Durante el primer mandato del presidente Bush, varias de las más importantes decisiones sobre la seguridad nacional de Estados Unidos –entre ellas varias sobre el tema del Irak de posguerra– fueron adoptadas por una cuadrilla discreta y poco conocida. Esta se componía de un pequeño grupo de personas bajo la dirección del vicepresidente Dick Cheney y del secretario de Defensa Donald Rumsfeld.

La primera vez que mencioné ese grupo en un discurso, la semana pasada en la New American Foundation de Washington, mis comentarios provocaron reacciones ya que fui jefe del gabinete del secretario de Estado Colin Powell entre 2002 y 2005.

Sin embargo, todo eso es absolutamente real. Pienso que las decisiones de ese grupúsculo se tomaban a veces con total apoyo del presidente y a veces con menos que eso. La mayoría de las veces, ese grupúsculo simplemente le comunicaba a la consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, la decisión que había tomado.

Sus trabajos herméticos y secretos eran eficaces y hábiles –bastante parecidos a lo que alguien que toma decisiones asociaría más a una dictadura que a una democracia. Ese procedimiento furtivo estaba bien camuflado tras las disfunciones y la ineficacia del proceso formal de toma de decisiones, en el que éstas, si llegan a tener lugar, tienen que abrirse paso a través de la burocracia, compuesta de opositores, obstruccionistas y «barreras».

Pero ese procedimiento constituía, finalmente, un fracaso. Producía una serie de decisiones desastrosas y garantizaba prácticamente que las agencias encargadas de su aplicación no quisieran o no pudieran ejecutarlas correctamente.

Yo observé el desarrollo de esos procesos de toma de decisiones durante cuatro años en el Departamento de Estado. Como jefe de gabinete durante 27 meses, mi oficina tenía una puerta que daba directamente a la oficina del secretario de Estado. Yo leía prácticamente todo lo que él leía. Yo leía los informes de los servicios de espionaje y consultaba diariamente personas de todo el gobierno.

Yo sabía que lo que veía no era lo que quería el Congreso cuando votó la National Security Act en 1947. Aquella ley engendró el National Security Council –que se compone del presidente, el vicepresidente y los secretarios de Estado y de Defensa– para garantizar que las decisiones vitales para la seguridad nacional fuesen aprobadas íntegramente. A menudo se ha ampliado el NSC, según el presidente en ejercicio, para incluir al director de la CIA, al jefe del Estado Mayor Conjunto, al secretario del Tesoro y a otros más, y su personal ha incluido a veces más de cien personas.

Pero la mayoría de las decisiones más cruciales entre 2001 y 2005 no fueron tomadas mediante el procedimiento tradicional del NSC.

Los críticos académicos y especializados del sistema de toma de decisiones podrían responder «¿Y qué?». ¿Acaso todos los presidentes del último medio siglo no fracasaron al atenerse al procedimiento habitual en uno u otro momento? ¿No es acaso prerrogativa del presidente el tomar decisiones con quien le plazca? Además, ¿no puede acaso ignorar a quien le parezca? ¿Por qué tendríamos que ocuparnos de que el presidente Bush haya confiado la parte esencial del proceso de toma de decisiones a su vicepresidente y a su secretario de Defensa?

Al mismo tiempo como ex académico y como persona que estuvo en el ruedo con el toro, creo que eso debería preocuparnos por dos razones. En primer lugar, ese tipo de desviaciones del proceso nos condujeron en el pasado a una cadena de desastres, como por ejemplo los últimos años de la guerra de Vietnam, la vergüenza nacional del Watergate (así como la primera renuncia de un presidente de nuestra historia), el escándalo Irán-Contras y, ahora, a la ruinosa política exterior de George W. Bush.

Pero la segunda razón, y mucho más importante, es que la naturaleza del gobierno y de la crisis ha cambiado en la época moderna.

De la gestión del medio ambiente al control de los recursos energéticos, pasando por la lucha contra el tráfico de personas y la dirección de misiones de mantenimiento de la paz en el extranjero, gobernar es más complicado que nunca antes en la historia de la humanidad.

Además, las crisis a las que se enfrenta hoy el gobierno estadounidense tienen tantas facetas, son tan complejas, se desencadenan tan rápidamente –y casi siempre con posibilidades tan increíbles de tener repercusiones a escala regional y global– que alejarse del procedimiento sistemático de toma de decisiones previsto en los estatutos de 1947 es una incitación al desastre.

Esquivar la experiencia profesional disponible en el seno de la burocracia federal –e ignorar por completo la frustrante pero inevitable oposición que a menudo se manifiesta en ésta– facilita decisiones rápidas e indoloras. Pero cuando las agencias gubernamentales se ven confrontadas a decisiones que no han aprobado y que a menudo desaprueban, la aplicación de esas decisiones resulta incompleta, no es coordinada y [resulta] ineficaz. En ese caso nos vemos especialmente cuando las burocracias a las que se pide ejecutar las decisiones se entregan a una dura competencia entre sí en aspectos como créditos poco abundantes, personal con talento, influencia o poder.

Se necesita una autoridad confirmada para controlar a la burocracia. Pero también hace falta el deseo de escuchar las opiniones contrarias. Eso exige dirigentes capaces de analizar, sintetizar, sopesar y decidir.

Los resultados de esta administración durante sus cuatro primeros años habrían sido mucho peores sin los límites que garantizó Powell en el aspecto de los daños. Tal parecía como si al menos una vez a la semana Powell corriera a la Oficina Oval a quitar las cacas de perro de la alfombra. Llevaba de la mano a un presidente joven e inexperimentado. Le aseguraba que todo iba a salir bien porque él, el secretario de Estado, se ocuparía de que así fuese. Y así lo hizo, desde una seria crisis con China cuando un avión estadounidense de reconocimiento chocó con un caza chino F-8 en abril de 2001, hasta la garantía que el secretario dio constantemente a los europeos luego del amargo enfriamiento de las relaciones debido a la guerra de Irak. No era suficiente, claro está, pero fue una ayuda.

Hoy tenemos un presidente cuya índice de aprobación es de 38% y un vicepresidente que se dirige únicamente a Rush Limbaugh y a las fuerzas militares. Tenemos un secretario de Defensa que supervisa nuestras laceradas fuerzas armadas excesivamente desplegadas (lo que no sorprende a contradictores ignorados como el ex jefe del Estado Mayor de las fuerzas terrestres, el general Eric Shinseki o el ex secretario del ejército Thomas White).

Es un desastre. Si yo pudiera, preferiría siempre una burocracia frustrante antes que un grupúsculo ineficaz.

Artículo publicado en el diario Los Angeles Times el 25 de octubre de 2005.

Traducción de Red Voltaire