Luis Pérez Aguirre decía que se conocía el 90 por ciento de la verdad sobre las violaciones de los derechos humanos, y que el resto lo sabían los militares. Hace dos años, la Comisión para la Paz no pudo aportar casi nada; ahora los mandos obedecieron, sí, la orden del presidente -que por fin la hubo- y presentaron sus propios informes. Pero también aportaron muy poco y, sobre todo, estuvieron muy lejos de colmar las expectativas que esta vez se habían generado.

Los informes de los tres comandantes en jefe entregados el lunes 8 al presidente de la República sobre las violaciones de los derechos humanos cometidas por sus respectivas fuerzas defraudaron todas las expectativas. Hubo muy escasos avances. Quizás el principal sea que se trata del primer reconocimiento institucional de los militares de su responsabilidad en la tortura y las desapariciones. En materia de información concreta, la Fuerza Aérea admitió que hubo dos traslados de detenidos desde Argentina en 1976, lo que implica que el número de desaparecidos en Uruguay prácticamente se duplica, y un reconocimiento, sólo tácito, de que las ejecuciones no fueron excepcionales, como sostuvo hace dos años la Comisión para la Paz.

El resto de la información es poco menos que un fiasco. En cuanto a la localización de los restos, salvo la Fuerza Aérea, que señaló la ubicación de la chacra donde habrían sido sepultados clandestinamente Ubagesner Chávez Sosa y José Arpino Vega, ambos muertos a consecuencia de torturas en la Base Boisso Lanza en 1974 y 1976, y el Ejército con respecto a la tumba de María Claudia García, se sostiene que los desaparecidos en Uruguay fueron enterrados, pero que en los últimos meses de la dictadura se procedió a exhumar los restos, cremarlos y esparcir las cenizas en las proximidades de las unidades en las que fueron sepultados.

La Armada admite que en sus dependencias hubo torturas, pero sostiene que no hubo muertes a consecuencia de ellas y que no existió ninguna desaparición. Nada dice, en cambio, de la participación de oficiales de esa fuerza en las detenciones y desapariciones de uruguayos en Argentina, de las informaciones obtenidas en el Fusna mediante torturas que condujeron a ellas, ni de la detención del argentino Oscar de Gregorio en la ciudad de Colonia, luego trasladado clandestinamente a Buenos Aires y muerto en la tortura (véase nota adjunta).

La Fuerza Aérea sostiene que, además del “segundo vuelo”, puede haber habido otros traslados masivos de uruguayos desde Argentina, aunque no da detalles sobre su participación en esos hechos. Esa información pendiente podría ser clave para determinar el destino de más de 20 uruguayos, en su mayoría militantes de los Grupos de Acción Unificadora (GAU), detenidos en Buenos Aires a fines de 1977, vistos por última vez en los “pozos” de Quilmes y de Banfield y trasladados desde allí con destino desconocido, según las investigaciones realizadas en Argentina.

En cuanto a la búsqueda de los restos de María Claudia García en el Batallón 14, a pesar de que existía el 99 por ciento de certeza respecto de la ubicación de la tumba, al cierre de esta edición, habiéndose excavado el 20 por ciento del sitio señalado, no se habían producido hallazgos.

El comandante Angel Bertolotti habría citado a su despacho, para reclamar más información sobre el caso, a los militares Gilberto Vázquez (en retiro), Ricardo Arab (en reforma) y al policía José Felipe Sande Lima, según informó El Observador de ayer, jueves. ¿Qué pasará si le mintieron a Bertolotti? ¿Puede seguir en su cargo el comandante en jefe sin adoptar alguna drástica medida disciplinaria?

En definitiva, si alguien apostaba a que con estos informes se cerraría este capítulo de la historia reciente, como declararon sus propios autores y otros jefes militares, está claro que no será así. No lo es, antes que nada porque la historia enseña que no hay razón de Estado que logre impedir, más tarde o más temprano, la obtención de la verdad y de la justicia: los caminos a recorrer para alcanzarlas no se cierran por un acto de gobierno, como en Uruguay quedó claro desde 1985. Sí es cierto que se perdió una excelente oportunidad de lograr avances más sustantivos en esa dirección.

El propio presidente Tabaré Vázquez afirmó ante el país entero, el lunes 8, al recibir los tres informes: “Pretendemos dilucidar, cerrar, terminar con esta herida que tiene la sociedad uruguaya y que todos los uruguayos queremos finalmente superar”. Se trata, sin duda, de la aspiración del presidente y de todos los uruguayos. Pero nadie podía creer que ese objetivo se lograría en esta instancia, por más que los informes de los mandos no hubiesen sido tan pobres. Entre otras cosas, porque la información que les pidió el presidente el 8 de junio se refería sólo a las responsabilidades de sus fuerzas en las desapariciones en Uruguay. Esa es, por supuesto, una parte muy importante de la verdad, pero no la única.

La mayor parte de las desapariciones de uruguayos -que son más de 200, según la organización de familiares- ocurrieron en Argentina. Hubo además otros hechos de similar gravedad, como las ejecuciones: en Uruguay, no sólo las de María Claudia García y Elena Quinteros, que ahora reconoce el Ejército, sino también las de Floreal García, Mirtha Yolanda Hernández, Héctor de Brum, María de los Angeles Corbo y Graciela Mirtha Estefanell (asesinados en Soca el 20 de diciembre de 1974); [1] y en Argentina, entre otras, las de Daniel Banfi, Luis Latrónica y Guillermo Jabif, en octubre de 1974, y las de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, William Whitelaw y Rosario Barredo, en mayo de 1976, todas ellas con participación de militares y policías uruguayos. Hubo también otra ejecución todavía no aclarada: la del coronel Ramón Trabal, en París, en diciembre de 1974. En aquel momento, el Ejército uruguayo atribuyó ese asesinato a los tupamaros, pero las autoridades francesas lo descartaron y entendieron que se trataba de un ajuste de cuentas entre militares.

Estas son apenas algunas de las verdades pendientes. Por algo el presidente Vázquez, durante la última reunión que mantuvo con la organización de familiares antes de recibir los informes, el 26 de julio, dijo, sin que sus interlocutores llegaran a preguntárselo, que el 8 de agosto no habría un punto final: se seguirían investigando todas las desapariciones en Uruguay y también se ingresaría al capítulo argentino. Así se lo afirmó a BRECHA Javier Miranda, miembro de esa organización.

Como afirma en su comunicado Familiares, “todo ocultamiento de información hace que la desaparición continúe”. Pero además impresiona la frialdad del estilo de los informes, habida cuenta de la delicada materia de la que tratan. Un botón de muestra: tanto al referirse al caso de María Claudia García como al de Elena Quinteros, las dos ejecuciones admitidas, como si se tratara del cumplimiento de un protocolo inevitable y que 20 años después siguiera aceptado, se recurre a una expresión que pretende ser aséptica: “se le dio muerte”.

Tampoco hay en todo el texto una sola línea, ya no de autocrítica ni de pedido de perdón, sino de alguna explicación por hechos que hoy se considere que no debieron haber ocurrido. Nada, por fin, que implique un compromiso de que hechos similares jamás volverán a suceder, o de que las órdenes ilegales o inmorales no deben ser cumplidas.

A pesar de que la montaña haya parido un ratón, los tres comandantes consideraron necesario reunirse el martes 9 con los oficiales superiores de las tres fuerzas. Según trascendió, en ellos existía inquietud porque, al recibir los informes, el presidente Vázquez había declarado que haría llegar copia de los mismos a la justicia. Los oficiales generales tenían entendido que sólo habría un trámite a nivel del Poder Ejecutivo y querían saber cuáles podían ser las consecuencias de esa medida y si la misma había sido adoptada con conocimiento previo de cada comandante.

El segundo vuelo

El informe de la Fuerza Aérea confirma que existió “el segundo vuelo”, que en los primeros días de octubre de 1976 realizó el traslado a Uruguay de los últimos detenidos en Automotores Orletti.

En ese vuelo habrían viajado alrededor de veinte uruguayos vinculados al Partido por la Victoria del Pueblo (PVP), y unos cinco o seis argentinos. En el informe de la Comisión para la Paz y en todas las listas elaboradas por las organizaciones de defensa de los derechos humanos esas personas figuraban como desaparecidos en Argentina.

El primer vuelo había ocurrido a fines de junio de ese año y los trasladados en esa ocasión, después de permanecer detenidos unos cuatro meses en una casa en Punta Gorda y en el Servicio de Inteligencia de Defensa (SID), en bulevar Artigas y Palmar, fueron presentados a la prensa por las Fuerzas Armadas el 26 de octubre como si hubiesen sido detenidos en el chalet Susy de Shangrilá, departamento de Canelones, y en algunos hoteles de Montevideo.

Según la información oficial de aquella época, habían ingresado al país por su voluntad y formaban parte de un plan del PVP para reiniciar sus actividades político-militares. Con excepción del periodista Enrique Rodríguez Larreta, que fue liberado, todos ellos fueron procesados por la justicia militar y permanecieron varios años recluidos en los penales de Libertad y Punta de Rieles.

La existencia del segundo vuelo fue revelada por Roger Rodríguez en La República el 17 de marzo de 2002 y la información fue complementada por el mismo periodista en otro artículo, publicado el 2 de setiembre de ese año. De esa investigación surge que el centro de torturas de Orletti fue clausurado a fines de octubre de 1976, después de que lograra escapar una pareja de argentinos que se exilió en México. Según las fuentes de Rodríguez, en la decisión de clausurar Orletti incidió también la reacción de los militares argentinos por el hecho de que sus pares uruguayos no hubieran matado a los trasladados del primer vuelo: se sintieron “traicionados” porque los habían entregado para su “disposición final”.

En la nota de setiembre, el periodista Rodríguez describe con lujo de detalles el avión de la Fuerza Aérea utilizado para el traslado, revela el nombre de los pilotos, describe el desembarco de los trasladados, todos ellos encapuchados, en la base militar de Carrasco, en la madrugada del 5 de octubre, quienes fueron obligados a subir a un camión del Ejército. La misión fue coordinada por el subdirector del SID, el coronel aviador José Uruguay Araújo, el piloto fue el mayor Walter Pintos, el copiloto el mayor José Pedro Malaquín -quien llegó a ser comandante en jefe de la Fuerza Aérea durante el gobierno de Jorge Batlle- y viajó también como tripulante el capitán Daniel Muñoz.

Nunca se supo quiénes fueron trasladados en ese vuelo ni cuál fue el destino de esas personas. La propia existencia del segundo vuelo no fue mencionada, siquiera como posibilidad, en el informe de la Comisión para la Paz, y el abogado Carlos Ramela negó en declaraciones públicas que se hubiese realizado. Sostuvo que la fuente periodística de Rodríguez era un personaje deleznable, un ex integrante de los servicios de inteligencia argentinos, que no era creíble. Se trataba, sin embargo, del mismo informante que permitió llegar a identificar a Simón Riquelo, lo cual nada quita ni agrega respecto de su “deleznabilidad”, pero es un dato que no debió dejarse de tener en cuenta.

¿Quiénes fueron los trasladados en el segundo vuelo? Según sostiene en su informe el comandante de la Fuerza Aérea, los oficiales que lo pilotearon no salieron de la cabina de la aeronave, no sabían si transportaban pasajeros ni, si los había, su identidad, y se limitaron a realizar los recorridos que les fueron indicados por el SID (en este caso Carrasco-Aeroparque-Carrasco). Si así ocurrió, alguna otra fuerza debió hacerse cargo de las personas trasladadas a su llegada a Montevideo; según la investigación periodística, el Ejército. Sin embargo, el informe del comandante Bertolotti no dice una palabra al respecto.

De todos modos, la existencia del segundo vuelo, ahora admitida por la Fuerza Aérea, no es un dato menor. En primer lugar, constituye un avance significativo en la construcción de la verdad, en esta materia tergiversada durante veinte años. Y algo no menos importante: este reconocimiento oficial refuta la teoría según la cual en Uruguay no hubo una política sistemática de desapariciones, sino que la mayoría de estos casos fueron muertes no intencionales (aunque siempre llamó la atención que no fuesen comunicadas a los familiares).

Según el informe de la Comisión para la Paz, los casos de ejecuciones habían sido sólo excepciones que confirmaban la regla. Al reconocer la Fuerza Aérea que hubo un segundo vuelo queda probado que prácticamente la mitad de las desapariciones en Uruguay no fueron la consecuencia de “excesos en el rigor de los interrogatorios”, según el eufemismo usado en alguna oportunidad, sino lisa y llanamente ejecuciones con posterior ocultamiento de los cadáveres.

Por otra parte, la confirmación del segundo vuelo puede tener consecuencias en el plano judicial. En primer lugar, porque la ley de caducidad no es aplicable a casos de personas que fueron detenidas en el exterior, ilegalmente trasladadas a Uruguay y ejecutadas en territorio uruguayo: en modo alguno puede sostenerse que los autores de esos hechos procedieron en cumplimiento de órdenes emanadas de sus mandos.

Por otro, porque es previsible que la justicia argentina reclame la extradición de los autores de las ejecuciones de ciudadanos de esa nacionalidad y la misma deberá ser concedida a menos que sean procesados en Uruguay. En este sentido, se planteará la misma situación que ya existe con respecto a la justicia chilena sobre el caso del homicidio de Eugenio Berríos: la extradición de los tres militares requeridos deberá concederse mientras el juez uruguayo competente no dicte sus procesamientos.

[1En aquel momento, el comandante de la Armada le habría confiado a un oficial de esa fuerza, hermano de una de las víctimas, que la marina tendría parte de culpa en esa operación, realizada para que pareciera una represalia por el asesinato del coronel Ramón Trabal en París, porque “la Armada y la Fuerza Aérea acompañaron al Ejército en matar a cinco para evitar que se matara a cien”. Así lo afirma Sergio Israel en el libro El enigma Trabal (Trilce, 2002).