Oswaldo Vigas, Mi animal de costumbres, 1977

El matizado debate teórico que desde hace algunos años anima la escena en el campo de las ciencias políticas tiene muchísimas aristas y cabos sueltos que conviene recoger y recomponer. Un ángulo del que queremos ocuparnos en este texto es justamente la paradoja de un mundo caracterizado por la crisis más severa de prácticas y discursos completamente saturados, y al mismo tiempo, la reanimación de un espacio público en vías de nuevas reconfiguraciones.

Asistimos pues, en un mismo momento histórico, al "fin de la política" y al resurgimiento de lo público. Estamos expuestos a toda la carga depresiva de la decadencia de la Modernidad política, y simultáneamente, a la eclosión de una pulsión comunitaria que está generando nuevas formas de agregación, nuevos dispositivos de conciencia colectiva, otros modos de "sentir juntos" (como postula Michel Maffesoli).

Es esa dilemática imagen la que se puso en escena con la implosión del modelo soviético de socialismo. La alegórica caída del muro de Berlín es precisamente la representación de este drama político que sigue bullendo en los imaginarios de grandes contingentes humanos en el mundo (sobre manera en aquéllos países de Europa oriental donde esta experiencia tocó hondamente a varias generaciones).
Esta ambivalencia se ha hecho parte de la vida cotidiana en América Latina. Los síntomas en una y otra dirección son abundantes. Las señales contradictorias atrapan a las personas que pueblan anónimamente el complejo mapa de la política realmente existente.

Un largo trayecto de experimentaciones socio-políticas muy variadas deja un saldo neto de frustraciones y bloqueos. Al mismo tiempo, los atravesamientos de una mundialización de la cultura aviva el surgimiento de nuevos actores, con demandas políticas irreconocibles en los viejos formatos de intermediación partidaria.

La escena política se ha vaciado del sentido trascendente de una voluntad orgánica portada por "Sujetos" que levantaban aguerridas banderas ("Proyectos" que dotaron de sentido la vida de varias generaciones).

En su lugar proliferan las modulaciones gregarias sin "identidades" fuertes, actores que encuentran en la cotidianidad nuevos impulsos para la vida en común, gente corriente que teje los nuevos sentidos de la vida ordinaria fuera de los rigores del "trabajo", de la "moral" familiar, de los rituales escolares, de las pretensiones prescriptitas de la religión. No quiere ello decir que esos espacios de disciplinamiento se hayan esfumado.

Sólo se procura subrayar la precariedad de esos formatos de modelación de conductas para "normalizar" con la eficacia de otros tiempos a miles de millones de habitantes de esta convulsionada "Tierra-Patria" (como profetiza Edgar Morin).

El debate democrático después de la caída del muro

Si es posible vislumbrar una cultura política de masas que no se agota en los linderos de las muchedumbres manipuladas ni apela a la metafísica de las "mayorías silenciosas", entones el camino está abierto para pensar también un problema concomitante: los modos de abordar el drama de la exclusión sin sucumbir a la funcionalización acrítica de la gobernabilidad. Ello remite de inmediato a presupuestos que van muchos más lejos que los puros imperativos de la estabilidad de los sistemas políticos.

Es cierto que el desencanto posmoderno ha dejado una estela de escepticismo y desafiliación generalizada respecto a la vieja idea de "voluntad" y "entusiasmo". Pero también es cierto que la gente no se resigna a una mera reproducción de lo mismo bajo el consuelo patético de que "no hay alternativas".

En las cercanías de la implosión del imperio soviético el clima de clausura de la idea misma de lo alternativo se instaló con fuerza en la metáfora del desencanto. De allí se alimentó toda aquélla chapucería apologética del "triunfo de Occidente" y sus derivaciones geopolíticas tangibles [1].

Pero esta década y media de experimentos y búsquedas de todo género ha recolocado el cuadro en otro contexto. De algún modo las tendencias están revirtiéndose y los movimientos contestatarios se expresan con voz propia en los más inesperados escenarios.

Desde América Latina esta dinámica intersticial pugna por expresarse en la vida pública sin encontrar aún modalidades visibles y contundentes. En parte porque al clima de saturación de los viejos discursos políticos se añade de manera dramática el infierno de la miseria, la pobreza y la exclusión. Factores éstos que no vienen "después" de los diseños políticos sino que están imperativamente en su punto de partida: el debate democrático en todas sus facetas y la polémica sobre el "fin de la política" en Latinoamérica tienen en su agenda como asunto de emergencia el crónico problema de las brutales asimetrías de las sociedad.

Estas pavorosas maquinarias de exclusión que son los Estados nacionales y los modelos socio-económicos concomitantes han sido históricamente los nudos de clausura de la Modernidad política que nunca llegó. En su lugar festejamos las modernizaciones tecno-institucionales que fueron expandiéndose con prescindencia de un espesor cultural de ciudadanía democrática. Esta tensión entre Modernidad y modernización se hizo estructural entre nosotros generando a la postre estos dualismos que nos caracterizan: capitalismo sin individuo soberano, república sin republicanos, democracia sin sujetos ciudadanos.

No venimos pues de una aquilatada experiencia de densificación democrática a la que sorprende la impronta posmoderna del desencanto y el vacío (como podría apreciarse claramente en la Europa de estos días). Nuestro trayecto es otro: venimos en verdad de una penosa y atormentada historia de intentos frustrados por construir proyectos nacionales "Modernos" con un pírrico balance en lo que se refiere a la tarea esencial de viabilizar un "Contrato Social" integrador, inclusivo y medianamente justo para los países de la región. Por eso nuestra agenda está tan cargada de urgencias a la hora de debatir los caminos para una recuperación de lo político como espacio constituyente de la nueva socialidad que se abre paso lentamente.

A partir de esta profunda huella histórica que ha marcado buena parte de nuestro transcurrir político en los siglos XIX y XX los debates de las ciencias políticas en América Latina están permanentemente atravesadas por un gran malentendido: sus conceptos y categorías, las interpretaciones más socorridas desde el mundo académico, los discursos y prácticas del funcionariado político, el régimen institucional al que ha dado lugar una determinada visión de lo político, todo ese conjunto, ha operado sistemáticamente "como si" el mundo latinoamericano fuese una continuidad del mundo europeo; "como si" las recepciones de teorías y visiones el mundo fueran operaciones meramente técnicas de "adaptaciones" funcionales.

De ese modo los enfoques teóricos tuvieron siempre enormes dificultades para hacerse cargo de los problemas que fue planteando en todos estos años el ideario de una democracia en el Continente.

Esto ocurrió así no sólo del lado de las visiones conservadores de las que no podría esperarse más que sucesivas justificaciones del status quo reinante en cada momento. Ocurrió también con el pensamiento de izquierda del que debía esperarse, tanto una deconstrucción epistemológica de las bases del discurso político oficial, como una formulación consistentemente crítica de las nuevas vías para una transformación radical de la sociedad postcolonial.

De nuevo un gran malentendido: el marxismo tradicional no hizo aporte alguno a la comprensión de América Latina. Su versión académica se hizo funcional a los modelos epistemológicos dominantes. La querella intelectual entre la derecha y la izquierda académicas escamoteó durante décadas los problemas verdaderos de un pensamiento político alternativo en la región.

De la crisis de paradigmas al rencuentro con vida ordinaria

La crisis de la Modernidad ha abierto distintas pistas para pensar de nuevo la cuestión de lo político, ha posibilitado la escenificación de experiencias novedosas en distintos planos, ha desbloqueado de un modo importante las antiguas casillas donde permanecieron encerrados los conceptos, las teorías, los métodos, las maneras de relacionarse con el ámbito político, las imágenes que de la vida pública se construyen desde las tradiciones. Ese universo se ha conmovido tal vez de modo irreversible.

En algunos casos causando grandes traumas y parálisis para la labor fecunda del pensamiento y la praxis. Pero en líneas generales pareciera más bien que el balance se torna positivo: en la densificación de un pensamiento que no se contenta ya con levantar acta de la crisis de la Modernidad política sino que progresivamente se ha ido posicionando de una agenda viva sobre los problemas de la convivencia, sus posibilidades y sus límites.

Desde luego, no hace falta la tónica arrogante de estar colocando un punto cero en cada análisis propuesto, como si en verdad nada habría que rescatar como valioso de las tradiciones del pensamiento político occidental. De eso no se trata. Más bien la sensibilidad posmoderna consiste en una permanente reapropiación de la experiencia, de los modos como la gente ha pensado sus problemas, de la riquísima diversidad de aproximaciones por medio de las cuales cada tradición intenta pensar el complejo asunto de si "¿podremos vivir juntos?" (parafraseando la angustiosa pregunta de Alain Touraine)

El debate hoy puede hacer el viaje hacia las grandes interrogaciones que en cada encrucijada concitan la atención prioritaria del pensamiento más esclarecido. A pesar de las caídas metafísicas de algunas de estas meditaciones sobre el hombre, no es menos sugestivo el modo abrupto como ha reaparecido, por ejemplo, el tema de la ética. Ello es sólo un indicio del amplio mapa que se ha puesto a disposición de un pensamiento que mira más allá de la "ingeniería política"; de las metodologías y de los modelos; de los análisis electorales y las mediciones de opinión.

Ricardo Infante, Parque cubular, 2004.

En este plano se aprecia una clara convergencia de esfuerzos y de búsquedas que no tiene a éste o aquél país como referencia imperativa, justamente porque lo que ha logrado "universalizarse" con cierta propiedad son los problemas que confronta hoy el pensamiento político, y sobre manera, la experiencia mundial de una democracia a la intemperie. Allí pueden dialogar las tradiciones venidas de todas las latitudes del mundo, las sensibilidades teóricas más dispares y los horizontes culturales más heterogéneos.

Diálogo de civilizaciones, diálogo de saberes: he allí el corolario de una severa crisis de racionalidades que ha conmovido el suelo fundacional de un modo de convivir (el "contrato social" Moderno), de un modo de pertenecer (las lógicas identitarias que cohesionan a la sociedad), en fin, de un horizonte de sentido que ha garantizado históricamente la incesante reproducción de los dispositivos, prácticas y discursos de una civilización (la Modernidad).

Ese diálogo se vuelve especialmente problemático al momento de referenciar los contenidos culturales de espacios que ya no pueden pensarse "universalmente" sin ejercer una violencia simbólica de enormes consecuencias. Pensar desde el Sur, por ejemplo, ya no tiene el mismo tono de encuentro universal referido más arriba.

Pensar desde América Latina -ya lo sabemos-acarrea cargas especialmente encumbrantes a la hora de ajustar cuentas con las miradas que han constituido desde siempre el ethos de estas realidades singulares (la propia idea de "América Latina" entraría de inmediato en una zona de turbulencia semiótica de la que no será fácil salir ilesos) Ello no tendría por qué vivirse traumáticamente.

Pensar desde el Sur no es fatalmente una reivindicación atávica que pretende introducir forzadamente un ingrediente exuberante y pintoresco a los enfoques teóricos venidos desde las grandes metrópolis.

En esta última década de fecundos debates entre los pensadores de los "Estudios Culturales", de las corrientes "postcoloniales" y las ondas posmodernas ha quedado suficientemente claro que hay una agenda epistemológica latinoamericana con repercusiones cruciales en todos los ámbitos de las ciencias sociales.

Ello no es sólo una reivindicación que se postula de cara a cualquier forma de neocolonialismo sino un imperativo que habla de la especificidad cultural y de los trayectos históricos de una experiencia que no puede ser simplistamente asimilada a movimientos y categorías universales.

Es desde allí que está pensándose hoy la cuestión de la democracia y el nuevo sentido de lo político. Es a partir de esta mirada cultural que el pensamiento político puede re-encontrase con la gente, con los problemas verdaderos de las construcciones colectivas, con la vida cotidiana que tiene modulaciones subterráneas, "invisibles" para las ópticas convencionales.

Es gracias a este desbordamiento de las viejas lógicas disciplinarias que se ha hecho posible una mirada transdisciplinaria que apuesta ahora por una transversalidad de campos y por nuevos criterios de pertinencia (de consistencia) para habilitar estrategias cognitivas (Métodos y metodologías que tendrán que pasar un nuevo examen de consistencia de cara a paradigmas epistemológicos diferentes).

Se ha hecho posible también una recuperación de la complejidad de los modos de pensar, de la producción de conocimientos, de las formulaciones teóricas (lo cual ha supuesto un severo ajuste de cuentas con el "paradigma de la simplicidad" que según Edgar Morin está en la base de todas las calamidades intelectuales de la Modernidad eclipsada). Una "Sociología orgiástica" sería para Michel Maffesoli el modo de corresponder a este tiempo posmoderno que no se deja atrapar en las cápsulas del cientificismo racionalista.

Un pensamiento político para esta nueva época ha de abrir su campo de visión en ese mismo espíritu: ejerciendo un crítica epistemológica a la lógica disciplinaria de la ciencia política, deconstruyendo las plataformas metodológicas que sirven a la reproducción de estos modelo académicos, repensando los campos (Pierre Bourdieau) que sirven de suelo fundacional para las teorías e interpretaciones.

Desde allí es posible recorrer el camino de un diálogo verdadero con la sociedad, es decir, con la gente que construye día a día esta precaria constelación de signos que llamamos pomposamente "la realidad". Un pensamiento político que pueda hacerse cargo de la vida cotidiana, de las pulsiones gregarias que bullen en los ruidos de la calle, de los silencios de una sensibilidad popular largamente ignorada por la arrogancia del academicismo.

El pueblo puede estar en camino de retomar su voz, no sólo para hacerse "representar" en las parafernalias de una democracia exhausta, sino para habitar por cuenta propia el lugar de lo público (donde nunca ha estado verdaderamente).

Ese pueblo no ha formado parte de ninguna agenda de investigación de las ciencias políticas convencionales. Tal vez llegó la ahora de aprender la palabra primigenia en donde reside el núcleo duro de lo político: nosotros, ¿Cuál nosotros?

Este artículo es una versión resumida de un texto publicado por la revista Metapolítica a propósito de conmemorarse los 15 años de la caída del muro de Berlín.

[1Emmanuel Todd (Apres l’Empire Paris, Edit. Gallimard, 2002) ha desarrollado la sugestiva tesis de una " ilusión de superpotencia" que se explicaría por la ausencia de la Unión Soviética