Los partidos de extrema derecha se desarrollaron en Europa a partir de la elección que hizo posible, de 1984, la entrada del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen al Parlamento Europeo. Poco a poco, un fenómeno que parecía francés se extiende a Alemania, con los Republikaners, y a Bélgica con el Vlaams Block (1989; a Rusia con el Partido liberal-demócrata (1993); después a Italia, donde cinco ministros neofascistas entran al gobierno de Silvio Berlusconi (1994); a Noruega con la progresión del Partido del Progreso (1997); a Austria donde el FPO se apodera del gobierno, aunque sin lograr tomar la Cancillería (2000); a Dinamarca con el regreso del Partido del Pueblo (en 2001); y finalmente a Holanda con el éxito de la lista Pim Fortuyn (2002).

A partir de la elección europea de 1994, se vio esta tendencia como un regreso de los antiguos demonios del pasado, aunque esos movimientos no sean asimilables al fascismo y el nazismo, aún siendo parcialmente los herederos de estos. Los partidos democráticos preparan respuestas muy diversas en la medida en que algunos querían combatir ideas mientras que otros temían, más prosaicamente, la aparición de nuevos competidores electorales. En Francia, el problema se tornó todavía más complicado debido al apoyo que François Mitterrand aportó subrepticiamente al Frente Nacional, probablemente con el ánimo de debilitar a la derecha parlamentaria.

La diabolización

Para frenar el avance de la extrema derecha, hubo quien aconsejó rechazar el debate con sus dirigentes y marginarlos totalmente. Esta política de «diabolización» se impuso en los grandes medios de difusión. Cada vez que había mítines de extremistas también tenían lugar, de forma sistemática, manifestaciones organizadas para intimidar a los militantes de la extrema derecha.

Por otro lado, numerosos dirigentes expresaron inquietud ante la presencia de ministros de extrema derecha en los Consejos Europeos. El problema fue planteado primeramente a causa del MSI y después, de manera particularmente fuerte, debido al FPO.

En el momento de la formación del gobierno de coalición de los demócrata-cristianos de Wolfgang Schuessel y del FPO de Jorg Haider, Austria fue acusada de estar volviendo al nazismo. El pasado de su ex presidente Kurt Waldheim volvió a convertirse en tema de discusiones. Grandes manifestaciones denunciaron en toda Europa el regreso de la peste parda. El Congreso Judío Mundial lanzó una campaña a favor de la adopción de sanciones internacionales. Europa se planteó la posibilidad de incluir cláusulas de exclusión en los tratados europeos, mientras que ministros de otros Estados se negaron a estrechar la mano a sus homólogos del FPO en los Consejos Europeos. Catorce Estados miembros de la Unión Europea decretaron sanciones unilaterales contra Austria. Estas fueron levantadas, el 8 de septiembre del año 2000, luego que una comisión de personalidades estableció que, si bien el FPO era «un partido extremista que estimula los sentimientos de xenofobia», los ministros del FPO habían probado ser «respetuosos de los valores comunes europeos».

La normalización

Esta estrategia se invirtió poco a poco durante los últimos años. Al parecer, ser de extrema derecha no implica ya ser antisemita y el hecho de relacionarse con la extrema derecha ha dejado de ser algo infamante, al extremo que el Partido Socialista austriaco acaba de establecer una alianza regional con el FPO.

Ese cambio comenzó en febrero de 2001 y con la caída del gobierno de Barak en Israel. En efecto, en el Estado hebreo se forma entonces un gobierno de coalición compuesto de partidos de extrema derecha y dirigido por un primer ministro de extrema derecha miembro del Likud, Ariel Sharon. Ninguna democracia occidental comentará este hecho.

En abril de 2002, en vísperas de la elección presidencial francesa, Jean-Marie Le Pen, el paria, concede una larga entrevista al diario de la izquierda israelí, Ha’aretz. La publicación se abstiene de toda referencia a su antisemitismo de antaño y realza su lucha en Argelia contra el «terrorismo árabe». El presidente del Consejo representativo de las instituciones judías de Francia, Roger Cukierman, y varias personalidades de la comunidad judía francesa expresan su intención de votar por Le Pen.

Un cambio idéntico se observa en Bélgica con el inesperado apoyo de personalidades judías al Vlaams Block.

En mayo de 2003, la familia Bush, que amasó parte de su fortuna gracias a la explotación de los prisioneros de los campos nazis, lava esa mancha durante una visita a Auschwitz II-Birkenau.

En noviembre de 2003, el gobierno de Sharon recibe con bombo y platillo a Gianfranco Fini, el jefe de la Alianza Nacional, organización disidente del Movimiento Social Italiano (MSI), partido neofascista que se proclama claramente heredero de Benito Mussolini.

Hasta Jorg Haider, a quien la prensa israelí presentaba hace sólo unos meses como un antisemita, a causa de su posición sobre la guerra contra Irak, se ha convertido en una persona recomendable. El 13 de marzo de 2004, el Partido Socialista (SPO) acordó una alianza con el FPO para formar el gobierno regional de Jorg Haider en Carintia.

Este breve pase de revista histórico y las contradicciones que revela dan lugar a varias observaciones. La democracia es un sistema político en el que las ideas se combaten con ideas. A pesar de lo que se diga y cualquiera que sea la manera en que se presenten estas manifestaciones, la diabolización de un partido, el hecho de poner trabas a sus posibilidades de expresarse y de reunirse, no forman parte de la democracia. Son, por el contrario, métodos cuya aplicación rebaja a quienes los utilizan al rango de las ideas que pretenden combatir.

Recordemos que la Red Voltaire, que participó y desempeñó un papel importante en el Comité Nacional de Vigilancia contra la Extrema Derecha, se opuso siempre a la prohibición del Frente Nacional y dirigió, simultáneamente, diversas iniciativas contra las prácticas extremistas. De esta manera, la Red Voltaire dio lugar, junto a otros grupos, a la Comisión parlamentaria de investigación sobre el DPS, una milicia neofascista. Hemos tratado de estar a la altura de nuestros principios, lo cual no quiere decir que lo hayamos logrado siempre.

La alianza con los extremistas con el objetivo de compartir órganos ejecutivos constituye también un deshonor. Observemos que quienes la practican hoy son los mismos que aconsejaban ayer la diabolización.