Más allá del objetivo que se deja ver, el involucramiento de Turquía en el problema libanés responde a dos consideraciones mayores:

 Diplomáticamente, servir de contrapeso a la creciente influencia del Irán chiíta, exaltado por el éxito de su pupilo chiíta libanés, el Hezbollah, en su conflicto con Israel.
 Estratégicamente, y por una parte, cortar las vías para el suministro del Hezbollah neutralizando el territorio turco, que se había convertido desde la dominación norteamericana en Irak y la excomunión de Siria en uno de los lugares de tránsito del material iraní hacia el Líbano. Por otra, asegurar la contribución de Turquía en una eventual confrontación entre los Estados Unidos e Israel con Irán en relación con el expediente nuclear iraní. Estados Unidos dispone en Turquía de una importante base militar en Incerlik, la que fuera uno de los puntos de partida de los bombardeos norteamericanos contra Irak durante al primera guerra del Golfo (1990-1991).

El surgimiento diplomático de Turquía resulta de la desagregación del mundo árabe como consecuencia de la sexta guerra israelo-árabe (la guerra Hezbollah-Israel de julio de 2006), marcada por la desaprobación de los grandes países sunitas árabes con respecto al «aventurerismo» de la guerrilla chiíta libanesa.

La solicitud a Turquía es sin embargo una paradoja para la diplomacia occidental que no puede ocultar su desconcierto ante los reveses militares israelíes frente al Hezbollah libanés y un rompecabezas diplomático para las cancillerías occidentales enfrentadas al problema de la adhesión de Turquía a la Unión Europea y a las reticencias de la opinión pública europea con relación a esto.

Turquía solicitó su entrada a la Unión Europea desde 1987 y su solicitud se mantiene en suspenso desde entonces, es decir, hace más de veinte años.

Potencia militar y arca de agua del Medio Oriente, en el punto de confluencia de Europa y Asia, Turquía, por su candidatura a la Unión Europea, constituye un perfecto ejemplo de las contradicciones internas de la opinión pública occidental, que se debate entre su temor a un desbordamiento musulmán en Europa y su preocupación por preservar su asociación estratégica con un Estado que fue, durante medio siglo, el escudo de Occidente en su flanco meridional durante el paroxismo de la guerra fría soviético-norteamericana (1945-2000).

Su candidatura está subordinada a la satisfacción de condiciones políticas e económicas, especialmente a una mayor democratización de la vida pública, a una mayor flexibilidad en la gestión del problema kurdo, así como a un saneamiento de sus finanzas públicas y a su reconocimiento del genocidio armenio.

El partido armenio Tachnak, que pasa generalmente como el vocero de la comunidad armenia del Líbano, se opuso además a una participación turca en la FINUL invocando el pasado genocida de Turquía. En seis años, de 1984 a 2000, fueron muertos cerca de 30 mil autonomistas kurdos, hubo dos millones de desplazados y tres mil poblados destruidos debido a una política de fuerza del ejército con relación a los kurdos.

En el plano económico la situación no es mucho más brillante: la inflación es de 50% desde hace 20 años –una de las más elevadas de Europa–, la deuda exterior es de 120 mil millones de dólares y la corrupción representa el 15% del valor de los contratos públicos.

Estos graves problemas, tomados individual o colectivamente, habrían justificado en cualquier otra parte una campaña mediática de denuncia, pero durante largo tiempo fueron silenciados por la prensa occidental debido a la alianza privilegiada entre Turquía e Israel bajo la égida de Estados Unidos.

Hasta 1999, Turquía fue el tercer país beneficiario de la ayuda norteamericana después de Israel y Egipto. Sólo en 1997, la ayuda norteamericana a la Turquía en guerra contra los autonomistas kurdos superó la que obtuvo este país durante la totalidad del período de de la Guerra Fría (1950-1989).

Verdadero «portaaviones» norteamericano en el Meditérráneo oriental, Turquía a cambio sirvió lealmente a Occidente, incluso a Francia, llegando incluso a pronunciarse contra la independencia de Argelia, negando, contra toda evidencia, el combate de los nacionalistas argelinos, el carácter de guerra de liberación y llegando incluso a poner a disposición de la aviación israelí sus bases militares y sus espacio aéreo para el entrenamiento de sus cazabombarderos en operaciones contre el mundo árabe.

Sin embargo, en agosto de 2006 Turquía anuló un contrato de 500 millones de dólares con Israel para la modernización de su aviación militar a modo de protesta contra las violaciones del derecho humanitario internacional por parte de Israel en el Líbano.

Nunca una potencia militar musulmana había ido tan lejos en su colaboración con Occidente, al punto de que Washington y sus voceros mediáticos en los países occidentales celebraron la alianza entre Turquía y el Estado hebreo, suscrita en 1993, como «una alianza de las grandes democracias del Medio Oriente» sin que se alterara una alianza contra natura entre el primer Estado genocida del siglo XX (el genocidio armenio aún negado por Turquía) y los supervivientes del genocidio hitleriano.

El objetivo estaba entonces por encima de cualquier otra consideración moral: el encierro del mundo árabe, por efecto de tenaza, llevado a cabo por el antiguo colonizador otomano de los árabes y el Estado de Israel, entendido en el mundo árabe como el «usurpador de Palestina». Su papel de pivote en el seno de la Alianza Atlántica justificaba para Ankara todos los abusos y, para la prensa occidental, todas las indulgencias.

La situación se modificó un poco después de la guerra de Irak, en marzo de 2003, y del belicismo del primer ministro Ariel Sharon y los asesinatos extrajudiciales de las figuras históricas de la lucha nacional palestina, el jeque Ahmed Yassin y Abdelaziz Al Rantissi, los jefes sucesivos del movimiento Hamas.

Desde entonces Ankara tomó distancia con respecto a Washington en su aventura iraquí, priorizando el combate contra el irredentismo manifiesto de los nuevos socios de Estados Unidos, los kurdos iraquíes, lo que provocó, por un efecto de contrapeso, un relativo acercamiento entre Siria y Turquía.

Tan alabada hasta entonces, Turquía se devela para la opinión pública europea no como ese Estado laico con un gobierno de tinte islamista moderado con vocación para servir de enlace entre el Islam y Occidente, sino como un vasto reservorio de 70 millones de musulmanes cuya entrada en Europa podría desnaturalizar la esencia judeocristiana de la civilización europea.

Una imagen para asustar cuando todas las grandes reformas han sido iniciadas por un islamista moderado, el primer ministro Recip Tayyeb Erdogan, tanto la abolición de la pena de muerte como el desarrollo de una autonomía cultural en las zonas kurdófonas de Turquía.

En resumen, los europeos quieren a Turquía para su defensa, pero no para cohabitar. Más crudamente, dirían «sí a Turquía como fuerza suplente de Occidente, pero no como miembro de su familia».

Corresponde a Turquía y a los países árabes, tan preocupados por la respetabilidad occidental a toda costa, sacar las conclusiones.