Existen ocho estados poseedores de armas nucleares, más de cuarenta disponen de la tecnología y de los recursos económicos para obtenerlas en caso de que se lo propusieran; 15 poseen misiles portadores, más de 50 cuentan con centrales nucleares; muchos tienen reactores con fines de investigación y es raro que exista alguno que no emplee la energía nuclear con fines medicinales. Algunos cuentan con minas para extraer uranio y otros se especializan en su refinamiento.

Ese desarrollo genera gestiones y necesidades de equipamiento y material nuclear de diferente categoría que da lugar al comercio atómico y al trasiego de material y equipos de uso nuclear por todo el mundo.

Lo más preocupante es la existencia de organizaciones terroristas sumamente violentas, faltas de escrúpulos y con dinero suficiente que aspiran a disponer de elementos atómicos o armas de exterminio en masa para sus fines.

La inesperada, vertiginosa y caótica disolución de la Unión Soviética que había aprovechado las ventajas de la inmensidad de su territorio para desconcentrar sus silos, almacenes, depósitos y emplazamientos nucleares, trajo como consecuencia que un grupo de estados nacidos de aquella catástrofe política, junto con la independencia, accedieran a pavorosos arsenales nucleares y medios portadores.

Ucrania heredó 5000 ojivas nucleares, Kazajstán 1400 y Bielorrusia 85. Rusia autodeclarada heredera universal de la Unión Soviética reclamó para si las armas, las flotas, los submarinos, escuadrones de aviación estratégica y cohetes. El problema era que entonces no contaba con los recursos y los técnicos necesarios para acometer tan delicada tarea en la cual, la prioridad era evitar el extravío de alguna bomba y de material fisionable.

Los riesgos asociados al trasiego por los caminos de Europa y Asia central de miles de artefactos atómicos, eran enormes.

La diplomacia norteamericana se esmeró y sumó a sus empeños importantes atractivos económicos y por medio del programa de Reducción Cooperativa de la Amenaza, también llamado “Plan Nunn-Lugar” por los apellidos de los senadores que lo propusieron, emprendió la tarea de asistir a Rusia y a los nuevos estados surgidos de la disolución soviética y que quedaron en posesión de armamento nuclear.

En 1996, en Moscú se efectuó una Cumbre que atrajo a los estados interesados en participar en lucha contra el tráfico de material nuclear que incluyó compromisos de cooperación para cubrir todas las facetas de tan peligroso fenómeno. El elemento clave que era la transparencia y la disposición de los países involucrados en mostrar sus inventarios nucleares, no pudo conseguirse por falta de confianza política.

Por otra parte era preciso impedir que alguno de los estados recién surgidos, sumidos en el caos y dirigidos por novatos, pudieran caer en la tentación de obtener ventajas de sus excedentes nucleares o intentaran almacenarlos y conservarlos, incrementando así los ya exagerados inventarios mundiales.

Al desactivar las ojivas nucleares se recuperan importantes cantidades de material fisionable, especialmente uranio enriquecido y plutonio que hacen crecer las existencias de esos materiales que muchas veces no pueden utilizarse o no se necesitan para fines pacíficos, lo cual crea riesgos y tensiones adicionales.

Afortunadamente las peores previsiones no se justificaron y, aunque se registraron algunos casos de contrabando de material nuclear, sobre todo uranio y plutonio, fueron cantidades insignificantes, insuficientes para intentar fabricar un arma atómica.

Lo cierto es que la desaparición de la Unión Soviética trajo como consecuencia la destrucción neta de miles de ojivas nucleares, la salida de circulación de importantes cantidades de uranio y plutonio y la baja de medios portadores.

Aquel proceso y el fin del apartheid en Sudáfrica son los únicos acontecimientos políticos que, por las razones que fueran, han permitido avanzar en el desarme nuclear.