Lo que ahora presenciamos es el debut en la política nacional de jóvenes nacidos en Francia de padres emigrantes, de hecho franceses de segunda categoría, movilizados para forzar al poder y a la sociedad a escuchar sus reclamos, intentando alcanzar mediante luchas callejeras las oportunidades negadas en las escuelas y en las oficinas de empleo. La rebelión no es política, es social.

Se trata de un fenómeno social enteramente nuevo, derivado de las irresponsables políticas migratorias europeas de posguerra, que simulando apertura y tolerancia, se aprovecharon de las penurias económicas de sus excolonias, generadoras de enormes masas de emigrantes que eran acogidos para ocuparlos en las tareas que denigraban a alemanes, españoles, ingleses, suizos y franceses, sin propiciar su asimilación, creando verdaderas sucursales del Tercer Mundo en el interior de sus fronteras.

Aquellos emigrantes que aunque explotados y humillados, se daban por dichosos porque de todas maneras se sobrevive mejor en Londres, Paris, e incluso en Galicia que en Argelia, Túnez, Marruecos, Pakistán u Honduras, vivían mansos y resignados en los barrios pobres, se reprodujeron y aunque trataron de educar a sus hijos en las tradiciones de sus respectivos países, no consiguieron impedir que fueran franceses, británicos o españoles.

La Francia que les ha negado las oportunidades a que tienen derecho, que no les ha permitido integrarse cultural, ideológica y políticamente, no ha podido impedirles que beban en sus tradiciones y se armen con su ideología y la utilicen contra ella.

Entre los hijos de emigrantes no hay marginales, sino también obreros y profesionales, conscientes de sus derechos y dispuestos a luchar por ellos y que asumen la religión y la cultura de sus mayores, no como un mecanismo de consuelo o evasión, sino como un signo de identidad que los acompaña en estas jornadas de lucha.

El hecho de que su piel sea más oscura y su religión el Islam, no los hace menos franceses ni más dados al sometimiento. Esos jóvenes conocen las leyes de su país y, a diferencia de sus padres, votan, eligen y no pueden ser deportados.

No se trata y lo saben muy bien los gobernantes franceses, de un motín liderado por un cabecilla de un barrio pobre, sino de un fenómeno que ya se reproduce en diversos puntos de la geografía francesa y que pudiera extenderse por toda Europa Occidental.

Es cierto que Francia tuvo siempre gobernantes sensatos que supieron manejar sus crisis y que ahora el primer ministro, Dominique de Villepin, intenta encontrar paliativos de urgencia, promoviendo oportunidades de empleos, educación e integración para los franceses oscuros, pero también hay funcionarios como el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, que llama “chusma” a los sublevados y parece listo para dejarse llevar por la tentación a la represión que origina muchas más tensiones que las que resuelve.

El sector más excluido, empobrecido y por tanto combativo de la juventud francesa, ha dado la alerta para toda Europa donde puede expandirse un lema montonero: “Hay patria para todos o no hay patria para nadie”.