Con motivo del paro de los dueños del transporte colectivo de Bogotá, iniciado el 2 de mayo y que sigue en pie al escribir esta nota, los dirigentes del Polo Democrático Alternativo han dejado nuevamente solo al alcalde Lucho Garzón. Ya lo habían hecho en ocasión anterior, cuando alcaldía y contraloría distritales decidieron hacer frente a los grandes negociantes del suelo que depredan los cerros orientales desde hace decenas de años y desconocen las normas de protección dictadas por el concejo distrital, la alcaldía yla Nación.

Lo han dejado, pues, solo frente a dos problemas fundamentales de la ciudad: la salud pública y el derecho a un transporte moderno, eficiente, respetuoso de la dignidad de los habitantes, como es Transmilenio, con todos sus defectos. Fuera de que la izquierda radical, que manda en el Polo, no posee históricamente un concepto de ciudad y de vida ciudadana, el motivo que ordena condenar al alcalde o por lo menos callar la boca es funesto porque tiene marca electoral o, más bien, electorera. El Polo no solo no está organizado como movimiento sino que ni siquiera como bancada parlamentaria se atreve a apoyar la conducta de un alcalde que, en vez de hacer exhibiciones contestatarias, trata de administrar para bien de la comunidad un bien colectivo preferencial como es la ciudad. Los dirigentes del Polo prefieren hacer el juego al execrable negocio de buses y busetas, a la “guerra del centavo” impuesta a los choferes por empresas de papel creadas por las mafias y que nadie hasta ahora se había atrevido a desafiar más allá de las palabras. Todo eso, con tal —piensan erráticamente— de no bajar puntos en los registros electorales del próximo 28 de mayo.

Pero, ¿qué clase de apoyo electoral tiene el Polo? ¿Están tan seguros de que haciendo populismo ganarán a los sectores que el Polo requiere para construirse como un movimiento democrático, abierto a todos los que siguen creyendo que podemos vivir mejor? Veamos algo que puede ayudar a abordar el asunto.

En una recopilación de trabajos sobre la nueva izquierda latinoamericana recientemente aparecida,[1] y con base en acreditadas encuestas hechas en torno a las elecciones presidenciales de 2002, en las cuales Luis Eduardo Garzón fue el candidato de la izquierda, el investigador César Rodríguez Garavito sostiene que “La clasificación de los encuestados que votaron por Garzón, de acuerdo con criterios demográficos y socio-económicos, arroja un perfil del votante de izquierda distinto al del votante de origen popular. En efecto, el votante típico por la izquierda en esas elecciones estaba cursando o había terminado estudios universitarios, tenía menos de 45 años, no profesa ninguna religión, tenía empleo o era independiente, vivía en Bogotá o en la región oriental del país, no tenía apego a los partidos tradicionales y era ‘políticamente sofisticado, en cuanto basó su decisión de voto en un análisis de las campañas y las propuestas de los candidatos. El género no fue una variable determinante en el voto por la izquierda (…) el apoyo a Garzón provino fundamentalmente de la clase media y media-alta antes que de los sectores populares”. La estimación le da apoyo para sostener que “la clase social no fue un factor relevante en el voto por la izquierda”.

“En la encuesta mencionada —sigue diciendo el texto— ninguno de los desempleados votó por Garzón y solo el 4,2% de los que ganan menos de un salario mínimo mensual lo hicieron (…) estas cifras sugieren una brecha considerable entre la izquierda y las preferencias electorales de los sectores populares (que en las presidenciales votaron masivamente por Uribe)”.

Las perplejidades aumentan si se agrega que “los votantes de Garzón se encontraban mayoritariamente entre el centro y la derecha del espectro político. En particular, fue sorprendente que, a pesar de la insistencia de la izquierda en la solución política negociada (del conflicto armado), la mayor parte de los votantes de Garzón proviniera de sectores que apoyan el fortalecimiento de la represión militar” (226).

Aunque no puede esperarse que en el curso de los cuatro años corridos desde entonces el arco de la candidatura presidencial de la izquierda haya cambiado mayormente, la base social que rodea al PDA parece más amplia que la del primer Polo y es ya incuestionable que Carlos Gaviria ha conquistado simpatías nuevas y fuertes en los amplios sectores populares, e incluso en los no tanto. La trayectoria personal y política del ex magistrado escapa del marco tradicional del candidato de izquierda y pisa los terrenos de la cultura democrática, tan poco cultivada entre nosotros. No puede esperarse que solo los revolucionarios y consecuentes izquierdistas voten por la figura que desafía el estado de cosas tradicional (así se le calle al alcalde). César Rodríguez lo advierte cuando señala que “Es posible que una buena parte del electorado, independientemente de sus preferencias ideológicas cercanas a la izquierda o la derecha, esté dispuesta a votar por un candidato carismático que tenga una imagen de honestidad y un mensaje político eficaz. Esto explicaría, por ejemplo, el hecho de que el mapa de distribución de los votantes en Bogotá que se inclinaron por Uribe en 2002 sea muy similar al de los electores de Garzón a la alcaldía en 2003. El mismo estudiante de clase media o media alta que acogió el mensaje contra la corrupción y por la imposición de la autoridad de la derecha hizo lo mismo, un año después, con el mensaje conciliador acentuado en lo social de la izquierda”.

De todas maneras, la situación social del país ha empeorado en vez de mejorar. La gente quiere ante todo paz y empleo, no importa quién los ofrezca. Uno podría esperar que en este trance electoral la izquierda esté menos prevenida de las vacilantes capas medias urbanas y eche más ojo a los no menos vacilantes pobres y aun asalariados que por la fuerza de las armas y el desempleo se amarran a los proyectos de las mafias de paras y narcos de Uribe. En los tiempos de la izquierda tradicional los trabajadores organizados no votaban mayormente por las listas de los comunistas y sus aliados porque los veían mezclados con la lucha armada subversiva y la dictadura del comunismo. Cosa parecida sucede con Chávez en Venezuela, donde los soportes sociales de su movimiento bolivariano no están en el sindicalismo sino en los sectores populares más desorganizados y menos cultos políticamente. Actualmente esa percepción del pueblo puede estar cambiando en Colombia por efecto de la amplitud de propósitos que muestra la nueva izquierda. La oposición está obligada a reconocer que no opera contra un gobierno fascista o autocrático, del corte de los de Irán, Arabia Saudí, Nepal o Filipinas, sino contra un gobierno de derecha intolerante y amigo del empleo de métodos violentos contra sus opositores, que construye un Estado paramilitar y mafioso en condiciones de funcionamiento de la legalidad democrática formal: no estado de sitio (como el que hubo durante buena parte del “democrático” Frente Nacional), elecciones libres, Congreso y demás cuerpos de representación popular activos, periódicos y emisoras sin censura, sedes de la oposición abiertas en muchas ciudades, etc.

Los resultados de las elecciones del 28 pueden dar cabida a nuevas y provechosas paradojas. Ahora, cuatro años después de la puesta en ejecución de una política oficial de guerra y no negociación del conflicto armado, es más fácil que buena parte de la población saqueada y violentada por los paras, sus presuntos “salvadores”, vote por la izquierda en un intento de repudio de quienes la oprimen y vejan, y más difícil que lo haga la gente sometida a los asedios, el desplazamiento forzado, los paros armados y la operación exterminio de autoridades y opositores políticos que adelantan las Farc. El conflicto armado, principal problema del país, le hace daño a la izquierda por todos los costados. Las fracciones más radicales de la misma creen que Carlos Gaviria no debe hablar de ese asunto, que el problema del empleo de la fuerza por la subversión no debe removerse tanto, para no aparecer inconsecuentes con los objetivos justos que ha venido planteando el movimiento armado desde hace más de cuatro decenios. Pero llama la atención el hecho de que esos mismos sectores sean los que retiran el apoyo político a las ejecuciones de la alcaldía de Bogotá en defensa de sus pobladores.

[1] Varios autores. La nueva izquierda en América Latina, Editorial Norma, 2005.