La entrevista del Presidente de la Conferencia Episcopal el domingo 20 de agosto no es la posición oficial del catolicismo sobre el tema, pero deja muchos atisbos sobre dicha posición. De ellos selecciono tres:

1.) favorable a una estrategia de paz
2.) partidaria del acuerdo humanitario
3.) con disposición a la mediación.

También aparece la posición pragmática frente a la ley de justicia y paz: la consideración de que la ley ha sido aprobada y de que no se prevé de parte del Episcopado Católico un trabajo por su reformulación. Se insinúa que lo que sí se puede hacer es velar porque su aplicación se haga lo mejor posible.

Es obvio que sobre tales puntos puede montarse un gran acuerdo. Y una posición "católica" requeriría ese acuerdo porque la polarización del país también impregna las filas de los creyentes. Pero ese acuerdo tan general sería muy poco. Habría que avanzar un poco más allá. Por ejemplo: hacer explícito que ser favorable a la estrategia de paz significa empezar a realizar los cambios requeridos. Estas modificaciones no son ni pocas ni fáciles, porque parten de un supuesto básico que es desarmar el lenguaje. Ese desarme consiste en dejar de considerar enemigo al enemigo. Esta es la esencia de la paz. Lo cual no se ve claro entre buena parte de la sociedad civil colombiana y sus líderes, incluido el catolicismo. Esa es la esencia de la guerra.

A la pregunta sobre cómo destrabar el intercambio humanitario con las FARC, Monseñor Castro responde que hay que incrementar el sentido humanitario del país, pero no dice cómo. Y valdría la pena que el catolicismo colombiano tome en serio este trabajo humanizador de una nación que guarda, con gran esmero, sus odios partidistas y clasistas. Porque su análisis superficial sobre las causas del "entrabe" lo atribuyen a la rigidez de parte del Gobierno y de las FARC. Es evidente que la desconfianza recíproca les impide a ambos aproximarse al estudio de la cuestión, porque sucesivos gobiernos y las FARC se han hecho, por años, una guerra sucia. Pero es aquí donde los esfuerzos de mediación tienen que desplegar toda la creatividad de que sean capaces. En esa dirección se ha movido el gobernador del Valle del Cauca. Y en la misma han entrado en estos días los Señores López Michelsen y Samper, que tienen menos credibilidad para las FARC que los jerarcas católicos.

Las FARC saben de memoria que el Gobierno usa dos raseros: uno para los paramilitares y otro para las FARC, revelando cómo a los primeros no los considera enemigos, en tanto que a los segundos sí. Y es evidente que el Gobierno está en su derecho y en su deber porque las FARC también consideran al Gobierno su enemigo, pero los paramilitares no. Las relaciones siempre son bipolares. La ciencia de la mediación tiene que encontrar el punto en donde Gobierno y FARC, que ya han cedido cada uno algo de su parte, puedan encontrarse.

Los mediadores para el acuerdo humanitario tienen que lograr que el Gobierno sí garantice la seguridad del sitio donde se piensa ir a conversar. Pero al mismo tiempo tienen que lograr convencer a las FARC de que si el Gobierno no logra hacerlo dentro del país no tiene más remedio que buscarlo fuera del país.

Frente a la cuestión de negar que exista un conflicto en Colombia, el Obispo evita pisarle los callos al Presidente y dejar que el periodista se muerda la lengua. Pero, por lo menos deja en claro que su vocación religiosa pacifista es determinada porque advierte que sí existe un conflicto que no se ha resuelto con la guerra. Frente a la insistencia del comunicador el jerarca señala con gran acierto: (1) que los ensayos de ganarle a la guerrilla solamente por la vía armada han sido y siguen siendo un fracaso, (2) que con la guerra todos perdemos.

La parte sobre la negatividad de la guerra es valiosa. En primer lugar refuta la estrategia consagrada por este Gobierno, en segundo lugar refuta el viejo sofisma político de que quien quiere la paz se prepara para la guerra. Esta segunda refutación es polémica porque choca con las convenciones de la politología y con las verificaciones de la historia. Pero, de nuevo, el valor de la posición del catolicismo pacifista (que no es todo el grupo) consiste en mantener viva la creencia en que el uso político de la fuerza es un último recurso. Como es obvio, ningún emperador se lo cree: ni el pequeño local, ni el vecino más grandecito.

También hay que señalar que el reconocimiento eclesiástico de la debilidad de la sociedad civil colombiana es un avance y un desafío. El desafío consiste en que la posición privilegiada de la Iglesia en un momento de desconfianza en las instituciones puede facilitar el que se adelante, en nombre de Dios, una organización de dicha sociedad civil. Aquí ya hay un paso enorme hacia la paz. Porque eso permitiría purgar el pasado violento de Colombia y pensar un futuro de colaboración eficiente, sin necesidad de pedir perdón pero sí con algunos cambios de estilo.

En cambio, responder que el Putumayo ha estado de malas o que a las Comunidades de paz las han maltratado, no es un aporte, porque dice muy poco de la realidad. No es un simple maltrato. Es mucho más que eso. Tanto la región como las organizaciones aludidas muestran por qué no hay paz en Colombia y dan las claves para encontrarla.

El Obispo Castro recoge una de esas claves cuando dice: "A la sociedad civil no se le tiene confianza y por eso es mirada, a veces, de una forma sospechosa de muchas cosas. Pero Colombia necesita la sociedad civil. En todos los países que tienen sociedades civiles fuertes, es donde más se respetan los derechos humanos". Desde luego. Donde hay sociedad civil se respetan los derechos humanos, porque sin ellos no hay sociedad civil. Si hubiera sociedad sin derechos humanos, lo cual es muy dudoso, de seguro sería incivil. La guerra empieza cuando la sociedad se inciviliza.

Y esa sí es la realidad de las regiones del Putumayo y de aquellas donde se han localizado las comunidades de paz. Esa también es una de las pecas de la seguridad democrática tal y como se está "realizando" en Colombia y como lo puso en evidencia el informe sobre detenciones arbitrarias que no solamente acaecen en el Putumayo ni en las comunidades de paz. Razón le sobra, pues, a Monseñor Castro para desearle una sociedad civil a nuestro país. Y mucha más razón tiene cuando la cimenta sobre los derechos humanos. Por eso, el que la nueva Fiscalía tome en serio a Human Rights Watch y a Amnesty International es un paso sin precedentes y hacia adelante. Si la Iglesia Católica, que ya hace algunos esfuerzos en la misma dirección, los duplica, se dará otro paso de avance en la dirección de la paz.