Las interrogantes sobre el Islam, que se han desarrollado con la generalización de las representaciones producidas por la ideología straussiana del «Choque de Civilizaciones» y que vienen a añadirse a otras más antiguas surgidas del imaginario colonial o de guerras pasadas libradas, de manera oficial, en nombre de la fe, son tema recurrente en la prensa «occidental» desde los atentados del 11 de septiembre de 2001.
En primer lugar, la prensa atlantista presenta al Islam como otro. Describir esta alteridad es también, y en primer lugar, decirse a sí mismo. La palabra «Islam» designa una religión a la que cada cual es libre de adherirse. Pero también designa una cultura, necesariamente exótica, de forma tal que convertirse a esta religión equivale a traicionar su propia cultura o a abandonar la civilización. La alteridad del Islam define, por oposición, el universo del autor: es «Occidente». La palabra por sí sola basta para resucitar los fantasmas de la Guerra Fría. Antes Occidente se oponía al Este, al mundo soviético. Hoy, se opone a Oriente, al mundo musulmán. Este Occidente, que no es musulmán, se declara «judeocristiano». También en este caso estamos ante una expresión barroca que designaba hace sólo unas décadas a los primeros cristianos anteriores a la ruptura con la Sinagoga y que más tarde –favorecida por la Guerra Fría– tomó el sentido de alianza entre judíos y cristianos ante el comunismo ateo. Y resulta que ahora, olvidando la historia tormentosa del Mediterráneo, se impone el prejuicio de que judíos y cristianos forman un todo del cual quedan excluidos los musulmanes.
Por otra parte, la prensa atlantista sólo concibe al Islam a través del conocimiento que tiene del Maghreb. Realizando un gran esfuerzo, integra a todas las poblaciones árabes y persas mas ignora que la mayoría de los musulmanes del mundo contemporáneo no son ni árabes ni persas. La única manera en que admite a Turquía en el seno de la OTAN es convenciéndose de que el país sigue controlado por militares kemalistas aliados de Israel y cierra los ojos ante la existencia de los Balcanes o de Bosnia Herzegovina. El Islam es por lo tanto una religión de «inmigrados» cuya vocación es «integrarse», es decir, desaparecer dentro de otra masa.
Sobre todo, para la prensa atlantista, la normalización del Islam exige su división interna y el triunfo de los moderados sobre los extremistas. Este enfoque permite echar la responsabilidad de la violencia sobre las espaldas del otro: el terrorismo no es el resultado de la agresión colonial de la Coalición que bombardea a poblaciones civiles sino del extremismo de los musulmanes que le oponen resistencia. Sin embargo, la realidad es muy diferente, como escribía en nuestras columnas el cineasta y periodista Tariq Ali: «Si no hubiera petróleo en las tierras islámicas no habría choque de civilizaciones».

Por lo general, esta representación mediática del Islam aparece diluida en artículos, tribunas o entrevistas que abordan otros temas relacionados, con razón o sin ella, con esta religión. En las últimas semanas nos sorprendió la multiplicación de textos que abordan directamente la situación del Islam en estos momentos y su vínculo con sus extremistas sin que existan lazos aparentes con la actualidad inmediata. Podríamos emitir la hipótesis de que este repentino resurgimiento mediático es el signo manifiesto de debates internos en los círculos atlantistas. Para legitimar que se recurra a la guerra en la depredación de las zonas petroleras que aún no han alcanzado volúmenes pico de producción fue necesario deshumanizar a las poblaciones víctimas satanizando su religión. Sin embargo, en la actualidad, los alumnos de Bernard Lewis en Washington consideran que la única manera de controlar al mundo árabe-musulmán es con el apoyo de grupos autoritarios, es decir, de cofradías fundamentalistas, según el modelo de la antigua dominación británica en estas regiones. Por consiguiente, los orientalistas se entregan a diversas contorsiones intelectuales para rehabilitar en los medios de comunicación aquello que ayer condenaban.

Una tribuna del diputado islamista sirio (pero no Hermano Musulmán) Mohammad Habash es ampliamente difundida porque expone el carácter marginal de los musulmanes «radicales» en el mundo islámico. Su texto, divulgado por primera vez por la agencia Project Syndicate, ha sido publicado por el Korea Herald (Corea del Sur), el Taipei Times (Taiwán), el Daily Times (Pakistán), El Nuevo Diario (Nicaragua), el Daily Star (Líbano) y La Libre Belgique (Bélgica), y no cabe duda de que en otros diarios que escaparon a nuestra atención. El autor trata de demostrar, a partir de un sondeo realizado por el Centro de Estudios Islámicos de Damasco bajo su dirección, que si bien el Islam en el Medio Oriente es conservador no debe ser por ello asociado al terrorismo. Según sus investigaciones, calcula que el 80% de los musulmanes de la región pueden ser considerados conservadores pero que los radicales violentos sólo constituyen el 1%. Afirma que dicho radicalismo es el fruto de la desesperación, hipótesis compartida por los autores atlantistas que recurrieron a ella para justificar cambios de régimen al afirmar que las dictaduras en los países musulmanes provocaban como reacción el terrorismo. Sin embargo, el autor se distancia de este enfoque al colocar en el mismo plano al régimen de Sadam Husein y al régimen de ocupación, y después porque no habla del supuesto «terrorismo internacional», sino de combates particulares.

Este punto de vista es ampliamente divulgado, mucho más por cuanto la prensa mainstream se hace eco masivamente de los llamamientos a favor de la unión de los musulmanes moderados y de los «occidentales» contra los islamistas radicales; retórica que, despreciando la historia, plantea explícitamente que los «occidentales» son moderados por naturaleza y asocia creencia (los musulmanes moderados) a alianza militar (los «occidentales»).
En el Wall Street Journal, diario económico neoconservador, Abdurrahman Wahid, ex presidente indonesio y asesor principal de la asociación LibForAll Foundation, se pronuncia a favor de la movilización mundial de «buenos» musulmanes y no musulmanes para luchar contra la propagación del wahabismo o del salafismo, dos ideologías reaccionarias que acusa de portadoras de la amenaza terrorista nuclear. El señor Wahid no se toma el más mínimo trabajo en establecer las diferencias entre estas dos corrientes religiosas, pero, además, presenta sin discusión, como un hecho consumado, su vinculación con el terrorismo, la financiación de éste y, con razones aún más fuertes, con una amenaza terrorista nuclear. Este argumento de seguridad es de sumo agrado para el Wall Street Journal que se ha convertido hasta tal punto en heraldo de la guerra contra el terrorismo que algunos en Nueva York lo llaman el War Street Journal.
El ex subsecretario de Estado demócrata Thomas R. Pickering se pronuncia también a favor de una asociación entre «Oriente» y «Occidente» para luchar contra el integrismo y el terrorismo. El autor se transforma en apóstol del diálogo interreligioso y denuncia la actitud de la derecha cristiana en Estados Unidos que llega a condenar sistemáticamente al Islam y atiza de esta forma el odio confesional. En su opinión, para luchar contra el «terrorismo» hay que dejar de vincularlo sistemáticamente con el Islam y desarrollar el diálogo.
Esta tribuna es publicada en el Daily Star, diario anglófono perteneciente al New York Times y difundido a partir de Beirut a todo el Medio Oriente.

La semana siguiente a la publicación del artículo del señor Pickering, el diario dedica un gran número de textos a las relaciones de las poblaciones árabes con el Islam, a su lugar en la «democratización» del Medio Oriente y al punto de vista occidental sobre el Islam.
De esta forma, Zvi Bar’el, periodista del cotidiano israelí Ha’aretz, opina que a través de la islamización ha surgido una opinión pública en el mundo árabe que se ha manifestado tanto en el Líbano como en Egipto, Irak, Palestina o Arabia Saudita. Recomienda a los Estados occidentales tenerla en cuenta y se alegra de que esos movimientos debiliten a los actuales dirigentes árabes. Sin embargo, se lamenta de que ello lleve implícito el desarrollo de Hamas, de los Hermanos Musulmanes o de los movimientos religiosos chiítas en Irak.
El ex presidente del American-Arab Anti-Discrimination Committee y presidente actual del American Task Force on Palestine, Ziad Asali, llega a una conclusión similar aunque más optimista. Al mismo tiempo que analiza la pérdida de impulso del panarabismo y predice el próximo fracaso del Islam político, dos teorías políticas que ridiculiza por su oposición a «Occidente», se pronuncia a favor del surgimiento de un movimiento árabe liberal. Desea que esa corriente emerja en las próximas elecciones palestinas sobre las ruinas de Al Fatah y se desarrolle ulteriormente en todo el mundo árabe.
Por su parte, el comentarista político danés y portavoz de Muslimer i Dialog, Zubair Butt Hussain, lamenta que el Islam sea condenado en su país. Afirma que en Dinamarca los musulmanes constituyen una población siempre denigrada por los políticos, no sólo por los de extrema derecha. Se les llama siempre «inmigrantes» cuando no son «daneses de pura cepa» y se les llega a comparar con los «nazis» en el caso de que se hayan convertido al Islam. El autor predice su éxodo masivo.

Al mismo tiempo, y a pesar de los matices introducidos en una parte de la prensa atlantista, los ideólogos radicales islamófobos siguen denunciando todo aquello que pueda parecerles «islamista».
En el New York Sun y en FrontPage Magazine, Daniel Pipes alaba la inventiva de dos ministros del Interior conservadores de los estados alemanes de Baden-Wurttemberg y de Baja Sajonia: Heribert Rech y Uwe Schünemann. El primero somete a aquellos que solicitan su naturalización a cuestionarios relacionados con la adecuación a los «valores occidentales» (lo que incluye la opinión sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001), mientras que el segundo piensa colocar una pulsera electrónica a todos los islamistas que hayan estimulado el terrorismo. Esta última propuesta es la que más estimula la imaginación de Daniel Pipes, quien añade a su acostumbrada islamofobia un toque orwelliano a lo 1984. De esta forma, sueña con un mundo en el que todos los «islamistas» llevarían una pulsera que grabaría además sus conversaciones y todos sus actos y gestos. Para concluir, el autor saluda a ambos ministros conservadores e invita a sus colegas europeos a imitarlos, e incluso a aventajarlos.