Hay quien imagina que es un ente virtual, o sólo el resultado de una economía centrada en el lucro, y no en el bienestar de la mayoría. Y no falta quien afirma que es una categoría económica que define el espacio donde se dan las relaciones de compra y venta.

El Mercado escomo Dios: existe, todo el mundo habla de él, pero se mantiene invisible y actúa sin que lo percibamos. La diferencia es que, al contrario de Dios, sólo promueve el bien de una minoría. Y no tiene la menor sensibilidad, sino que perjudica a la mayoría, apoyado en el dogma de que es inmutable e inevitable. Como a los grandes criminales, no le gusta mostrarse. Su principal característica es su frecuente cambio de humor. Con facilidad se irrita, permanece inestable, nervioso; y un rato después aparece calmado, tranquilo, sonriente. Nada le alegra más que engordar el lucro de los bancos.

Pero cuando al Mercado no le gusta lo que está ocurriendo -o, como dicen los comentaristas especializados en economía, “reacciona mal”- el dólar sube, el Peligro Brasil aumenta, la Bolsa de Valores cae. Pero si el Mercado siente su ego acariciado, entonces sucede todo lo contrario.

Todos sabemos que el Mercado es el termómetro que hoy nos indica si hará buen o mal tiempo, pero nadie sabe dónde vive ni se cruza con él en la esquina. Sólo los comentaristas y los ministros del área económica tienen contacto con él. O mejor, el Mercado conoce el número de los celulares de esa gente. Y cada mañana, después de leer los periódicos y de oír en la radio las últimas entrevistas con los caciques de la política, él llama a sus portavoces y manifiesta su estado de humor.

Si el presidente le manda al ministro de Hacienda abrir el arca en época de elecciones, el Mercado ridiculiza, insulta, vocifera al teléfono y se toma una caja de Lexotan. Pero si promete no reducir el lucro de los bancos ni decepcionar a los inversores extranjeros, se calma, sonríe y manda a sus portavoces anunciar que hoy está de buen humor.

Al Mercado no leimporta si hay niños muriendo de hambre en el Valle del Jequitinhonha o si aumentó el número de los desempleados en São Paulo. Lo que le interesa es defender, con uñas y dientes, a los pocos que ganan mucho. Sobre todo a los inversores extranjeros, pues no le gusta el Brasil ni los brasileños. Además, sólo habla inglés y de preferencia ese extraño dialecto llamado “economés”.

Al Mercado le gusta también el ver a un país pobre pagando sus deudas, aunque mueran millones de miseria. Sí, no se espante, pues su lógica es otra. No tiene religión, ni ética, ni corazón. Sólo intereses. Y no le gusta ser provocado. Aunque, por suerte, cuando se altera, sus portavoces aparecen en los medios de comunicación para transmitirnos su estado de ánimo. De ese modo cada vez que se pone nervioso yo me escondo debajo de la cama. Sé que en el hemisferio Norte los inversores borran al Brasil del mapa de la especulación financiera. Sin embargo cuando el Mercado se calma salgo aliviado de mi escondrijo y acompaño a la caída del dólar y al alza de la Bolsa.

Los acólitos del Mercado veneran a Wall Street y odian la red de protección previsional que asegura a millones de pensionistas, enfermos y ancianos un futuro de menos penuria. Y sueñan cada noche con el único porvenir que les interesa: ocupar un cargo de dirección en el Banco Mundial o en FMI, figurar en el consejo de los mayores bancos del país; por eso, tratan a los dueños del dinero como seminaristas delante del Papa.

No olvide que el Mercado adora jugar al columpio. Lo que no le gusta es que le empujen. Y tenga cuidado, pues aunque él no vota, puede que no le guste su voto en las próximas elecciones presidenciales. Además, puede que no apoye a su candidato, porque no le inspira confianza. Entonces él lanza su propaganda terrorista, tratando de hacer creer que si tal candidato venciera habría fuga de inversores, éxodo de capital, regreso de la inflación y desvalorización de la moneda. Así que ponga atención, que el Mercado no suele tener simpatías para quien favorece al pueblo.

Traducción de J.L.Burguet.