violó de modo inaceptable las reglas. El establishment, del que la prensa es una pieza clave, reaccionó como correspondía y para preservar el sistema lo hechó a él. Esa es también la culpa de Bush.

La democracia al estilo americano recuerda al mono que dentro de la jaula puede realizar todas las piruetas, incluso las más atrevidas, menos intentar salir de la jaula.

No se trata de que el sistema de democracia electoral sea malo, sino de que no es popular. El pueblo no interviene en la selección de los candidatos y carece de capacidad para revocar a los electos.

Es pura aritmética. Sume usted a los vicepresidentes, representantes, senadores, gobernadores, alcaldes y fiscales, que es el baúl de los milagros de donde el sistema extrae a los presidentes, añada a ellos el segundo escalón, formado por la alta burocracia estatal, partidista, académica e incluso intelectual, que sostiene, asesora y asiste a la elite en su labor y agregue a los aparachits, a los tanques pensantes y a los guardianes de la fe y, si lo prefiere, incluya a los aduladores y bufones y confirmará el tamaño de la clase política norteamericana, para todo eso bastan cuatro dígitos.

Las elecciones en Estados Unidos ya se efectuaron y la elite eligió, Bush y Kerry son sus criaturas. En noviembre el pueblo americano, ratificó esa decisión y la elite hará como que la acata. Habrá mimos para el ganador y el perdedor pasará al olvido y... todos contentos.

Una vez más el sistema, dotado de capacidad para autosustentarse habrá prevalecido.