En su estupendo artículo sobre “La Jeringonza de la Guerra”[1], Camilo González describe la estrategia de seguridad del gobierno colombiano como una estrategia de guerra definida y conducida por el Ejército y tutelada por el gobierno de los Estados Unidos. Los jefes militares sienten que por fin se ha tomado en serio el propósito de acabar con las FARC. Al mismo tiempo, piensan que promoviendo la protección de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario aumentará todavía más la legitimidad de un gobierno que logró derrotar a la guerrilla y, de paso, desmontar la autodefensa ilegal. Para completar esta victoriosa estrategia, las postrimerías del plan Colombia pondrán fin al narcotráfico en nuestra querida patria. Esto es lo que se llama la fuerza como panacea.

También es incisiva la citada crónica en apuntar que sobre el gobierno caen dos fuertes presiones: la de los empresarios colombianos que ya descubrieron que las AUC se les salieron de las manos, y la del gobierno estadounidense y la comunidad internacional que advierte que el narcotráfico no es controlable en casa y por tanto hay que controlarlo en el patio ajeno, en Colombia.

Todos esos datos dejan interrogantes que desafían la creatividad del pueblo colombiano frente a la hipocresía de semejantes propuestas, refrendada por las medidas concretas que se han tomado y que se siguen repitiendo a pesar de su ineficacia. Son varias y vanas.

La primera es la estrategia de la derrota militar de las guerrillas, desaconsejada por la experiencia secular de la humanidad. Esto no quiere decir que los gobiernos tengan que aceptar de brazos cruzados las condiciones de la insurgencia. Pero sí quiere decir que si el precio de la guerra lo paga el pueblo, bien sea en sus veredas abandonadas, o en sus soldados rasos idealistas y forzados por el desempleo galopante del agro a buscar el “trabajo” de las armas, habría que someter a cuidadoso examen dicha estrategia y concordar con las poblaciones afectadas o por afectar una forma sensata de evitar el desangre y el desplazamiento al que están siendo sometidas. Una respuesta creativa trataría de combinar las dos formas, militar y política, de una manera convincente. Se había iniciado ese camino en el gobierno anterior, pero las urgencias de la politiquería y las presiones de una derecha poco avisada (empresaria de la guerra) dieron el alto. En la forma actual no convencen a nadie de que se busca la paz, sino más bien de que sigue siendo rentable el ejercicio de la guerra. Y esta rentabilidad, como es obvio, no favorece al pueblo. ¿No se podrían revisar los esfuerzos anteriores, sacando en limpio las lecciones aprendidas?

La segunda es la promoción de los derechos humanos realizada sobre la base de la persuasión política, la formación ética y de la buena voluntad. El Ejército de Colombia ha creado una vasta infraestructura y desplegado una sorprendente actividad en la capacitación de sus hombres. Las organizaciones de la sociedad civil han desplegado sus esfuerzos en los observatorios, las denuncias y el cabildeo internacional. Las Naciones Unidas han puesto todos sus recursos simbólicos al servicio de la misma causa. La cooperación internacional presiona para que los derechos humanos sean un criterio. Pero el pueblo raso de las veredas y parte de las ciudades continúa sometida a la violación de todos sus derechos: paga con su vida, con sus escasos bienes y con el sacrificio de su esperanza porque ese conjunto de medidas no toca el núcleo de la cuestión: la construcción de un sistema de derechos aceptado por todos los sectores de la población. Frente al discurso, unas veces grandilocuente y otras agresivo, acerca de los derechos humanos se yergue una práctica violatoria de los mismos, cuyos goznes son la discriminación clasista y el despojo sistemático de los pobres. Al sistema de derechos, escrito en 1991, se contrapone un sistema de hechos vigente desde 1810.

La respuesta creativa debería orientarse por el lado de construir un estado democrático, en el que la ciudadanía signifique cero hambre, acceso a un techo conveniente, suficiente educación, oportunidades amplias de trabajo y algo de igualdad frente a la justicia. Todo lo cual supone la solidaridad interna y externa de todos los grupos que habitan el territorio nacional. Esta no se puede suponer, hay que crearla. Si la tuviéramos no estaríamos matándonos. Y creada, hay que cultivarla. Todavía no tenemos los instrumentos para esa tarea, porque nos falta el acuerdo de base. Y su forma son los pactos locales y regionales, así como su materia son los recursos locales y regionales. Está bien que se busque la paz entre las cúpulas, pero no hay que engañarse acerca de la representatividad de dichas cúpulas, dada la precariedad de nuestros partidos legales e ilegales y el deterioro de nuestras instituciones civiles y políticas. Si estas conversaciones no van apuntaladas por miles de conversaciones locales, no pasarán de ser una pérdida de tiempo. Estas no se pueden adelantar ni impedir por decreto porque ellas son las que van dando forma al pacto social.

Hay variadas iniciativas en esta dirección, y la cooperación internacional podría apoyarlas sin dejar que los intereses de las cúpulas obstaculicen esos esfuerzos por distribuir el poder. Para ello necesitaría persuadir a estas cúpulas de que la democracia puede resultarles tan rentable como el enriquecimiento ilícito, porque es la única que puede servir de cimiento a la tan deseada seguridad de la convivencia mundial y nacional.


[1] Camilo González Posso, director de Indepaz. “La jeringonza de la guerra: el marco político del debate sobre Justicia y Paz”.