Un día una mujer parió un hijo y lo vivió como un milagro. Hubo quienes le dijeron que tener hijos no es milagro. "Así es la vida", le dijeron. "Es de lo más natural".
Ella no les creyó. La magia de crear un ser desde sus entrañas la conmovía profundamente. Le resultaba un misterio cotidiano.

El hijo nació, creció, se puso de pie. Dio sus primeros pasos de la mano de su madre. Después quiso andar solo. Quiso volar. Se cayó. Se levantó. Creció. Miró a su alrededor.

No le gustó el mundo como estaba y quiso cambiarlo.

La madre repitió entonces el gesto de muchas madres. Intentó protegerlo del mundo que no quería ser cambiado.

Un día el hijo desapareció. "La gente no desaparece", le dijeron, "eso no es natural".

La madre lo buscó, desesperadamente, por los rincones donde se agazapan quienes tienen por misión evitar que el mundo cambie. Recorrió comisarías, juzgados, iglesias, manicomios, cuarteles, diarios. No tuvo respuesta.

"La gente no desaparece, no puede desaparecer", se repetía. Una voz en el vientre le decía "aquí estoy".

Un día, muchas historias parecidas se cruzaron, sin calcularlo, en el corazón de la ciudad. Las palomas dejaron de comer las miguitas de pan que les tiraban quienes nada veían, quienes nada sabían, quienes nada decían.

Cuentan que el viento se suspendió sobre la Plaza de Mayo aquel 30 de abril de 1977, cuando 30.000 hijos parieron a sus madres en un parto colectivo, en un pacto fundacional de la República, alrededor de la Pirámide de Mayo. Las Madres se envolvieron en su pañuelo blanco y pujaron, pujaron, hasta renacer.

"Aquí estamos". "Aquí está la Patria desaparecida", dijeron las palomas cuando pudieron recuperar el vuelo. "Es un milagro", dijeron los sembradores de miguitas. "No es un milagro", dijeron las Madres. "Es la terca historia de América Latina".

La plaza se pobló de rostros mapuches, coyas, guaraníes, -exterminados en sucesivos genocidios, en sucesivas conquistas-, de los rostros de los esclavos traídos de África y matados por las pestes, la explotación y las guerras en nuestras tierras, de los negros enterrados en las fosas comunes de Parque Lezama, de los fusilados de la Patagonia, de los caídos en la Semana Trágica, de los asesinados de León Suárez, de los caídos en todas las dictaduras, de los que quisieron tomar el cielo por asalto, de los che, de las tanias, de los que cayeron luchando en distintos rincones del continente, de los chicos de Malvinas, de los asesinados por el gatillo fácil, de los pibes de Cromañon.

Desde entonces la plaza es cómplice de lo que el pueblo sabe y de lo que el pueblo calla. Sabe que en algún lugar de la historia, conspiran los olvidados. "Aquí estamos", dicen. "No en monumentos. No en museos. No en la ley que reprime y domestica. Somos la eterna irreverencia frente al poder. Somos los que seguimos soñando cambiar al mundo. Somos la memoria rebelde, que no se cansa de pelear".

Las Madres ven como sus hijos intentan andar solos. Se caen. Se levantan Insisten en el gesto de desplegar las alas. No les gusta el mundo que ven, y quieren cambiarlo.

Las palomas de la Plaza de Mayo celebran la rebelión de los aparecidos, y ellas mismas, ahora, ya no se conforman con migajas. Las palomas reclaman por todo el pan, por el trabajo, por la dignidad, por la libertad, por la vida. Las palomas aprendieron de las madres, que aprendieron de sus hijos, que la única lucha que se pierde, es la que se abandona 30 de abril. 28 años 30.000. Una plaza. Madres naciendo de sus hijos. Palomas piqueteras. Rebelión de los aparecidos. La lucha que continúa. Y esto no es un cuento.

Adital