por Guillermo Rebaza Jara; rimbaud_ib@yahoo.es

Hace un tiempo, la dirección de un prestigioso colegio regentado por religiosas decidió imponer una versión moderna y escolarizada de las antiguas tapadas virreinales. Sus lozanas jovencitas fueron obligadas a usar la falda por debajo de las rodillas y, como complemento, las medias debían cubrir buena parte de las piernas, de tal modo que éstas queden a salvo de la imprudente y pecaminosa mirada masculina.

En muchos otros colegios de educación privada, se reza diariamente en medio de un rigor conventual, y en sus paredes lucen, brillosos, enormes retratos kitsch de sus santos protectores, o cuelgan pesados crucifijos en señal –debo suponer– de actitud contrita, digamos por ofender a su grey con las altísimas pensiones que cobran.

Todos estos hechos, sin embargo, no pasarían de simples anécdotas si se tratara de centros religiosos, pero resulta que son asuntos cotidianos en colegios de educación laica. Y he aquí la cuestión.

El laicismo en la enseñanza, contra lo que muchos pueden creer, es una doctrina que si bien defiende la independencia del educando de toda influencia religiosa, predica al mismo tiempo el mayor respeto por el hecho religioso. Pero resulta que, en nuestro país, hasta la candorosa laicidad es piedra en el zapato para ciertos sectores que apuestan por el monopolio a la más irrestricta libertad espiritual. En la historia de las doctrinas educativas, lo laico fue una conquista de la sociedad civil, y actualmente forma parte (al menos en países desarrollados) de una sociedad moderna y democrática, en la que no sólo cohabitan creyentes de diversas religiones, sino también no creyentes, agnósticos, ateos, y por fin cualquier persona legítimamente celosa de sus convicciones ideológicas y de su libertad de creer, o de no creer.

No obstante ello, en muchos colegios laicos se imparte arbitrariamente una educación con un fortísimo componente religioso, cuya excusa sería el creciente desmoronamiento de las creencias y el deterioro de valores. Y para rescatar a nuestra juventud de esa ciénaga donde los más preciados valores del espíritu agonizan inexorablemente, es válido preguntarse si la Iglesia Católica, en particular, es la más llamada a cumplir ese trascendental rol.

Definitivamente creemos que no. No, al menos, de modo exclusivo, como pretenden. Y antes de que un severo anatema complique más mi futuro en la morada de los justos, me remito a una confesión de parte. El 12 de marzo del 2000, en la basílica de San Pedro de Roma, el fallecido Papa Juan Pablo II presidió una histórica ceremonia donde pidió siete veces perdón por los pecados cometidos en nombre de la Iglesia. Pidió perdón por los “métodos intolerantes” de la Inquisición, sin precisar si por “métodos”se refería, por ejemplo, a la hoguera en que quemaron vivo a Giordano Bruno, en el Campo dei Fiori, o a la guillotina en que cercenaron la cabeza de cientos de librepensadores en Piazza del Popolo, o a los libros incinerados en la América virreinal. Pidió perdón, igualmente, por el antijudaísmo, aunque sin decir palabra del holocausto, ni mucho menos excomulgar a Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII, también conocido como el “Papa de Hitler”. Mucho menos hizo referencia al lejano príncipe del Opus Dei en Lima, Juan Luis Cipriani, que entonces ya era un íntimo de la mafia fujimontesinista y, para mayor abundancia, en su personal diccionario de “cojudeces” estaban los derechos humanos.

Para nadie es un secreto que la religión, en sus diversas corrientes, está estrechamente vinculada a la política. Y tales vínculos determinan, entre otros aspectos, su presencia en la estructura educativa de un Estado. Más allá de valoraciones ideológicas, esta es una realidad que debemos admitir, pero al hacerlo debemos también fortalecer una visión crítica del papel de la Iglesia en la sociedad. La historia, en ese sentido, nos da la razón. A pesar del esfuerzo de algunos sectores de la Iglesia por adaptarse a los cambios y necesidades de la humanidad, la línea dominante sigue secundando con proverbial celo aquella cínica moral y esos oscuros intereses que la Inquisición defendió con el terror.

Que la presencia de la Iglesia Católica en la educación peruana sea férrea e intransigente, en unos centros educativos, o alambicada y renovada en otros, es asunto exclusivo de quienes se someten a ella. Pero no es posible que la inmensa mayoría de la sociedad peruana se someta a un magisterio religioso de dimensiones proselitistas (véase, si no, la obligatoriedad de la enseñanza del curso de religión). La subordinación de la educación a este tipo de paternalismos, del signo que sea, la convierte en feudal y anticientífica. Y nos aleja, de paso, de cualquier proyecto de modernidad y excelencia académica que el sistema educativo nacional pretende alcanzar en este nuevo milenio.

Trujillo, marzo de 2001