Las importaciones petroleras son prioritarias para las industrias estadounidenses. Sin ese abastecimiento esencial, se desmoronarían como un castillo de naipes frente a un viento patagónico sectores clave como la petroquímica, la fabricación de vehículos, el transporte terrestre, marítimo y aéreo, la construcción y la agricultura. También hay que asegurar la calefacción de los norteamericanos durante los gélidos inviernos del hemisferio norte, no tanto por previsión social sino para evitar críticas de la oposición en el Congreso y comentarios desfavorables en la prensa.

Además, sin provisión de petróleo también se vendría abajo el funcionamiento logístico de las Fuerzas Armadas, imprescindibles para desplazarse a cualquier lugar del planeta e inyectar democracia neoliberal en dosis que van del calibre 5,56 mm a los misiles aire-tierra y tierra-tierra.

Estados Unidos importa hoy 53 por ciento de crudo y se estima que en una década más la cifra aumentará a 62 por ciento. El Plan Nacional de Energía (PNE) presentado por la administración Bush en mayo de 2001, lo dice sin eufemismos: “Si continúa la actual situación, dentro de 20 años Estados Unidos importará casi dos de cada tres barriles de petróleo, y dependerá cada vez más de países extranjeros que no siempre comparten los intereses estadounidenses”.

Por su cercanía geográfica como por sus reservas energéticas, América Latina está bajo la mirada de Washington. En este esquema, Venezuela representa lo mismo que un indispensable zapato impermeable de diseño ortopédico, con plantilla acolchada, talón reforzado y doble suela antideslizante, pero con una incómoda piedra en el interior: el presidente Hugo Chávez.

La República Bolivariana es el tercer proveedor petrolero de Estados Unidos, después de Arabia Saudita y Canadá. México, increíblemente dócil por primera vez en su conflictiva historia de “vecinos distantes”, es el cuarto proveedor. La empresa venezolana Citgo posee tres refinerías -que procesan 942 mil barriles diarios de crudo- y casi 14 mil estaciones de gasolina en Estados Unidos, su principal cliente.

La nueva Constitución adoptada en 1999 regula la inversión foránea en el sector energético de manera beneficiosa para el país. En 2003, Chávez despidió con un merecido puntapie en el traste a los administradores de Petróleos de Venezuela SA (PDVSA), la poderosa empresa estatal, que favorecieron turbios convenios con firmas extranjeras.

A principios de abril pasado, el gobierno tomó el control de dos campos petroleros operados por la francesa Total y la italiana ENI, luego de que no aceptaron la propuesta de convertirse en compañías mixtas con participación mayoritaria del Estado, a través de PDVSA. Aunque a regañadientes, las estadounidenses Chevron y Harvest, la anglo holandesa Shell, la británica BP, la española Repsol, la china CNP, la brasileña Petrobras y la japonesa Teikoku aceptaron la decisión venezolana, que no es más que ejercicio de su soberanía luego de décadas de expoliación de sus reservas de hidrocarburos.

Ahora ha comenzado un nuevo round. El 15 de mayo, Estados Unidos prohibió la venta de armas y equipos militares a Venezuela por considerar que Chávez “no coopera suficientemente en la lucha contra el terrorismo”. No sería extraño que el levantisco Chávez adoptara alguna medida recíproca por juzgar que Bush no contribuye con la tranquilidad del mundo.

Ambos tienen algo en común: por motivos diametralmente opuestos, han colocado sus ojos en la extensa región sur del continente, donde cada uno elevará las apuestas. En la confrontación Washington-Caracas, Chávez lo hace desde la perspectiva de la cooperación energética; Bush, como casi todos sus antecesores, desde la coacción y las sanciones.