Tras varias semanas de intenso cabildeo parlamentario y de abierta presión social,
finalmente, un grupo numeroso de senadores del PAN se comprometió a votar en
favor del controvertido proyecto de Ley Federal de Radio y Televisión.

A pesar de la viva reacción de los actores económicos y ciudadanos que
suscitó en su contra y del resultado abrumadoramente adverso a la minuta de
las audiencias senatoriales, se impuso finalmente la venalidad, el
contubernio político y, en última instancia, el pragmatismo ramplón de
quienes dicen encarnar la dignidad de la democracia

El fiel de la balanza se inclinó por el vuelco de los legisladores del PAN,
a quienes, en el más puro estilo caciquil, su dirigente nacional les hizo
saber que Televisa había ofrecido consentir a su candidato presidencial a
cambio de la sumisión parlamentaria. La democratización convertida en
subasta del Estado. El soborno confeso que los hará perder el honor sin
ganar con ello las elecciones.

No todo está terminado, sin embargo. El llamado a “congelar” el proceso de
aprobación de la ley pudiera surtir efectos en la medida que se conjugue la
movilización social y la firme determinación de los senadores que se oponen
al proyecto. Sería aconsejable también la acción política de los partidos
que decidiesen salvar la limpieza de la elección y la equidad de la
contienda

Una vez más es audible el silencio cómplice del Consejo General del IFE. La
injerencia indebida de empresas concesionarias en la redacción y aprobación
de la ley es notorio. Patente es también el ofrecimiento de colocar su poder
a lado de uno o dos de los candidatos presidenciales. El Instituto debería
formular un enérgico pronunciamiento al respecto y tomar todas las medidas
legales a su alcance para evitar un abuso que de modo tan flagrante
contraría su mandato constitucional.

Se ha hecho ya un llamado al Presidente de la República para que, si la ley
fuese aprobada, interpusiera el derecho de veto que le confieren los
apartados B y C del artículo 72 de nuestra Carta Magna. Tal actitud
obligaría a la conformación de una mayoría de dos tercios en ambas cámaras
del congreso. El Ejecutivo asumiría por este acto la responsabilidad final
del contenido de la ley y, aunque parezca ilusorio, aprovecharía una
oportunidad irrepetible para recuperar el liderazgo de la transición.

Queda todavía un recurso extremo: la acción de inconstitucionalidad ante la
Suprema Corte de Justicia de la Nación que podrían intentar- según lo
dispuesto en las fracciones A y B del segundo apartado del articulo 105- el
33% de los diputados o de los senadores federales. De acuerdo a ese
procedimiento, las minorías del Congreso podrían ejercer su derecho a
objetar decisiones legislativas que implicasen contradicción entre una norma
de carácter general y la Constitución.

El argumento que fundaría semejante acción es simple y, a mi manera de ver,
irrebatible. Habida cuenta de que el régimen competencial definido en el
articulo 124 establece que todas las facultades de las autoridades
federales deben ser expresamente concedidas por la propia Constitución y de
que el articulo 73 no se refiere en ninguna de sus fracciones a la radio y a
la televisión, el Congreso de la Unión carece de facultad para legislar en
la materia.

En rigor, esta incongruencia existe desde la expedición de la ley vigente de
1960, pero nunca había sido controvertida por la vía jurisdiccional. Los
actores de ese ordenamiento quisieron eludir, por una parte, la cuestión del
contenido de las emisiones y otorgar, por la otra, potestades supremas al
Ejecutivo de la Unión en este campo. Esa fue la razón por lo que derivaron
de modo espurio dicho ordenamiento de los artículos 27 y 48
constitucionales.

Se trataba de equiparar las industrias de radio y televisión con otras
dedicadas a la utilización de recursos naturales que se encuentran bajo el
dominio directo de la nación. De esta manera, la mención “espacio situado
sobre el territorio nacional”,
que aparece en el párrafo cuarto del artículo
27, fue motivo suficiente para equiparar esas actividades con la explotación
de los yacimientos minerales y de los hidrocarburos. Así se justificó que el
supuesto aprovechamiento del aire por los particulares sólo podría
realizarse mediante concesiones otorgadas por el Ejecutivo federal.

Al ser evidente, no obstante, que el Congreso de la Unión carece de facultad
explícita para legislar en la materia, se arguyó que el artículo 48
establece que, entre otros bienes de la nación, el espacio aéreo depende
directamente del gobierno de la Federación. De lo que no se deduce de modo
alguno la facultad para regular el funcionamiento de industrias que además
de propagarse por otros medios físicos, deben ponerse en consonancia con
derechos sociales y ciudadanos consagrados por la Constitución.

No pudieron prever los autores de esa ley que la televisión por satélite y
la televisión por cable habrían de trasmitirse por espacios distintos a los
comprendidos en esos artículos. Menos aun que en la reforma constitucional
posterior quedaría establecido el derecho a la información como una garantía
fundamental de los mexicanos.

De acuerdo a esas consideraciones, el que escribe, siendo titular de la
Secretaría de Educación Pública, propuso formalmente que las disposiciones
sustantivas sobre la radio y la televisión quedaran estipuladas en el
artículo tercero constitucional, de manera que esas actividades quedasen
sujetas a los principios y valores contenidos en dicho artículo.

Podría pensarse por último en una nueva iniciativa, que abarcará tanto las
reformas constitucionales indispensables como el vasto espectro de
cuestiones implicadas en un ordenamiento moderno sobre la materia. Deberían
considerarse para este intento de síntesis los principales proyectos
legislativos presentados durante los últimos años, algunos de los cuales
tuvieron el apoyo de varios partidos y que a lo largo de este sainete fueron
sospechosamente olvidados.

Un proyecto de esta naturaleza restauraría la dignidad del Poder Legislativo
y podría ser debatido por el próximo Congreso, una vez que se diluya la
capacidad de intimidación de los señores de la pantalla y el miedo pueril de
sus rehenes.