En estos días la humanidad recuerda ese punto de inflexión que fue la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la era nuclear, cuando se arrojaron sobre el pueblo japonés dos bombas atómicas, en Hiroshima y Nagasaki, acción que provocó miles de muertos y heridos, y las consecuencias que han quedado hasta hoy.

El tiempo marca distancias y olvidos, muchos intencionados. Memoria y pensamiento se resisten al olvido y tejen la trama de la vida e historia de los pueblos. Ausencias y presencias dolorosas aún recorren los espacios y el tiempo de las guerras pasadas y presentes, de esa violencia que desgarra la vida de millones de seres humanos, como bien define cantando León Giecco: "Es un monstruo grande que pisa fuerte la pobre inocencia de la gente. Sólo le pido a Dios que la guerra no nos sea indiferente".

El poder, las ambiciones, la locura de los poderosos, no tienen límites ni memoria: continúan aferrados y dominados por el monstruo que pisa fuerte. El tiempo fue dejando huellas en las conciencias de los pueblos que no olvidan y resisten a las dominaciones; la lucha es desigual y profunda en los caminos de la historia. De alguna manera, como dijo Oscar Wilde, "todos estamos en el mismo pozo, pero algunos miramos las estrellas".

Es la necesidad de hacer memoria y resistir, no claudicar a la esperanza, a pesar de ver el recorrido de la humanidad de Hiroshima a Bagdad, ambas marcadas por las sombras del horror y el dolor.

Recuerdo Hiroshima, las voces del silencio que llegaban con la brisa y los fuertes vientos de la memoria. Aun hoy la revivo al recorrer y conversar con esas niñas de entonces, mujeres de hoy, marcadas por la vida y las arrugas del dolor en el momento en que sus inocentes ojos vieron desaparecer la ciudad, sus familias, la ternura y el amor. Sólo quedó la desolación, que nunca las ha abandonado.

Hoy, esas niñas-ancianas se han transformado en testigos de ese minuto en que la humanidad, Hiroshima, dejaron de ser cuando el hongo de la muerte se esparció.
Cada túmulo guarda los restos de los que ya no están, de aquellos tragados por la bomba atómica tras la exclamación del piloto del Enola Gay: "¡Dios mío! ¡Qué hemos hecho!"
Un vaso con agua para los espíritus de las víctimas que permanecen y ambulan reclamando calmar la sed del horror.

Ahí está la sombra en la piedra que permanece como testigo y observa en el devenir de los tiempos el paso de las nuevas generaciones. Observa a esas mujeres niñas-ancianas desde su silencio que parece decir: "Tú puedes envejecer, yo no. Puedo ver florecer los cerezos, pero no puedo disfrutar su aroma. Estoy amarrado a la piedra para toda la eternidad. ¿Recuerdas ese momento? Estaba sentado aquí. De todo mi ser sólo quedó mi sombra: lo que soy y seré en el tiempo de la memoria. Gracias, pequeña, por el agua".

El tiempo y las distancias se unen en los caminos del horror y la esperanza, en la resistencia y lucha de los pueblos; en sus contradicciones y conflictos. En la locura de los gobernantes y los intereses políticos, económicos y militares que llevan a la humanidad, una vez más, a tensar la cuerda y los límites de lo posible. Nuevamente el monstruo grande que pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente.

Las guerras, las muertes y las sombras del horror de Hiroshima a Irak; gobernantes que buscan justificar sus horrores y errores, que no son sino desprecio a la vida humana y de todo ser viviente.

Bagdad, ciudad milenaria, cuna de la civilización, hoy está devastada, invadida por tropas de ocupación de Estados Unidos y Gran Bretaña que llevan el terror y la muerte en sus ojos y corazones.

Después de cruzar el desierto y asomarnos a los ríos Tigris y Eufrates, nos encontramos en Bagdad con una mujer musulmana, Ayamira, quien con gran coraje vive, o vivía, en su carromato, frente al refugio donde murieron 600 niños víctimas de dos bombas inteligentes que entraron por el tubo de la ventilación. En el refugio destruido hay dos sombras de mujeres, una con su bebé en brazos; la otra observa de perfil la inocencia truncada, esa que ya no recibirá la ternura ni el amor de su madre.

Las sombras de Hiroshima e Irak se han unido en el tiempo y en la memoria de los pueblos para denunciar con el grito silencioso de la humanidad los horrores de la guerra. ¿Hasta cuándo seguirán en el pozo, sin saber mirar las estrellas?

Hiroshima e Irak se unen en un camino de violencia y muerte que pasa por Nagasaki, pero también por Afganistán, Guantánamo, Rwanda, Congo, Burundi, América Latina, Tíbet, el hambre y la pobreza, y la explotación de mujeres y niños.

"Sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente, es un monstruo grande que pisa fuerte". Sólo pido que no acabe la resistencia de los pueblos para que no muera la esperanza de que otro mundo mejor es posible.

La Jornada