Nuestros intelectuales, repantigados en sus sabidurías etéreas, casi siempre mudas o compradas para el silencio proditor, suelen tener amnesia con don Manuel González Prada. No sólo sus sentencias hieren su pérfido presente sino que no hay hasta ahora, en Perú y Latinoamérica, escritor de mayor fuste polémico, foete ígneo y brasa al rojo vivo para retratar las taras que ayer, como hoy, denunciaba este hombre integérrimo. Pero si no hubiera sido por su hijo, Alfredo, gran parte de lo que dejó, no habría pasado a la posteridad para ser tesoro de todos los hombres libres que aún habitan Perú y que están alertas a tomar la posta del maestro don Manuel.

Escribió en Nueva York, el 29 de agosto de 1944, Luis Alberto Sánchez: “Quiero reiterar, finalmente que todo el trabajo fundamental de descifración de manuscritos, confrontación de textos y citas, ordenamiento y copia, se debe a Alfredo González-Prada, el más hermoso paradigma de respeto y amor filiales que me haya sido conocer. El acicate moral para coronar la empresa viene, como siempre, de doña Adriana, la viuda y Animador del Autor. Las posibilidades materiales de realizarla se deben, primeramente, a Elizabeth Howe de González-Prada, hoy ya difunta, y luego, a su madre, Mrs. Minie L. Howe. A mí no me cabe otra función que la de afortunado testigo de tantas generosidades concertadas, consoladora y tónica constancia de que es todavía posible hallar sobre la tierra abnegación, desprendimiento y amor”.

Anota Alfredo en Recuerdos de un hijo (Books Abroad, revista trimestral de la Universidad de Oklahoma, 1943) que “A propósito de polémicas… Siendo como era, primordialmente, un escritor de combate, un polemista, resulta paradójico que mi padre nunca mantuviera una sola controversia pública. Su estrategia consistía en atacar y siempre atacar, sin defenderse nunca, sin replicar a su antagonista. Ningún insulto ni calumnia lograron apartarlo de esta línea…….Pero, entre sus escritos inéditos, sí he encontrado un párrafo que define ésa su política de indiferencia: Evitemos las discusiones y arrojemos la semilla dejando que el viento la lleve donde quiera llevarla: de mil granos, uno siquiera germina; de mil palabras, alguna despierta un eco. El que discute, se expone a dejarse conducir por el adversario, a descender adonde él quiera empujarnos. Se empieza por un monólogo en las nubes, y se acaba por un diálogo en el lodazal”.

Continúa Alfredo: “En el Perú –uno de los más conservadores y reaccionarios países del Continente-, mi padre sigue siendo considerado un rebelde. Combatió con persistencia y furia poco peruanas contra la corrupción política, la hipocresía religiosa, la injusticia social. Más que exactamente un rebelde, fue un inconforme, como la mayoría de los grandes escritores…… Y así también, por su individualismo, su voluntario aislamiento y su apostolado solitario, mi padre pudo repetir, refiriéndose a sus compatriotas, las palabras de Byron en el Childe Harold: I stood, among them, but not of them (Estoy entre ellos, pero no soy como ellos).

“Vivíamos –mi padre, mi madre y yo- en una pequeña y atrayente casita en el centro de Lima, una casa de un piso, con su patio lleno de plantas y flores, y una gran enredadera, en la que, por primavera, hacían los pájaros sus nidos. La casa tenía seis o siete piezas y espacioso traspatio. A la izquierda del patio, entrando a la casa, había una “ventana de reja”: pequeño departamento de dos piezas, con una ventana enrejada sobre la calle. (Esas “ventanas de reja”, que ahora están desapareciendo de Lima, son uno de los residuos de la arquitectura hispano-colonial típica). Fue ahí donde, por más de treinta años, vivió mi padre (1887-1918); ahí tenía su escritorio y su biblioteca”.

Alfredo González-Prada Vernueil, al decir de Luis Alberto Sánchez: “exquisito escritor y crítico, dedicó todas sus vigilias a reconstruir y publicar los inéditos paternos. Se hallaba concluyendo su tarea cuando, a destiempo y a mansalva, el Destino le pegó un zarpazo, y se lo llevó para siempre”.

El otro González Prada, Alfredo, había nacido en París, 1891 y murió en Nueva York el 27 de junio de 1943. “Jamás se conocerán los motivos de su trágica muerte. Muy de madrugada, después de haber estrechado la mano de su esposa, dio el salto desde el piso 22 de uno de esos rascacielos que han caracterizado a Nueva York”, escribió Rafael Loredo en La Prensa el 1 de enero de 1945.

Es pues justo rescatar de las tinieblas a Alfredo González-Prada. En un país en que hay “escritores” debajo de cada colchón lleno de dólares y “analistas” como moscas en la fetidez, bien conviene airear la historia y reivindicar a los justos valores de la república. El otro González-Prada sí que lo era.

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!

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