Pocos saben lidiar con funciones de poder. No me restrinjo al poder político. Me refiero a cualquier poder: directora de escuela, gerente de banco, policía, síndico de edificio, etc. Al revestirse de un cargo, la mayoría se desprende de su individualidad. La función pasa a ser más importante que la persona. Ésta, despojada de la función, se siente humillada. Por eso se encariña a ella como un náufrago a la boya que flota entre las olas.

Hay quienes de tal modo se agarran al poder –cuales andas que le sostiene el ego-, que ya no les basta indicar el nombre al ser socialmente presentados. Es preciso enfatizar el cargo, la prominencia del título grabado en la tarjeta de visitas, trofeo inestimable. Conocí quien, una vez nombrado, cambió de postura física, de casa, de hábitos sociales, de mujer y de carácter. Y engordó la propia cuenta bancaria.

Bebida fuerte, el poder embriaga. Y, como todo borracho, se pierde el sentido de realidad y proporción. Como dije a un amigo alcohólico, “felices los ebrios porque verán a Dios en dosis doble”. Lo peor es cuando el delirio sube a la cabeza y lleva a la persona a dar paso a su prepotencia: humilla subalternos, grita a funcionarios, nombra parientes, exige privilegios, rompe la fila y, a sangre y fuego, reduce la distancia entre lo deseable y lo posible. Y aplica la “carteirada”(*): “¿Sabe con quién está hablando?” En un país civilizado oiría: “Quién piensa ese señor que es?”

El nepotismo es una forma execrable de ese perverso síndrome de auto- divinización. El poderoso actúa con la parentela como Calígula al nombrar cónsul a su caballo Incitatus. No se toman en cuenta los criterios objetivos que norman la selección en cargos públicos. Se ignoran concursos, calificaciones, igualdad ante la ley. Se abominan la ley y sus fundamentos jurídicos. Vale la voluntad del poderoso que, de lo alto de su exorbitancia, transforma la familia en succionadora de recursos públicos. Prueba de eso es el nepotismo -figura inadmisible en la iniciativa privada, excepto en empresas familiares, lo que es otra historia-.

Mi padre, Vieira Christo, fue juez, con dos hijos y una nieta formados en Derecho. Jamás meneó el dedo meñique para colocarlos en un puesto de trabajo. Ni cuando fundó, a pedido del gobernador Magalhães Pinto, la compañía de seguros del Estado de Minas Gerais. Mi padre decía alto y duro: “Nombrar pariente es indecente”.

Su hermano, el general Campos Christo, todas las tardes regresaba a pie de la misa en la Iglesia São José, en el centro de Belo Horizonte. Cierto día, vio un aglomerado en torno a un coche de policía en la intercesión de la calle Alagoas y Avenida Afonso Pena. A la paisana, mi tío se acercó a los policías que golpeaban a un muchacho, supuesto ladrón, arrastrándolo al coche de policía.

Indignado, mi tío los advirtió que no tenían el derecho de agredir un hijo de Dios, aunque fuera delincuente. Uno de los policías le respondió que no se meta, caso contrario iría juntos. Como no se calló ni evocó su patente militar, el general fue empujado y, en compañía del sospechoso, llevado a la Secretaría de Seguridad Publica, en la Plaza de la Libertad. Al sacar a los presos, mi tío fue reconocido por el Delegado General del Estado, para infortunio de los policías y suerte del muchacho que, en la confusión, se lanzó a correr y escapó.

Mi abuela tenía razón: este país tribal no tendrá carácter mientras no se revoquen las leyes de Gerson, de la selva y del perro. Y bien decía mi padre, ciertos jueces no tienen juicio.

(*) NDLR: “carteirada” es una expresión brasileña para referirse a la práctica de exhibir, en situaciones de la vida cotidiana, la carta de identidad, en cual consta la calificación profesional del portador, para tratar de obtener un trato diferenciado con relación a los demás ciudadanos/as.