Foto arriba: El sargento Richard Wiley demostrando las capacidades de su rifle ametralladora M-14 a oficiales de la policía iraquí. Foto cortesía DoD.
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Me parece que hay algo importante que aprender de la reciente experiencia de Estados Unidos e Israel en Medio Oriente: los ataques militares masivos no son sólo moralmente reprensibles, sino también inútiles en lograr los objetivos expresos de quienes los llevan a cabo. En los tres años de guerra en Irak, que comenzó con bombardeos para conmocionar y atemorizar, y que continúa con violencia y caos día tras día, Estados Unidos no ha podido cumplir su objetivo declarado de brindar democracia y estabilidad a esa nación. Los soldados y los civiles estadunidenses, temerosos de ir a los barrios de Bagdad, se apretujan en la Zona Verde, donde se construye la embajada más grande del mundo, pues cubre 104 acres y está escindida del mundo de afuera por enormes muros.

Recuerdo la novela de John Hershey, The War Lover, en la cual un piloto estadunidense y machista, al que le gusta arrojar bombas a la gente y alardea de sus conquistas sexuales, resulta ser impotente. George W. Bush, ataviado con su chaqueta de vuelo en un transportador aéreo, mientras anuncia su victoria en Irak, se ha convertido en la encarnación del personaje de Hershey: sus palabras son igual de ostentosas; su maquinaria bélica, igualmente impotente. La invasión israelí de Líbano no le trajo seguridad a Is-rael. De hecho, ha incrementado el número de sus enemigos, sean de Hezbollah o de Hamas, sean árabes que no pertenecen a ninguno de estos grupos.

El fracaso de una fuerza masiva se remonta tan atrás a lo profundo de la historia que los líderes israelíes deben ser extraordinariamente obtusos, o ciegamente fanáticos, para no verlo. Pero la memoria no se ha perdido para el profesor Ze’ev Maoz de la Universidad de Tel Aviv. Hace poco escribió en el periódico israelí Ha’aretz acerca de las previas invasiones israelíes a Líbano: "Cerca de 14 mil civiles murieron asesinados entre junio y septiembre de 1982, según un cálculo conservador".

El resultado, aparte de la devastación humana y física, fue el surgimiento de Hezbollah, cuyos cohetes provocaron otro desesperado ejercicio de fuerza masiva. La historia de las guerras que se han combatido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial revela la futilidad de la violencia a gran escala. Estados Unidos y la Unión Soviética, pese a su enorme potencia de fuego, fueron incapaces de derrotar los movimientos de resistencia surgidos en naciones pequeñas y débiles. Aun cuando Estados Unidos arrojó más bombas sobre Vietnam que en toda la Segunda Guerra Mundial se vio forzado a retirarse.

La Unión Soviética, que intentó durante 10 años la conquista de Afganistán, en una guerra que ocasionó un millón de muertes, se fue empantanando hasta que tuvo que retirarse. Inclusive los supuestos triunfos de las grandes potencias militares resultaron elusivos. Después de atacar e invadir Afganistán, el presidente Bush alardeaba que los talibanes habían sido derrotados. Cinco años después, Afganistán está hundido en la violencia y los talibanes son activos en buena parte del país.

En mayo pasado hubo motines en Kabul, después que un camión militar sin control mató a cinco afganos. Cuando los soldados estadunidenses dispararon a la multitud, otras cuatro personas fallecieron. Tras una breve guerra aparentemente victoriosa contra Irak en 1991, George Bush padre declaró (en un momento de rara elocuencia): "El espectro de Vietnam fue enterrado para siempre en las arenas del desierto de la península arábica". Esas arenas están llenas de sangre una vez más.

El mismo George Bush presidió un ataque militar a Panamá en 1989 que mató a miles y destruyó vecindarios completos, y se justificó como parte de la "guerra contra las drogas". Otra victoria, pero en pocos años el tráfico de drogas en Panamá bullía de nuevo. Las naciones de Europa oriental, pese a la ocupación soviética, desarrollaron movimientos de resistencia que eventualmente empujaron a los militares soviéticos a irse. Estados Unidos, que durante cien años hizo lo que quiso en América Latina, fue incapaz de controlar los sucesos en Cuba, Venezuela, Brasil o Bolivia, pese a la larga historia de intervenciones militares.

El apabullante poderío militar israelí, aunque ocupa Cisjordania y Gaza, no ha sido capaz de impedir el movimiento de resistencia palestino. Israel no es más seguro por utilizar continuamente su enorme fuerza. Pese a dos guerras sucesivas (en Irak y Afganistán), Estados Unidos no es tampoco más seguro.

Algo más importante que la futilidad de la fuerza armada, y en última instancia lo más importante, es el hecho de que la guerra de nuestro tiempo resulta siempre en matanzas indiscriminadas de grandes cantidades de personas. Para ponerlo en palabras más abruptas: la guerra es terrorismo. Por eso una "guerra contra el terrorismo" es una contradicción de términos. El repetido pretexto para la confrontación, y para su cuota de civiles muertos ­y esto lo repiten los voceros del Pentágono y los funcionarios israelíes­ es que los terroristas se esconden entre los civiles. Entonces, la matanza de personas inocentes (en Irak, en Líbano) es "accidental", mientras las muertes causadas por los terroristas (como en el 11 de septiembre o con los cohetes de Hezbollah) son deliberadas. Esta es una distinción falsa. Si se lanza deliberadamente una bomba sobre una casa o un vehículo con el pretexto del que había dentro un "sospechoso de ser terrorista" (nótese la frecuencia con que se usa la palabra "sospechoso" como evidencia de la incertidumbre que rodea a los objetivos militares), se arguye que el fallecimiento de mujeres y niños resultantes no es intencional, y por tanto es "accidental".

Las muertes de gente inocente en esos bombazos pueden no ser intencionales. Pero ninguna es accidental. La descripción apropiada es "inevitable". Así que si una acción matara inevitablemente a personas inocentes, es tan inmoral como el ataque "deliberado" a civiles. Y cuando se considera que el número de personas que perecen inevitablemente en eventos "accidentales" ha sido mucho mayor que las muertes de inocentes causadas deliberadamente por los terroristas, uno debe reconsiderar la moralidad de la guerra, cualquier guerra de nuestro tiempo. Es una ironía suprema que la "guerra contra el terrorismo" conlleve una cuota de muertos mucho mayor entre los civiles inocentes que los ataques del 11 de septiembre de 2001, cuando 3 mil personas perdieron la vida. Estados Unidos reaccionó invadiendo y bombardeando Afganistán.

En dicha operación fallecieron, por lo menos, 3 mil civiles, y cientos de miles se vieron forzados a huir de sus hogares y comunidades, aterrorizados por lo que, supuestamente, era una guerra contra el terrorismo.

La ofensiva de Bush en Irak, que el presidente sigue vinculando con la "guerra contra el terrorismo", ha matado entre 40 mil y 140 mil civiles. En Vietnam, más de un millón de civiles fallecieron a causa de las bombas estadunidenses, supuestamente, por "accidente". Si se suman todos los ataques terroristas por todo el mundo en el siglo XX, éstos no igualan la terrible cuota que señalamos. Si reaccionar contra los ataques terroristas mediante una guerra es inevitablemente inmoral, entonces debemos buscar otros modos, distintos de ésta, de ponerle fin al terrorismo. Y si la represalia militar contra el terrorismo no es sólo inmoral sino fútil, entonces los líderes políticos (no importa qué tan de sangre fría sean sus cálculos) deben reconsiderar sus políticas. Cuando a tales consideraciones prácticas se les sume la repulsa popular contra la guerra, tal vez podremos ponerle fin a un largo periodo de asesinatos masivos.

Fuente: La Jornada.

Traducción: Ramón Vera Herrera.

Este artículo se publicó originalmente en The Progressive (http://progressive.org/), noviembre de 2006. Lo publicamos con permiso del autor.

Howard Zinn es coautor, junto con Anthony Arnove, de Voices of a People’s History of the United States.