Imagínese viviendo en un barrio en el que el índice de desocupación es de 40% mientras que el promedio nacional es de 10%.

Imagine que su familia tuvo que abandonar su país de origen para venir a trabajar a Francia y que, después de una o dos generaciones de vivir aquí, sistemáticamente se hace alusión a sus orígenes extranjeros. Que el país de donde viene su familia fue una colonia francesa o sigue siendo directamente territorio francés como los DOM-TOM (Dominios y territorios de ultramar: Martinica, Guadalupe, islas de la Polinesia francesa, etc.). Que cada vez que usted va a buscar trabajo, al empleador le basta con leer su apellido, para saber que usted no es el buen candidato.
Imagine que por esos mismos orígenes extranjeros usted tiene la piel y el pelo más oscuros que el resto de la población; que la policía lo detiene sistemáticamente para pedirle sus papeles y que si no los tiene consigo, lo llevan a la comisaría por averiguación de antecedentes con una detención de hasta 24 horas. Que en las estaciones de metro lo sometan a ser palpado buscando drogas o armas entre sus ropas y, todo esto, a la vista del resto de la población.

Que si tiene derecho a las ayudas del Estado debe soportar amansadoras interminables de colas, trámites y malos tratos de los empleados que no perderán una ocasión de hacerle notar que usted no está suficientemente “integrado”.

Que el lugar donde usted vive, fuera de la ciudad, es un “banlieue”, el lugar que quedaba fuera de las murallas que protegían la ciudad y que, por lo tanto era la zona donde sólo iban a vivir aquellos que no podían pagar el impuesto a la muralla, o sea los pobres. Esto marcó muy clara y tempranamente cuáles serían los barrios de la gente que tiene medios y los de la que no los tiene.

Que todas estas vejaciones lo tocaran también si usted es del más “puro” origen francés, pero que forma parte de esa porción de la sociedad que el sistema necesita, no excluidos pero si formando parte de esa especie de pieza de recambio con la que se asusta a los trabajadores para degradar continuamente sus condiciones de vida.

Que los magros modos de inclusión social como los centros de actividades barriales o los programas de empleos para jóvenes, la policía de barrio (con un mayor contacto con la realidad del lugar, ahora remplazados por la policía antidisturbios) fueron desmantelados poco a poco por el gobierno de derecha del señor Chirac.

Que retomando el discurso xenófobo y elitista de Jean-Marie Le Pen (líder de la extrema derecha francesa) y haciéndose eco de lo más reaccionario del discurso periodístico con respecto a la seguridad, el Ministro del Interior, Nicolas Sarkozy pregona que la única solución aquí es el control de la inmigración y el uso de la fuerza para con los que no se pliegan buenamente al funcionamiento de las instituciones republicanas.

Que dos adolescentes vecinos suyos murieron electrocutados en un transformador de EDF (la compañía de electricidad) mientras escapaban a un control de policía porque, como estaban jugando al fútbol, no tenían sus papeles encima.
No imagino cual sería su reacción o la mía.

El 27 de octubre, la reacción de los adolescentes y jóvenes de Aulnay-sous-bois, en las afueras de París, fue de salir a prender fuego lo primero que tuvieron al alcance de la mano. Es una reacción de alguien a quien las palabras no le alcanzan. No sólo porque el más alto porcentaje de fracaso escolar está también ahí donde ellos estudian, sino porque digan lo que digan nadie les presta atención.

Esa es una reacción rebelde de alguien que no está conforme con el statu quo, aunque tampoco tenga una propuesta diferente para hacer. En ese caso esa revuelta no es una acción revolucionaria puesto que no hay una intención de promover un cambio profundo y permanente en la estructura de la sociedad. Lo que expresan esas veinte noches de movilización es un profundo resentimiento por la exclusión cotidiana, incesante y que se produce en prácticamente todos los aspectos de la vida.
Lo primero que encontraron fueron los contenedores de basura y los coches que quedan estacionados en la calle durante las noches. Cuando la policía llegó a poner orden, la reacción fue sacarlos a piedrazos.

A la mañana siguiente, el Ministro del Interior, como es su costumbre para mostrar que es un hombre de terreno, fue a visitar la zona con un cortejo de cámaras de televisión. Mientras una parte de los presentes lo abucheaba, desde una ventana una señora le reclamó que limpie esa chusma. El señor Ministro retomó las palabras de esa señora y afirmó que limpiarían toda esa chusma con camiones hidrantes. “Racaille” (chusma), la palabra empleada por Nicolas Sarkozy, es el término con que los nobles se referían a lo que ellos más despreciaban de la sociedad, los pobres e improductivos. De más está aclarar el sentido despectivo e insultante que esa palabra toma en boca de tal personaje.

Fue luego de esas declaraciones que siguió una larga quincena en la que cada noche eran más las periferias de ciudades donde grupos de jóvenes salían a incendiar coches, locales comerciales y hasta una escuela.
Paralelamente, a una casi absoluta ausencia de intervención de parte del Primer Ministro Dominique de Villepin y del mismo Presidente de le República, Jaques Chirac, el tono de los comentarios del Ministro del Interior fueron endureciéndose con respecto al tratamiento que había que hacer de la situación y de los rebeldes. En ningún momento se planteó la necesidad de oír las reivindicaciones de estos ciudadanos descontentos, ni de plantear un espacio de negociación.

De hecho, en los múltiples debates que podían verse por televisión era más bien cuestión de admirar el ejemplo del intendente, que había decretado primero el toque de queda para los menores de edad a partir de las 19 horas y de tratar sistemáticamente de delincuentes a todos aquellos que participaban de las salidas nocturnas.

No fue sino el 8 de noviembre, luego de declarar el estado de urgencia que permite a los prefectos de cada región establecer el toque de queda donde lo consideren necesario y autorizar a las fuerzas armadas a intervenir en el conflicto en caso de necesidad, que Dominique de Villepin tomó las riendas del problema frente a la Asamblea Nacional (Cámara de Diputados) mientras mantenía a su Ministro del Interior en silencio y proponía utilizar el excedente del presupuesto del Estado para 2005 con el objetivo de resolver la situación.

A partir de ese momento, una serie de nuevas locaciones específicas fueron creadas para los jóvenes de bajos recursos, una serie de “grandes empleadores” como la SNCF (compañía nacional de ferrocarriles) declaraban que reverían sus políticas de empleo para promover la inclusión de jóvenes de barrios desfavorecidos; una serie de proyectos de urbanización fueron presentados y el presupuesto nacional para 2006 fue modificado aumentando las sumas dedicadas al mejoramiento de las condiciones de vida en los barrios de las clases trabajadoras.
Paralelamente, Nicolas Sarkozy presentó un proyecto de ley antiterrorista que otorga mayor autonomía a las fuerzas del orden; reclama que los inmigrantes en situación irregular y que tomaron parte en los hechos relatados sean deportados a sus países de origen, y se abrió un debate sobre el rol preventivo de la policía por sobre su papel represivo.

El balance oficial, una vez vuelta la calma, es de 8973 automóviles destruidos por el fuego y 2888 personas detenidas.

En la Francia de hoy, como en el resto del mundo, la integración se hará por las buenas o por las malas.
El mejor balance que podemos hacer de esta revuelta es abrir el debate sobre la sociedad que queremos construir día a día. Preguntarnos si queremos una sociedad que integre a los ciudadanos por la fuerza y sin considerar sus necesidades y sus deseos; o si queremos que cada uno tenga un espacio en el que su voz se oiga y que pese al momento de tomar las decisiones.