Quito nació entre montañas, entre pequeños cerros esculpidos por el viento, redondos y cariñosos como regazos fecundados; despertó arrullado por sus ventiscas y deslumbrado por el vuelo de sus quindes.

Quito es un nido que se esconde pudorosamente para recibir la tibieza mañanera que desciende, con olor a páramo, desde las cumbres tutelares, donde estuvieron los templos ceremoniales conectados con la luna y con el sol, dioses ancestrales que regulaban la siembra y la cosecha y contagiaban la luz y la alegría a la mitad del mundo, por ello fueron lugares sagrados, escenarios de la euforia ritual con que se agradecía a la naturaleza por los permanentes dones concedidos.

Desde siempre nos cobijaron las faldas verdeantes y rumorosas: El Panecillo, morada del eterno Inty, vigía insomne desde el sur, cubriendo la vanguardia; al frente suyo la loma de San Juan, Killamama, coqueta y silenciosa, atada a su amante milenario por una mágica cadena platinada; hacia el oriente, nostálgico de selvas y verdores, descansa el Itchimbía, lamido por un río bullanguero, que busca las orillas del mar constantemente; y al otro lado, dándole sus espaldas al océano, el inmenso Pichincha en cuyas faldas nace, como hito protector, la colina redondeada por el viento, llena de luz y agua, bautizada como la Loma de la Cruz, por los depredadores llegados desde España.

Cuatro cerros maternales que dulcemente nos arrullan y nos cuidan; cuatro colinas que la modernidad se empeña en destrozarlas y que, con pujos de renovador y de chulquero recalcitrante, el Alcalde está privatizándolas.
San Juan cayó primero; al iniciarse el siglo XIX la ciudad empezó a crecer y fue tomándose la loma; el templo de Killamama se lleno de casuchas, hasta que desaparecieron sus venados y fugaron sus mirlos.

El Panecillo al frente, testigo del desastre, comenzó a defenderse: conservó su Yavirac, para que en sus aguas puras retocen los recuerdos, pero a algún funcionario “municipal y espeso” se le ocurrió sembrar, al pie de las aguas purificadoras, una cárcel sombría; después, el militarismo patriotero, construyó una garita de cal y canto para despertarnos con la voz de su cañón agorero y, finalmente, con sutil mañosería, el fanatismo retrógrado nos impuso un mamotreto de aluminio que, cuando se lo construyó, fue repudiado por la mayor parte de los quiteños.

Ahora el Alcalde, que debería ser el guardián de nuestra historia y de nuestro patrimonio cultural, en su afán privatizador, ha decidido entregar, por un siglo, la cima del Panecillo a una empresa extrajera, para que la usufructe; esa “modernización” significa pagar peaje para acceder a su cumbre, a pie o en vehículo, y tener dinero para poder gozar de los “entretenimientos” made in U.S.A., que serán vedados para los que, desde siempre, solíamos llegar a la “olla”, “con pañuelo de naranjas” y nuestras huambritas prendidas de la mano. Tendremos que pagar para poder elevar hacia las nubes la sencilla ilusión de la cometa. El que fue Templo del Sol y guardián de nuestras tradiciones, hipotecará sus sueños, para enriquecer la faltriquera del colonialismo.

Y lo mismo se hizo con Cruz Loma, también pignorada por cien años, a la voracidad de empresarios extranjeros. El inefable privatizador nos dejó sin La Chorrera, agua colgada al filo de las nubes; sin la laguna de Miraflores, sin la excursión madrugadora, sin el tambo necesario para el descanso, cuando a pie nos acercábamos al querido Rucu, artífice de nuestros sueños heroicos. Ahora hay que pagar para llegar al permanente hito de cemento, construido por el Instituto Geográfico Militar que coronaba la cumbre y ya no se puede llegar por sus senderos a las rocas talladas por el viento. El contrato de concesión lo prohibe: hay que ocupar el teleférico para llegar a su instalaciones lujosas, comprar ilusiones y pagar para soñar en las distancias. El privatizador nos ha robado los recuerdos.

Y lo mismo sucede con el Itchimbía, alegre con sus cuturpillas y wirakchurus; dueño de las hubillas y de la zarzamora; glotón con sus taczos y su shanshi, tanino alucinante y traicionero. Nos quedamos sin sus cuevas de musgo y sus enredaderas espinosas, sin los suspiros de Quito en los oídos. Un frío palacio de cristal nos confiscó las cometas.

Quito privatizado, está perdiendo su historia, su identidad y sus recónditas nostalgias.