Puerto Rico es, según se mire, una nación, un “estado
libre asociado”,
o una colonia, pero siempre un pueblo y una comunidad con unas señas de identidad que para sí la quisieran muchos países latinoamericanos. Y parte consustancial de su identidad es el embrollado
estatus, que nuevamente se apresta a convertirse en un incómodo y polémico tema electoral, social y económico.

Para simplificar, el “invento” fue diseñado por Luis Muñoz Marín, su primer gobernador libremente elegido en 1948. Fundador del Partido Popular Democrático, afín a los demócratas norteamericanos y cercano a la ideología
de la izquierda democrática latinoamericana, socialdemócrata y “aprista”, Muñoz Marín consiguió la cuadratura del círculo: vendió a Washington y a los
puertorriqueños la conversión de lo que era simplemente un “territorio” (“colonia”) sujeto a los Estados Unidos en una Commonwealth (adaptando un curioso nombre que define algunos estados norteamericanos como Massachussets
y Virginia). En español se superó en originalidad y lo llamó Estado Libre Asociado (ELA), una contradicción para lo que no era ni un estado, ni libre, pues todo se decidía en Washington, y que no podía asociarse a la gran
potencia, sin su consentimiento y hegemonía.

Sin embargo, consiguió un notable progreso político y económico, y evitó no
sin grandes dificultades que Puerto Rico fuera simplemente una colonia. Los
puertorriqueños son ciudadanos estadounidenses, eligen su gobernador, Senado
y Cámara, pero no pueden votar al Presidente de los Estados Unidos, sirven
en las fuerzas armadas de la superpotencia, pero no pagan impuestos
federales. Pueden viajar y residir en el territorio continental, y el resto
de los estadounidenses pueden establecerse en la isla con plena libertad y
beneficios. La situación es, aparentemente, la mejor de ambos mundos en las
Américas. Pero los puertorriqueños perennemente están a la greña y proponen
y destejen múltiples planes para variar el enigmático estatus nacional.
Ahora se preparan para otro intento.

La novedad consiste en que, en contraste con otras consultas anteriores, el
plan diseñado en Washington implicaría primero en preguntarles (con el
permiso del Congreso) si desean seguir como están o por el contrario anhelan
otro arreglo. Si este referéndum (que no es un plebiscito con varias
opciones) entre dos alternativas revelara un rechazo al ELA, entonces se
debería proceder a un segundo definitivo referéndum que solamente tendría
dos opciones: convertirse en un estado pleno de los Estados Unidos o la
independencia.

Mientras los seguidores del Partido Nuevo Progresista (PNP), fundado por el
también ex gobernador Luis Ferré, afines a los republicanos estadounidenses
(pero con un sector “demócrata”), preferirían convertir a Puerto Rico en un
estado, los votantes popular-democráticos presionan por la continuidad del
estatus actual, que se ha revelado anteriormente como la preferencia que
consigue mayores cuotas de aceptación. A su izquierda, los independentistas
puros que son minoría apuntan a la sublimación de su sueño. Sutilmente
presentan su protesta por la permanencia de la sujeción con posturas
simbólicas como quedarse sentados cuando se ejecuta el himno nacional
estadounidense, sin escándalo para nadie.

El problema pendiente consiste en que la maquinaria para decidir esta nueva
consulta no reside en el pueblo puertorriqueño, sino en el Congreso de los
Estados Unidos. Hasta la fecha todavía no se ha logrado el número suficiente
de congresistas y senadores que apoyen el proyecto respaldado por intereses
del PNP, que apuntan a la estadidad, con un sector que ha abandonado su
perfil conservador y presume de un nacionalismo moderado. Contraatacando por
su lado, los populares optan por presentar su propio proyecto basado en la
erección de una Asamblea Constituyente, puertorriqueña, claro. Su plan sería
conservar el ELA, pero como un estado soberano asociado de veras (una
variante de la autonomía plena). O sea, algo inviable según la óptica
federal de los Estados Unidos, que no permite diferencias entre los estados.

En ambos casos, el mayor obstáculo seguirá siendo que la legalidad actual
concede todo el poder al Congreso de los Estados Unidos, con todas las
consecuencias de oportunismo, conveniencias y calendario de costumbre. La
inserción del tema de Puerto Rico en un año electoral intermedio como éste
no es conveniente, y por lo tanto de ahí derivan las reticencias de
numerosos congresistas. Y retrasarlo demasiado para el 2008 equivale a
entrometerse en la polémica sucesión de Bush. La perspectiva de contar en un
futuro con dos senadores más y unos siete congresistas genera maquinaciones
para cooptar para un partido u otro los votos que ahora no existen.