La idea se atribuye al presidente James Monroe que en 1816 auspició la creación de la Sociedad Americana de Colonización, una entidad filantrópica que sirvió de pantalla al gobierno.

En 1920, comenzó el reasentamiento, proceso que aunque a cuentagotas continuó durante los siguientes 20 años. Su primer gobernador, se llamó Joseph J. Roberts, nunca había visto África porque nació esclavo en Virginia.

En homenaje al presidente norteamericano la capital de Liberia se nombra Monrovia.

A la larga los proyectos británico y norteamericano fracasaron. No en balde habían transcurrido tres siglos. La mayoría de aquellos que se pretendía enviar a África, nunca habían estado allí y, al llegar hicieron lo que habían aprendido de sus amos: constituirse en una elite racista, explotadora y arbitraria en busca de beneficios personales, aunque para ello tuvieran que pactar con los colonialistas y aplastar a la población local.

Por una explicable aunque terrible paradoja, una de las primeras ocupaciones de la oligarquía formada en América y trasplantada a África fue el contrabando de esclavos y más tarde de personas. Con barcos negreros, los liberianos fundaron el circuito de traslado de mano de obra libre desde África a las Antillas.

Muchos pobladores de Guyana, Barbados, Belice, Trinidad y Tobago y otros territorios americanos e incluso de los Estados Unidos, no descienden de esclavos, sino de aquellos obreros libres.

Semejantes engendros que pretendían obligar a personas nacidas en Estados Unidos a emigrar a Liberia fueron rechazados, no sólo por los negros norteamericanos y sus líderes, sino por las poblaciones nativas que no aceptaban que negros que no habían nacido en aquella tierra, hablaban inglés, muchos eran mulatos y no compartían costumbres ni gustos, los gobernaran.

Un negro nacido en Virginia era tan extranjero en Liberia como un sudanés en Copacabana.

Aunque odiaran a los blancos, tanto como los blancos y sus instituciones los despreciaban a ellos, la sociedad blanca y sus elites eran el paradigma de los negros, no había otros.

El hecho de haber trabajado junto a los blancos, hablar sus lenguas, compartir riesgos y peligros, crecer juntos, y muchas veces, luchar por sus causas, contribuyó al desarrollo político de las dotaciones de esclavos y comenzó a constituirse en arraigo nacional.

A la altura de mediados del siglo XIX, la idea del retorno a África era ajena a la mayoría. Excepto vagos recuerdos, la mayoría no sabia exactamente de dónde habían venido y no tenían a donde ir. África era una vaga referencia. Regresar a dónde, para qué y con qué. Unos eran muy viejos, otros habían nacido y crecido en América y todos pagaban el tributo de ser absorbidos por una cultura dominante y más desarrollada.

Aunque algunos movimientos políticos contemporáneos han acariciado la inviable idea del retorno a la tierra madre de sus mayores, los proyectos de reasentamientos de esclavos en África, auspiciados por Gran Bretaña y los Estados Unidos, fueron esencialmente racistas.

Sin desdorar sus meritos, los fundadores de los Estados Unidos eran racistas consecuentes y actuaron como tales. Eso explica por qué, en los tiempos fundacionales, nunca en los círculos gobernantes ni en la intelectualidad norteamericana hubo una discusión conceptual sobre los temas de los indios, los negros y la esclavitud.

Todos los debates fueron coyunturales y pragmáticos.

Lo mismo que ahora.