Leamos el capítulo trigésimo primero del libro Nuestras vidas son los ríos… de Luis Alberto Sánchez y que lleva por título: Tres renuncias y una sola conducta. El caso Poindexter.

El año de 1928 marcó el apogeo de Leguía. Entonces, reafirmó el propósito de perpetuarse en el gobierno por medio de una segunda reelección. Llevaba nueve años consecutivos en la presidencia. Se habían reanudado las relaciones con Chile y aprobado el Tratado Salomón-Lozano entre Perú y Colombia. Se aceleraba el arreglo con Ecuador. Los adversarios acusaban a Leguía de que sus pactos internacionales se basaban en sendas cesiones territoriales. Guiado por su espíritu pragmático, Leguía decidió cancelar los pleitos con los vecinos. Quería dedicarse al “frente interno”, lo que para él se reducía a construir caminos, emprender irrigaciones, colonizaciones y el fortalecimiento de la clase media. En 1928, los directivos del comercio, la industria y la banca ofrecieron al dictador un opulento banquete, en el Teatro Municipal de Lima. Los menús de los invitados especiales estaban grabados en láminas de oro; los del resto, en plata. Sin embargo, se acusaba que los hijos y validos de Leguía realizaban peculados como suele ocurrir en toda dictadura.

El embajador norteamericano era el primer adulador de Leguía: uno de ellos apellidado Moore, le comparó con Pericles, Solón, Lincoln y Bolívar, y le colgó el rótulo de “titán del Pacífico”. Al fin las negociaciones directas entre Perú y Chile realizadas en Lima, dieron como fruto el Tratado de Paz y Amistad de 1929; basado en que Tacna volviera al Perú como había vuelto Tarata y que Arica quedaba en poder de Chile dentro de un régimen especial. Cerrado ese luctuoso capítulo, los áulicos de Lima lanzaron la candidatura de Leguía para el período 1929-1934. Las elecciones fueron un “walk-over”. No se permitió la inscripción de ningún competidor. La “democracia”, imperaba en las tierras del Perú.

Doña Adriana, siempre en la casita de la Puerta Falsa del Teatro, vigilaba los estudios de su nieto Felipe. Este andaba por los catorce años: pubertad sensitiva.

Uno de los embajadores norteamericanos, Mr. Miles Poindexter, y su esposa figuraban entre los habitúes de las reuniones de Palacio y de la casa de la calle de Pando. De regreso a Estados Unidos, los Poindexter, llevaron consigo dos criados peruanos indios, uno se llamaba Cornelio.

Antes de seguir adelante, anotaremos que el 29 de agosto de 1928, apenas reconciliados con Chile, el ministro de Relaciones Exteriores del Perú, Rada y Gamio, expidió una Resolución Suprema que decía:

“Nómbrese Consejero de la Embajada del Perú en Chile, al doctor Alfredo González Prada”. (Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores, Lima, Fondo L.A.S. y M.G.P. Biblioteca Nacional de Lima. Cir.: A.G.P. Redes para captar la nube, cit., prólogo).

Transcribió la Resolución a Alfredo, don Samuel Barrenechea, Oficial Mayor de la Cancillería. Tenía todos los visos de un ardid muy de Leguía. ¿Qué mejor ofrenda a Chile, que mejor reto a los peruanos adversarios del arreglo, que comprometer al hijo de Manuel González Prada, el apóstol de la revancha? Otros pensaron que, dado el respeto que Leguía demostró siempre a don Manuel, era esa una ratificación de su admiración al Maestro. El criterio de Alfredo se manifestó en un cable inmediato: lamentaba mucho declinar el nombramiento, por lo cual Leguía designó en su lugar a Javier Correa y Elías; sería consejero del embajador César A. Elguera. El rechazo de Alfredo mereció el entusiasta aplauso de doña Adriana y la ira de Rada y Gamio: éste tardaría menos de un año en cobrarse el desaire.

El criado de los Poindexter, Cornelio se dio cuenta, a través de su trato con otros servidores de embajadas, de que a él le pagaban muy poco y lo hacían trabajar demasiado. Fracasados sus reclamos ante su patrona, la señora Poindexter, Cornelio pidió protección a la embajada peruana, a cuyo frente se hallaba provisionalmente Alfredo, como Encargado de Negocios. Alfredo tomó a Cornelio y a su hermana a su servicio en las condiciones usuales en EEUU, mientras arreglaba los trámites para su repatriación. De nada valieron las protestas de la señora Poindexter. La embajada protegió a sus ciudadanos.

El 11 de julio de 1929, el chismoso Washington Daily Post publicaba bajo el titular “Peruvian indian servant”, la queja de la señora Elizabeth Gales Poindexter, contra el Encargado de Negocios del Perú, por haberle “arrebatado”, y prácticamente “secuestrado” a una pareja de cholitos, “sirvientes” que ella había traído de Lima: escándalo digno de Randolph Hearst. La señora Poindexter había tenido a los “cholitos” a su servicio cinco años en Lima. En Estados Unidos le pagaba a los dos 48 dólares al mes, o sea 24 dólares a cada uno a tiempo completo. Cuando Cornelio llevó su queja a Prada, éste habló con la señora Poindexter. Viendo que nada conseguía, los contrató pagándoles lo que la ley norteamericana estipulaba, más del triple de lo que recibían. La señora Poindexter había dirigido el 9 de julio una carta sentimental a Leguía, recordando lo afectuosos y obsecuentes que ella y su marido habían sido con el gobierno del Perú; dos días después, como un medio de presionar, inspiró la publicación del Washington Daily Post. Planteado el escándalo, al que hicieron eco los corresponsales extranjeros, la Cancillería de Lima esperó que Alfredo se amedrentase. Este respondió a los diarios estableciendo el derecho de los peruanos a recibir un estipendio adecuado dentro de la ley. El 8 de agosto, el ministro Rada y Gamio dirigió a Prada el siguiente cable No. 42:

“Causádonos penosa impresión, incidente usted con señora Poindexter, Stop. Esperamos satisfágala usted ampliamente, entregándole criado. Conteste. Rada y Gamio”.

El uso de la primera persona del plural implicaba tácitamente a Leguía. La ausencia de toda fórmula cortés, indicaba el ánimo de doblegar. Alfredo contestó tajantemente el 9 de agosto:

“Telegrama 121: Los términos de su cablegrama 42 me hacen comprender que sus informaciones sobre incidente son inexactas. Stop. Como no puedo creer que deliberadamente se quiera protegerla en forma injusta basando su determinación únicamente en la antojadiza versión de la señora Poindexter, estoy listo, si usted me pide, a explicar la verdad de lo sucedido. González Prada”.

Para la arrogancia de Rada y el régimen, el tono del cable de Alfredo, era intolerable. Rada y Gamio ripostó con calculada violencia, ya que su respuesta tardó. Entre tanto, doña Adriana había tenido información de Alfredo. Hierática, con el ceño arrugado, recibía a los amigos que tenían noticias del impasse. Al fin, el 8 de agosto despachó Rada y Gamio su cable. Decía:

“Agosto 13, Telegrama número 44. En respuesta a su telegrama número 121, cumpla usted inmediatamente mis instrucciones contenidas mi telegrama número 11. Rada y Gamio”.

El 15 de agosto, después de recibir el 14 el cable de fecha 13 transcrito, Alfredo hizo tres cosas: contestó el cable; retiró sus objetos personales de la Embajada y devolvió al Secretario de Estado la tarjeta que lo acreditaba como miembro de la Embajada y telegrafió a Isaías de Piérola, hijo de don Nicolás, quien era Agregado Comercial a la Embajada de Washington y que fue enemigo de Leguía en 1900. Isaías de Piérola se hallaba a en White Oaks Shad, New York, de vacaciones. Le correspondía hacerse cargo de la Embajada, en ausencia del embajador Velarde y de Alfredo.

El duro cable de Alfredo a Rada y Gamio decía:

“Agosto 15. Las órdenes de su cablegrama son injustas y no las cumpliré. Si amparar los derechos de un ciudadano peruano, abusado y explotado, constituye a los ojos de Ud. un acto censurable en un funcionario oficial, yo pienso de distinta manera y como no estoy dispuesto a cumplir sus instrucciones arbitrarias, renuncio al cargo que desempeño. Sé que este incidente es un simple pretexto y la culminación de la actitud de hostilidad latente desde el instante en que rechacé el nombramiento de Consejero de la Embajada del Perú en Chile y me negué a asociar mi apellido a las desastrosas negociaciones que han terminado con el pacto infame que acaba usted de suscribir. No me sorprende que mi actitud de hoy le parezca reprochable: mal puede proteger mi afán justiciero de proteger los intereses de un peruano humilde, quien como usted ha fracasado en la defensa de los más sagrados y altos derechos del Perú. He hecho entrega de la Embajada al Consejero don Isaías de Piérola, a quien he presentado al Departamento de Estado como Encargado de Negocios ad interim. Prada”.

La nota a Isaías de Piérola era seca y cortés:

“He renunciado hoy y siendo usted el siguiente en rango en la Embajada, se convierte en Encargado de Negocios automáticamente. He notificado al Departamento de Estado y a Relaciones Exteriores de Lima. Como hay asuntos importantes pendientes con el Departamento de Estado, haga el favor de venir a Washington tan pronto como pueda. Le telefonearé esta noche a las 9 del Este. Mis mejores consideraciones. González Prada”.

La apretada redacción de cada uno de estos documentos indica no sólo tensión en quien los escribía sino también diversos estados de ánimo, según la persona y asuntos a quien se dirigen. Con Piérola se muestra cortés, pero distante; con Rada, agresivo y doctrinario. Naturalmente, la respuesta de Relaciones Exteriores sólo tardó un día:

“Agosto 16. Lima. Para González Prada. Urgente. Aceptada su renuncia. Rada y Gamio”.

La Prensa de Lima, también entonces en poder del gobierno; publicó parte de este choque cablegráfico con el ánimo de restarle importancia. Doña Adriana, a quien visité la tarde del 17 de agosto, estaba en compañía del periodista Francisco A. Loayza. No se mostró satisfecha: “Sí, Alfredo ha hecho bien, pero debió hacerlo antes”, fue su comentario, acaso excesivamente duro.

Una de las primeras y más expresivas congratulaciones fue la del eximio dibujante Julio Málaga Grenet, amigo de toda la vida de Alfredo. Su cablegrama debe transcribirse entero, máxime cuando, por un error de armaduras, aparece mutilado y confundido con otro documento en el prólogo mío a la selección de Alfredo, Redes para captar la nube.

1929. Aug. 21. Lam. 1 ND540 NEWYORK NY 21 González Prada.- 2633 Connecticut Ave. Washington DC.- Abrazazo formidable por haber hundido en mierda a Pedro José. Como en el cuento Los canastos de Clemente Palma, has restablecido el equilibrio universal. En este momento te escribo lleno de entusiasmo y admiración. Málaga Grenet”.

Málaga, espíritu cáustico, trabajaba como dibujante en un importante diario de Nueva York, después de haberlo hecho en Caras y Caretas de Buenos Aires y en Le Matín de París: había comenzado sus primeras armas con Alfredo y Valdelomar en Lima. Fue el fundador de Monos y monadas, semanario que apareció en los primeros años de la primera década del siglo.

Aunque no era muy de la devoción cívica de Alfredo, el poeta Chocano entonces autoexiliado en Santiago de Chile, le dirigió un curioso cable fechado el 3 de agosto. Decía:

“Cablegrafíame dirección escríbole. –Santos Chocano:

Al parecer, el “poeta de América”, enfrascado en ese momento en activa campaña contra Leguía, aunque había patrocinado el arreglo de Tacna y Arica, quería comunicar algo confidencial a Alfredo.

Carlos Concha, ex secretario de Pardo, ex presidente de los Estudiantes del Perú, a la sazón desterrado y profesor en la Universidad de Yale, cablegrafió el 22 de agosto:

“Era casi un milagro que le respetaran a usted esas gentes indignas del gobierno de Lima, que no tienen el menor concepto de la honradez ni la decencia. Me alegro infinito de que esté usted de acuerdo conmigo al juzgar el tratado Figueroa-Rada. Su silencio me lo hacía hacía entender así. El que haya podido suscribirse semejante pacto da la idea del grado de abyección a que se ha llegado en el Perú. Carlos Concha”.

El Comité Ejecutivo del Apra (entonces una organización diminuta) desde París, el 18 de agosto mismo le cablegrafiaba su adhesión. Firmaban el cable Alfredo González Willis, Wilfredo Rosas, Luis E. Heysen, Gregorio Castro, Horacio Guevara y José Z. Ochoa. En esos días, Haya de la Torre había sido “reexpedido” de Panamá a Hamburgo por presión de la dictadura de Leguía. De todos los sectores antileguiístas, sin excluir a los del más rancio “civilismo”, llegaron mensajes de adhesión y aliento al altivo dimitente. Se dio cuenta de cuán frágil es la ideología frente a los intereses, y cuán diversa pudo ser la vida para su padre si hubiese recurrido en un solo acto grato al civilismo.

Diez días después de su renuncia, el 16 de setiembre, Alfredo y Elizabeth emprendían viaje a Europa a bordo del gigantesco y flamante “Ile de France”. Doña Adriana fue invitada a reunírseles: prefirió permanecer al lado de su nieto. Terminaba 1929 y había estallado el desbarajuste de la Bolsa de Nueva York, consecuencia de la caída del marco alemán y de la falsa prosperidad de la trasguerra.

En los seis primeros meses de 1930, el sólido gobierno de Leguía se deterioró visiblemente. Por un lado, las facciones internas; por el otro, la renacida y acelerada conspiración en el exterior; además, la falencia de la Caja Fiscal, el cese de los empréstitos; el consiguiente desgano castrense. Con la incomprensible tolerancia del gobierno llegó de París un oscuro militar, dos veces desterrado por motinero: el comandante Luis M. Sánchez Cerro. Había tenido frecuente contacto con los grupos borbónicos, o sea con los oligarcas residentes en Italia y Francia. Allí conoció ocasionalmente a Alfredo. Regresó a Lima buscando un mando militar que le fue facilitado por el presidente de los Diputados y pariente de Leguía, Foción Mariátegui: le asignaron la comandancia de un regimiento en Arequipa. El 22 de agosto se sublevó enarbolando un manifiesto democrático, con cuyos enunciados jamás cumpliría. Dos días después, ante la presión de la guarnición de Lima, Leguía renunciaba a la presidencia y se refugiaba en un barco de la Armada de Guerra. El 27 entraba triunfalmente Sánchez Cerro en Lima. Entre sus compañeros de gobierno, figuraban algunos entusiastas lectores de Don Manuel, entre ellos el comandante Alejandro Barco y el mayor Gustavo Jiménez. El 8 de setiembre de 1930 Alfredo recibía en París su designación como Agente Confidencial de la Junta Revolucionaria: el 19 de setiembre del mismo año fue nombrado Ministro Plenipotenciario en Londres: noticia que recibió en Estocolmo. El mismo día fueron repuestos en sus cargos diplomáticos, Francisco y Ventura García Calderón y se nombró a Felipe Barreda y Laos.

A las funciones de Ministro Plenipotenciario en Londres, se agregaron las de Delegado del Perú ante la Sociedad de Naciones. La Corte de Saint James y el Palacio de Ginebra, tuvieron como representante peruano a un hombre de 42 años polígloto y a una dama de origen sajón que se interesaba por los problemas políticos.

A mediados de 1931, un sector del partido descentralista del Perú pensó en la candidatura presidencial de Alfredo. El comandante Gustavo Jiménez era uno de los más interesados en ello. Siguiendo los pasos de su padre, Alfredo no manifestó ninguna inclinación a ceder a la tentación. Además, en mayo de 1931 había llegado a Londres, procedente de Berlín y con destino a Lima, el fundador del Apra, Haya de la Torre, proclamado candidato de su partido. A las observancias que le formularon desde Lima, respondió que para él era digno de respeto y, por tanto, debía ser alojado en la casa del Perú en Londres aquel a quien se pensaba digno de ser Jefe del Estado.

A fines de 1931 llegaron malas noticias de Lima. Felipe, que había terminado su instrucción secundaria se hallaba seriamente enfermo. Fue hospitalizado en la Clínica Angloamericana de Bellavista. Los médicos no descubrían la identidad de su mal. Se hablaba de anemia, de leucemia, de tuberculosis, pero nadie podía afirmar nada. Alfredo decidió que apenas mejorase viajara a Europa, a reunirse con él, en compañía de doña Adriana. Al fin los González Prada de Verneuil se juntarían de nuevo. Elizabeth estuvo de acuerdo.

La política peruana fue muy cambiante entre 1930 a 32. En noviembre de 1930, el comandante Sánchez Cerro se dio a sí mismo un golpe de Estado y se entregó a un gabinete derechista, abandonando a Jiménez y sus “radicales”. Empezaron las persecuciones, sobre todo contra la recién nacida Sección Peruana del Apra, fundada el 20 de setiembre de 1930. La oligarquía apoyaba al naciente Partido Comunista contra el Apra: El Comercio era uno de los vehículos de esa campaña. El 1 de marzo de 1931, se sublevó la Escuadra con el Contralmirante Alejandro Vinces como jefe. Sánchez Cerro fue derrocado. En el lapso de cinco días hubo tres presidentes. La nueva Junta de gobierno encabezada por el viejo revolucionario pierolista David Samanez Ocampo, convocó a elecciones generales. Sánchez Cerro fue proclamado vencedor, sobre Haya de la Torre. Empezó a gobernar como Presidente constitucional el 8 de diciembre de 1931. En su gabinete figuraría enseguida como ministro de Relaciones Exteriores Luis Miró Quesada, codirector de El Comercio y cabecilla del grupo que asaltó a La Idea Libre (1902). Este Miró Quesada había atacado a don Manuel desde 1900; más tarde, chocaron nuevamente con ocasión del “asunto de la Biblioteca Nacional”, en 1912. Alfredo no titubeó un instante. El era un González Prada: formuló renuncia irrevocable a algo a que tenía indiscutible derecho: a los cargos de Ministro en Londres y Delegado ante la Sociedad de Naciones. Esto ocurría en enero de 1932. Había desempeñado aquellas dignidades desde el 19 de setiembre de 1930. Era su cuarta renuncia pública en 30 años de actuación oficial: 1914, 1928, 1929, 1932.

En compañía de Elizabeth viajó por los países nórdicos, por Francia, Italia, Grecia y España. De regreso, encontró a su madre y a Felipe, su hijo, en París. Felipe falleció como ya se ha visto. Le enterraron provisionalmente en el cementerio Pére Lachaise.

Aquel año de 1933 inicia Alfredo la admirable tarea de publicar los inéditos de don Manuel. A Trozos de vida les puso un prólogo compendioso. En Bajo el oprobio dejó fluir libremente su pasión antimilitarista, semejante a la de su padre. Había, sí, una diferencia: impulsado por la gratitud del derrocador de Leguía y admirador de don Manuel, había tenido la flaqueza de concurrir, dos años atrás, en mayo de 1931, cuando Sánchez Cerro había perdido el poder, al banquete que los emigrados peruanos, le ofrecieron en París. Sánchez Cerro sentó a Alfredo a su derecha. Entre los asistentes se hallaban Francisco y Ventura García Calderón, Felipe y Enrique Barreda y Laos, Francisco Tudela y Varela, Clemente Althaus, Juan y Andrés Alvarez Calderón, y un grupo de militares, entre ellos un comandante Ravines, hermano del primer secretario del Partido Comunista del Perú. La renuncia de enero de 1932 redimió a Alfredo de aquel pecado. El prólogo a Bajo el oprobio rezuma el odio a los dictadores castrenses. Era como una reedición de uno de los más cáusticos textos de don Manuel.

Con los papeles inéditos de su padre en un pequeño baúl de acero, anduvo por el mundo. Cada noche entablaba fecundo diálogo con aquellas reliquias resurrectas. Con paciencia y perspicacia organizó los volúmenes que constituyen hasta ahora lo más significativo de la obra de González Prada. En 1935, me pidió que prologara y editara Baladas peruanas y, en 1936 y 37 Anarquía y Nuevas páginas libres, utilizando las prensas de la Editorial Ercilla de Chile; yo era subdirector de ella. La casa Bellenand de París editó Grafitos, Baladas, Libertarias (en verso), Figuras y figurones, en prosa. La editorial Imás de Buenos Aires, manejada por anarquistas, lanzó Propaganda y ataque y Prosa menuda. Dos años después de la muerte de Alfredo y utilizando sus apuntes, publiqué en México, El tonel de Diógenes, y en 1946, en Lima, la tercera edición de Pájinas libres, según el original enmendado por el propio don Manuel.

En 1947 edité Adoración, versos, tomados del ejemplar inédito que poseía doña Adriana. En 1975 publiqué Letrillas. Están todavía inéditos dos libros que Alfredo no alcanzó a editar: Cantos del otro siglo y Ortometría.

Pero, todo esto debe abonarse en la tarea de editor de Alfredo. Queda concluir el relato de su vida y la presentación de su propia obra.
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