Ciertamente son muchos los problemas que debe enfrentar. Desde que los avatares históricos colocaron en sus manos, allí donde debería estar solamente el anillo del pescador, una serie inconmensurable de situaciones, el Papa es un hombre prisionero de su cargo. Debe saberlo todo, entenderlo todo, calcularlo todo y resolverlo todo. Y todo esto, además, sin poder equivocarse. Un Papa es el único ser de este planeta que no tiene derecho a cometer una imprudencia o un error. ¿Cómo se ha llegado a esta situación kafkiana? Por el propio interés de los jerarcas de la Iglesia católica en ser la conciencia moral del mundo y los ejecutores únicos de los mandatos divinos. Hasta el Concilio Vaticano II la Iglesia afirmaba que fuera de ella, no había salvación.

Mucha agua deberá pasar todavía bajo los puentes de la vieja Roma para cambiar este ajedrez religioso, en el que el rey, cuando es acorralado, responde con penas espirituales y no teme ningún jaque mate, porque dice tener la asistencia del Espíritu Santo. Prueba de ello es la misma legislación acerca del cónclave, en que el secretismo y las amenazas de tipo espiritual atentan contra una elección transparente, dialogada, informada, consultada y decidida fuera del armario vaticano donde se encierra a un grupo de ancianos electores. La acción del Espíritu Santo tiene que vencer también ese primer obstáculo interno: un sistema anacrónico, medieval y propio de una secta.

Pero los problemas externos también existen. Un rápido recuento de las principales cuestiones que el Papa deberá enfrentar nos lleva a temas tan dispares como consentir o no ser aval del único imperio que domina el mundo a través de las armas y de los bancos, hasta el tema doméstico, de decir una palabra sobre cambios en la liturgia.
Muchos opinólogos están señalando cuestiones éticas, valóricas, filosóficas. Hay demasiados intereses que pretenden enfrentar al nuevo Papa con la cultura y el pensamiento moderno que rechaza tutelas de tipo religioso. Por mi parte, me voy a atener a algunos puntos más ignorados pero que están ahí y que no pueden ser olvidados.

Quizá nos sirva, ciento setenta años después, el análisis que hizo Antonio Rosmini en 1832, y que no se atrevió a publicar hasta 1848 cuando subió al pontificado el cardenal Mastai Ferreti y tomó el nombre de Pío IX. Entonces Rosmini, aprovechando el entusiasmo por un Papa que iba a abrir los caminos del futuro, publicó su libro Las cinco llagas de la Iglesia. Dos años después, el Papa Pío IX ya se había vuelto un intransigente adalid de los conservadores, y el libro de Rosmini fue a parar al desván de los libros prohibidos.
Pero el análisis de Rosmini es interesante. Haciendo una aplicación a nuestra Iglesia de hoy, podemos sacar muchas conclusiones.

La brecha entre el pueblo y el clero

La primera llaga que señaló Rosmini es el foso abierto entre el clero y el pueblo. Culpaba a la celebración de los ritos en latín. Hoy, el problema es mayor. No se trata del latín; se trata del rito mismo, de su significación, de su influencia en la vida de los creyentes. Se trata de la usurpación de las celebraciones litúrgicas por parte del clero. Es cierto que no hay comunidad sin pastor, pero el pastor es un guía que ayuda en la orientación y en la conducción, pero se ha convertido en el dueño del rebaño y su único interlocutor.

Y se da, in crescendo, una situación que nadie podrá resolver sin un golpe a la cátedra: la doctrina católica señala que la comunidad se nutre y crece en la celebración de la Eucaristía. Pero la Eucaristía es propiedad del clero. Sin embargo, es un hecho que las comunidades tienen un crecimiento vegetativo y que el clero está hace muchos años en un proceso de declinación. No sólo no crece, sino que disminuye frente a la explosión de un mundo que se duplica cada tantos años. La brecha será cada vez mayor.

¿Cómo van a celebrar la Eucaristía las comunidades si el clero es el único responsable de ese sacramento fundamental?

Este tema tiene anexo el celibato clerical -que a todas luces aparece como obsoleto-, la ordenación presbiteral de las mujeres, el cambio del anacrónico sistema de parroquias, el fomento de las comunidades pequeñas atendidas, también en los sacramentos, por sus propios líderes locales, etc.

Desde luego en cuanto al reconocimiento de la mujer en el escalafón eclesiástico, ningún catecismo puede explicar que tras las amplias declaraciones de común igualdad en dignidad y de derechos femeninos, la doctrina de la Iglesia mantenga siete sacramentos para los varones y seis para las mujeres. El manido argumento de que hay que repetir exactamente las palabras y los gestos de Cristo en la última cena, y que en ella Cristo no dio el sacerdocio a las mujeres, no resiste mucho análisis. En la última cena tampoco se estaba de pie o de rodillas o sentados, sino acostados en divanes (quizá los más ortodoxos estuvieran de pie comiendo el cordero y las lechugas amargas). Jesús tampoco habló en latín, sino seguramente en arameo; el vino que se usó no era vino añejo “para misa”, sino el vino común de los festejos; el pan no tenía levadura, pero era reconocido como pan y no como cartulina blanca; no se ocuparon albas, casullas o estolas, sino se vistió la túnica que era el traje de siempre...

Una reforma total en este campo aparece como necesaria y exige cierta urgencia. La celebración de la Eucaristía no puede tener por marco un escenario para que actúe el clero y un espacio amplio para que el pueblo mire y responda “amén”. Tras cuarenta años desde el Concilio Vaticano II se ha avanzado muy poco en el renovado sentido y vivencia de la liturgia, que es mucho más que los meros cultos y ritos.

Otro asunto relacionado con esto mismo es la recuperación para el servicio pastoral de miles de presbíteros impedidos de pastorear por el hecho de haber “atentado” contrayendo matrimonio y haber creado una familia. Por esa medida disciplinaria, que en nada afecta a la fe ni a las buenas costumbres, la Iglesia ha perdido una fuerza considerable de pastores.

Esta brecha entre el clero y el pueblo es una herida enorme, que requiere cirugía mayor.

Un clero erudito y distante

La segunda llaga que preocupaba a Antonio Rosmini era la insuficiente formación del clero. Ahora la preocupación es a la inversa: tenemos un clero erudito, con un tipo de estudios enciclopédicos agobiadores, una formación alejada “del mundo” para no contaminarse con él, un modo de vivir el sentido religioso según espiritualidades que al parecer no están centradas directamente en los evangelios o en la persona de Cristo y los valores del Reino, sino en experiencias particulares de fundadores de corrientes espirituales muchas veces asépticas y de consuelo personal.

Mientras la preparación de un nuevo presbítero en la Iglesia católica demora un promedio de diez años, en ese mismo lapso los pastores evangélicos y los animadores de grupos espiritualistas de corte oriental se han multiplicado por treinta. Y, además, la larga etapa formativa del clero produce al final unos seres eruditos, paternalistas, muchas veces opresores de conciencias ajenas (se arrogan, por ejemplo, la facultad de permitir o negar los sacramentos en lugar de ayudar a educar y formar a cada cristiano en el protagonismo de su fe y las consecuencias de ella).

A eso se suma el afán de ser “distintos”. Por el traje clerical, por el modo de ser y de expresarse, por los discursos engolados y por la autosuficiencia pastoral el clero marca, desde el comienzo, las distancias: ustedes está allá y son los receptores (el pueblo); nosotros estamos acá y somos los que manejamos las situaciones. Hasta el viejo cura de pueblo que se imponía por su vida de servicio y de entrega y que se permitía tratar a los suyos como un abuelo, quedó en el baúl de los recuerdos. Ha cedido el paso a unas generaciones de curas petulantes, sabihondos, enigmáticos y manipuladores. Cristo no pidió para sus apóstoles que fueran algo separado del mundo, sino que fueran preservados del mal. Una reforma absoluta en este campo aparece también como necesaria. Esta segunda herida eclesial es una herida de fuertes dolores.

Las relaciones de poder

Rosmini veía como una tercera llaga la dependencia de los obispos del poder civil. Se trataba de una situación histórica que hoy aparece como superada en muchos países. Los acuerdos, los concordatos, la separación total entre Iglesia y Estado, han ayudado para que esa llaga cicatrice.
Pero de hecho no ha sido así, sino que solamente ha cambiado de referente: las relaciones que hay que sanar ya no son para superar dependencias del poder civil sino aquellas que someten a las iglesias particulares a un centralismo desproporcionado al interior de la propia Iglesia. Es un hecho que las conferencias episcopales de los países han ido perdiendo importancia y cediendo terreno frente al interés de la curia romana en tomar el control de todo. La doctrina católica habla de las iglesias particulares como entidades totales, completas y autónomas, aunque las llama a actuar colegiadamente y bajo la supremacía del obispo de Roma.

Sin embargo, los obispos son nombrados desde la curia vaticana según listados secretos que no consideran una consulta abierta al pueblo que va a gozar o padecer la acción de su pastor; las conferencias episcopales deben pedir el visto bueno para sus cartas pastorales de envergadura; los nuncios, si no son hombres prudentes, son vistos como espías que frenan las decisiones más audaces que superan la mera manutención de lo establecido. Los informes que se deben dar desde las iglesias locales a la curia romana son cada vez más minuciosos y exigentes; los teólogos, biblistas, pensadores y pastoralistas deben estar muy atentos a no decir una palabra de más o realizar un gesto menos formal, porque la lupa del Vaticano detecta las posibles desviaciones en doctrina o en costumbres y aplica su correctivo. Es un hecho que existe temor de muchos pastores frente a Roma. Es un hecho que existe una exagerada “papalatría”. Y hay algo más: las relaciones de poder entre la curia vaticana y los episcopados, con la atomización de estos últimos, originan un esquema que se repite a niveles descendentes: los obispos con su clero, el clero con su pueblo.

Cambiar los criterios de fondo y los modos en las relaciones al interior de la Iglesia es una tarea urgente. La comunidad de hermanos presididos en la caridad por Pedro lo reclama, aunque eso requiera sacudir toneladas de vanidades y prepotencias históricas. La tercera llaga necesita ser reconocida como tal, y sanada aunque haya que tragarse pócimas amargas.

Los nombramientos episcopales

La cuarta herida señalada por Rosmini se refería a la exclusión del bajo clero y del pueblo en la elección de los obispos. Hoy día se mantiene el mismo estilo de elección, con el agravante que es quizá más secreto y errático el procedimiento. Las comunidades cristianas reciben a sus pastores impuestos desde arriba, por decisiones unilaterales en las que muchas veces priman los criterios o los traumas de los nuncios y de los funcionarios vaticanos por sobre las recomendaciones de las conferencias episcopales.

Hasta 1925, en Chile como en tantos países los gobiernos presentaban al Papa una terna de candidatos en la que procuraban incorporar gente de gran capacidad y de aceptación común del pueblo. De algún modo, una opinión extra clerical se dejaba sentir en Roma. Resulta curioso sin embargo, que el primer arzobispo de Santiago nombrado en 1931 sin intervención del Estado, José Horacio Campillo, un santo y ejemplar presbítero, tuviera que salir por la ventana, “invitado” a renunciar ocho años después. Un hecho que no sienta precedente pero que es una casualidad interesante. El actual sistema de nombramientos episcopales resulta misterioso, manipulable en las sombras, inconsulto al pueblo, sorpresivo.

Pero también es de esperar una reforma en el sistema de elección del obispo de Roma. El devenir histórico ha puesto en las manos de los cardenales una decisión demasiado importante. A su vez los cardenales son hechura (“creación”) de los obispos de Roma, que tienen un reconocimiento de primacía en la Iglesia universal. Pareciera que los presidentes de las conferencias episcopales tendrían mejor opción y mejor representación para ser electores.

El cónclave debe ser una de las pocas y más cerradas instituciones subterráneas que quedan en el mundo. Interesante como pieza de museo y tema de novelas policiales y de suspenso, pero bien lejano de la simpleza casi proletaria del evangelio. Todavía queda en la penumbra la opinión de las mujeres, de las comunidades de base, de los sencillos. No se ve la razón, aparte de ser reconocido como un sistema probado y práctico, que el cónclave reúna sólo a los cardenales, que tenga un secretismo propio de una logia, que no represente el sentir de grandes mayorías de creyentes, en el que el “pueblo de Dios” sea un mero espectador.

Se trata de una cuarta herida que va a demorar muchos años en sanar.

El control de los bienes

Finalmente, el abate Rosmini veía como una quinta y última llaga eclesial el control de los bienes por parte del poder civil. Pareciera que esa herida ya no existe hoy. La autonomía que las iglesias locales han logrado en su propia organización, lo que supone también libertad y responsabilidad en el tratamiento de los bienes, está estipulada y reconocida en documentos oficiales: tratados, concordatos, acuerdos bilaterales, leyes de libertad de culto.

Hay zonas geográficas donde persisten problemas por la existencia de leyes que controlan la vida y la acción de las iglesias, pero son las menos y no representan problemas abrumadores. Sin embargo, los bienes eclesiásticos y el uso de los dineros sí que presentan interrogantes. La Iglesia católica actúa como una gran transnacional que maneja bienes, los acrecienta, los traslada, los hace entrar en las bolsas de valores del mundo civil y juega con acciones.

Jesucristo no tenía problemas en este campo. Cuando tenía que pagar los impuestos (al imperio romano) enviaba a Pedro al lago a sacar un pez y a convertirlo en unas monedas vendiéndolo seguramente en el mercado. Pero las cosas han cambiado. La inconmensurable obra de caridad y acción social que mantienen las iglesias a lo largo y ancho del mundo requiere fondos. No existe en el planeta otra institución que tenga tanta acción de socorro y de caridad y que alcance tamañas proporciones.

Pero tampoco hay institución más misteriosa para administrar sus dineros. Las grandes empresas por lo menos deben publicar una vez al año sus inventarios y el resultado de sus negocios, aunque sea manipulando información y diciendo sólo lo que les conviene. Las iglesias locales y el Vaticano son bastante reacias a entrar por un camino de mayor transparencia. No porque tengan algo que esconder, sino por el atávico convencimiento que a la Iglesia no la controla ningún poder de este mundo. Y también por el temor a reconocer que el llamado “estiércol del diablo” -como llamaban algunos anacoretas al dinero- es, sin embargo, necesario para una institución que habla del cielo pero que tiene que vivir en esta Tierra. Ya se sabe que hasta en el nivel de parroquias, el clero es capaz de entregar a los laicos -ministros de comunión- las llaves del sagrario. Lo que no entrega son las llaves de las alcancías.

Quizá a eso se deba que la opinión popular afirme siempre que la Iglesia es rica. La expresión “los curas tienen plata” es una frase popular. Y así, los pobres acuden a las parroquias para recibir ropa o comida, y cuando tienen necesidad de orar se van a los cultos evangélicos. Queda el consuelo que en la hora final no se va a preguntar a los creyentes si hicieron muchas plegarias, sino si vieron las necesidades de los marginados. Pero es evidente que se requiere una mayor información, mayor transparencia, mayor control en los bienes eclesiásticos.

Por otra parte, la figura del Vaticano, de las catedrales del mundo, de los museos religiosos, de las vestiduras litúrgicas, de los objetos del culto, responde más a un estilo judaizante -sacado de la Ley de Moisés- que al estilo del campesino pobre que fue Jesús de Nazaret y sus amigos, que tenían unos botes de pesca en el lago de Galilea. En este sentido, la frase del obispo brasileño Pedro Casaldáliga acerca de este tema resulta decidora: “El Papa no necesita un Estado (Vaticano). El único estado que le corresponde es el estado de gracia”.
Grave herida es ésta del control de los bienes en la Iglesia.

Como palabra final, anoto lo que ha señalado el autor del libro El día de la cuenta: “Jesús de Nazaret nos advirtió que el peor enemigo de la casa del Padre está dentro, no fuera: es el propio poder religioso, la seguridad, que emana de la autoridad de hombres. ¿Dónde ha habido más negocios? ¿En el mercado Vaticano o en el viejo templo denunciado por Jesús?” Sin duda que el Espíritu de Dios -que sopla como el viento en las quebradas y nadie sabe de dónde viene ni a dónde conduce- deberá asistir al Papa Benedicto XVI