Por Guillermo Navarro

La primera, puso énfasis en el carácter fragmentario, heterogéneo y plural de la realidad, negaba al pensamiento humano la capacidad de recrear una explicación holística de esa realidad (metarelatos), y, con ello, la pertinencia de las utopías. Si la utopía hegeliana, como lo proclamaba Fukuyama en su obra “El fin de la historia”, se había alcanzado con la imposición del neoliberalismo y la democracia liberal a escala mundial, resultaba obvio que el planteamiento de la post modernidad enfilaba su propuesta contra la utopía marxista: la construcción del socialismo.

La abierta ofensiva contra la utopía socialista se fortaleció con el derrumbamiento de los países socialistas burocratizados, y en los cuales se habían creado las bases para un desarrollo capitalista al aprobar la vigencia de la teoría del valor, así como por el reflujo revolucionario posterior a los 70. La nueva situación histórica condujo al aparecimiento de una intelectualidad de izquierda “desencantada” y “desencontrada”, lo que determinó su éxodo hacia la social democracia, la “postración” ante el imperialismo en términos de Petras, y hasta el alineamiento en las fuerzas más reaccionarias, a las cuales siguen sirviendo hasta la fecha. Baste recordar a toda la intelectualidad expulsada del Partido Marxista Leninista en 1975, hoy en la socialdemocracia; a los Maugé y Ponce, ex militantes del Partido Comunista, hoy a sus anchas en la Izquierda Democrática; a los Castillo y Galarzas, hoy comensales en el PRIAN y en el PRE; a los Celi y los Bonilla, ex miembros de Liberación Nacional y del MIR, hoy al servicio del gobierno de Lucio Gutiérrez, de la Dirección Nacional de Inteligencia de las Fuerzas Armadas y de la Democracia Cristiana Internacional.

La negación de la capacidad para explicar los fenómenos en forma holística, posibilitaba que la propuesta post modernista insista en la importancia de las “diferencias”, proponiendo que las preocupaciones políticas se centren en las “identidades impuestas o adaptadas”: etnias, color, género, preferencias sexuales. Al privilegiar tales identidades, la propuesta post moderna enfilaba su artillería contra el análisis de clase, apoyada en un hecho evidente: es mucho más aprehensible, fácil de reconocer, la pertenencia a un “genero” que a una clase social.

La negación de la utopía marxista posibilitó a los intelectuales funcionales del imperialismo proponer como elemento central de la lucha política los denominados movimientos sociales, entendidos como: “un concepto que alude a un sector de la sociedad que se convierte en actor social (que emerge en un determinado conflicto social) a través de sus prácticas (acciones colectivas de protesta, manifestaciones, etc) y discursos (valores, ideas) encaminadas a modificar una condición social determinada”1, cita que permite advertir que el concepto actor social es temporal, adquiere tal carácter ante un determinado conflicto social, y deja de serlo tan pronto se resuelve el conflicto. Todo ello en el marco de la formación económica y social capitalista, cuya existencia no cuestionan.

Los actores sociales, al no cuestionar al capitalismo, no responden a las contradicciones determinadas por las relaciones de explotación propias del sistema, por lo que no es procedente asimilarlos a clases sociales, como muchas veces lo pretenden los defensores de estos conceptos. Por ello y, en consecuencia, el concepto actor social fue formulado en vano intento por reemplazar al de clase social, en tanto que el privilegiar los “conflictos sociales” tenía por objetivo el tratar de ocultar las contradicciones principales del capitalismo. En el Ecuador, la “avanzada del imperialismo” lo representó la denominada Coordinadora de Movimientos Sociales (CMS), cuyos más altos dirigentes, Napoleón Saltos y Fernando Villavicencio, terminaron trabajando para el Banco Mundial, en investigaciones indispensables para la política intrusiva del imperialismo norteamericano.

Desde otra perspectiva, el concepto “actor social” -al depender exclusivamente y al ser su único límite los conflictos sociales que emerjan-, permite la inclusión tanto de actores nacionales como extranjeros, naturales o jurídicos. Esta posición, por cierto, tenía por objetivo el lograr se aceptase la intromisión del FMI y del BM en los asuntos de todo orden en el país, cuando “emergía” un conflicto que los involucraba. En el Ecuador, los estudios preparados por la Universidad de Cuenca como por la Universidad Católica del Ecuador, sin vergüenza alguna incluyen a esos organismos como “actores sociales” del contexto nacional, sin reparar en la cesión de soberanía que ello implica.

El privilegiar las “diferencias”, los “actores sociales”, sobre el concepto de clase social, y los “conflictos sociales” sobre el de las relaciones de explotación, permitió a los intelectuales funcionales plantear como innecesaria la intermediación de los partidos políticos, puesto que éstos, en su definición clásica, representan los intereses de las distintas clases o estratos de las mismas. Esta propuesta tuvo como soporte la campaña mediática que anunciaba la incapacidad de los partidos políticos para cumplir su tarea de intermediación, por su elevado grado de corrupción, por lo que se volvían obsoletos, dignos de ser reemplazados por otro mecanismo: la participación ciudadana, cuyo sustento ideológico es conocido como el “discurso de la ciudadanía”.