ANTONIO MARTORELL, exposición Quijotextos, 2005

Esa sensación tiene bases justificadas, al menos parcialmente,
en algunos países. Poderosas revueltas de la gleba
han tumbado a buen número de presidentes que traicionaron
sus compromisos de campaña. Decididas acciones defensivas
han frenado la privatización de bienes y servicios
públicos. Los pueblos indígenas se han convertido en potente
actor político con vocación transformadora.

En años recientes, la acción de los movimientos populares ha creado condiciones favorables para que se instalen gobiernos progresistas. El triunfo de Evo Morales en Bolivia ha hecho crecer aún más esta esperanza de que el cambio es posible.

El optimismo es bueno porque hace crecer la confianza
en las propias fuerzas y predispone a los movimientos
a dar luchas que pueden ganar. Estimula su acción. Sin
embargo, tal como se ha producido, también propicia el
surgimiento de falsas expectativas. Fomenta ilusiones que
están lejos de corresponder a la realidad.
El campo popular se enfrenta en América Latina a
hechos que no permiten optimismo.

El empleo formal crece
en niveles mucho más bajos que el de la población. La
precariedad y la flexibilidad laborales han crecido mientras
los salarios reales van a la baja. Más de 4 mil empresas
estatales han sido privatizadas en la región. Las redes de
protección social se han deteriorado significativamente.
Gran número de plantas maquiladoras se han trasladado a
China. Los sindicatos han perdido presencia y capacidad
de negociación.

De la mano del desempleo y falta de futuro han crecido
entre la juventud la delincuencia, el pandillerismo y la
drogadicción. En países como México, El Salvador, Ecuador
o Uruguay la emigración ha alcanzado niveles sorprendentes.
Las remesas se han convertido en la válvula de
escape de millones de familias y en la tabla de salvación
de no pocas economías.

Todos estos elementos estimulan la desintegración
de las comunidades y del tejido social que sirve de sustento
a los movimientos populares. Erosionan severamente
las formas de mediación política y social tradicionales.
Salvo casos muy puntuales en los que se resiste con éxito
la ofensiva neoliberal, sigue avanzando la restructuración
del mundo del trabajo.

La oleada de nuevo optimismo ha precipitado una
euforia sobre las posibilidades de la integración latinoamericana.

Cada vez se habla más de la «patria grande» y
de una región unida enfrentando los retos de su desarrollo.
Se han creado grandes expectativas en el papel que pueden
desempeñar los gobiernos progresistas de la región en
la creación de un bloque. Iniciativas como TeleSUR o
Petroamérica alimentan este ánimo.

Sin embargo, la realidad es mucho más compleja de
lo que parece. En la región hay una preocupación real con
la hegemonía brasileña. Su poderío económico y militar
es apabullante. Los choques, a nivel de gobiernos, pero
también de pueblos entre Uruguay, Brasil y Argentina no
sólo no disminuyen, sino que han crecido. La posibilidad
de que Uruguay firme un tratado de libre comercio con
Estados Unidos ha generado gran malestar dentro del
Mercosur.

Es cierto que, como dice el presidente Hugo Chávez,
en Mar de Plata se enterró el Area de Libre Comercio de las
Américas (ALCA). Pero ese muerto puede revivir en cualquier
momento. Mientras tanto, avanzan los acuerdos comerciales
que Washington está firmando o negociando
con naciones y grupos de naciones en la región.

En contrapartida, el ALBA (Alternativa Bolivariana
para la América), aunque sea un hecho entre Venezuela y Cuba, para el resto del continente está lejos de ser una
realidad. Es cierto que Venezuela cambia energéticos por
vaquillas preñadas e incubadoras con Argentina, planea
dotar de gasolina a Bolivia a cambio de soya y carne de
pollo y suministra petróleo barato a los pequeños países
del Caribe. Pero falta aún mucho para ver si el modelo se
consolida y, sobre todo, que se extienda.

Kirchner en Argentina logró vencer al Fondo Monetario
Internacional en su pulso sobre el pago de su deuda,
y ha obligado a varias trasnacionales que operan servicios
públicos a actuar bajo control estatal. Pero los gobiernos
progresistas de la región han abandonado la demanda de
no pagar la deuda externa e incluso han decidido, como
Brasil y Argentina, pagarla por adelantado. La reivindicación
de que esa deuda es inmoral e injusta es enarbolada
aún por los movimientos de base, mas no tiene eco en las
administraciones.
Los gobiernos de Brasil y Uruguay han puesto a caminar
un reformismo sin reformas, que en el caso del primer
país ha producido ya gran desencanto. El brillo de la
política internacional de Lula ha comenzado a oscurecerse
con su papel en las recientes negociaciones de la Organización
Mundial del Comercio (OMC). El llamado socialismo
del siglo XXI, enarbolado por Hugo Chávez, es
más un enunciado que una propuesta estructurada. En casi
todo el continente existen movimientos de base que han
chocado con esos gobiernos progresistas.
¿Ha retomado el movimiento popular la ofensiva?
Sí, ciertamente ha desplegado sus fuerzas y ha ganado
importantes batallas. No obstante, no puede afirmarse que
el neoliberalismo en el continente haya sufrido una contundente
derrota o esté arrinconado y a la defensiva.

Las grandes empresas siguen manejando, en lo esencial,
la economía de la región y tienen enorme influencia
en las políticas públicas. Los organismos financieros
multilaterales gozan de cabal salud.
Sería, pues, conveniente aderezar ese optimismo en
las posibilidades del cambio con un poco de moderación.
Después de todo, no hay que olvidar que un pesimista es
un optimista bien informado.