La precaria democracia chilena fue inicialmente una dádiva de los militares, los "milicos" como les llaman allá. Cuando Pinochet reconoció haber perdido el plebiscito no estaba dando una lección de liberalismo. Chile se encontraba en un pésimo momento económico. El plan trazado por los "Chicago boys" y Milton Freedman ─la instauración del neoliberalismo en América Latina─, no había dado resultado. Existía un 30% de desempleo, el pueblo estaba muy descontento. De no haber cedido, Pinochet habría tenido que enfrentarse a una rebelión popular en un breve lapso. No quiso desestabilizar el país una vez más, consideró que podía gobernar detrás del trono. Y así lo hizo.

Durante su presidencia Patricio Aylwin sufrió numerosas presiones, que denunció al cesar en su cargo. Frei tuvo que hacer juegos malabares para conservar su autoridad frente a la presencia siempre ominosa del alto mando castrense. Entre los políticos chilenos es sabido —aunque ninguno quiere admitirlo—, que bastaba que Pinochet alzara su dedo meñique para que el aparato militar del país se pusiese en marcha y derrocase, una vez más, al gobierno democráticamente elegido.

Poco a poco la presión popular fue forzando a enjuiciar a Pinochet. El dictador enfrentó decenas de causas por los crímenes y torturas que se cometieron bajo su mandato. Se protegió con la inmunidad, que le otorgaba su senaduría vitalicia. Las denuncias públicas de sus numerosos crímenes fueron profundizando en la conciencia de la absoluta necesidad de arraigar las instituciones democráticas. Tras ser aprehendido en Londres, la liberación de Pinochet, ordenada por el gobierno laborista enlodó a Tony Blair, aún más.

En Chile solamente apoyaba al tirano un grupito apenas de niños fresa, hijos de los militares o los empresarios beneficiados por la dictadura pero tras ellos se hallaban los espeluznantes gorilas capaces de infundir todas las consternaciones. Sobre la sombra siniestra de Pinochet pesan figuras como el carnicero Manuel Contreras, jefe de la siniestra Dirección de Inteligencia, la siniestra DINA, y los perpetradores de la salvaje Caravana de la Muerte, que dejó un rastro de dolor y tragedias, más los verdugos de la Operación Cóndor, organización internacional que con fiereza y perversidad se lanzó por toda América Latina a decapitar a los liberales, a la izquierda pensante de nuestro continente.

También, los responsables directos de haber plantado la bomba, en Washington, en el coche del ex canciller Orlando Letelier, y quienes realizaron el atentado dinamitero, en Buenos Aires, que costó la vida al general Carlos Prats, el último militar pundonoroso que quedaba en Chile además de los causantes del atentado al líder demócrata cristiano, Bernardo Leighton, ocurrido en Roma. En Chile andan libres aún los que cortaron a hachazos las manos del guitarrista Víctor Jara —durante su encierro en el estadio nacional—, cuyo único delito fue cantar con su clara voz las realizaciones de la Unidad Popular. De todos esos crímenes se sabe que las órdenes salieron del despacho de Pinochet.

Los defensores del dictador claman que todo ello fue necesario por defender la cristiandad occidental de un comunismo agresor. El marco de la Guerra Fría le permitió mentir y abusar para mejor desdeñar los derechos humanos. Allende ni siquiera dijo que su gobierno sería socialista ─mucho menos marxista─, sino que constituía una antesala de beneficio social y recuperación de la propiedad nacional, para que en un futuro razonable pudieran mejorar las condiciones de vida del pueblo chileno.

El golpe fue alentado y organizado por la CIA y poderosas compañías transnacionales como la ITT y la Anaconda Copper. Detrás del zarpazo se hallaba la intención de recuperar y asegurar muchos miles de millones de dólares. La sangre fue vertida en nombre de los intereses privados de grandes consorcios y Pinochet fue su instrumento.

Pero el pinochetismo no está en agonía, como el tirano. Basta advertir los rictus de odio, rabia e insolencia de sus partidarios, los rostros torvos de los "milicos", de los siniestros esbirros que ensangrentaron el país, aún impunes, aún expectantes. El fascismo chileno no ha muerto aunque se haya debilitado. Debe mantenerse la guardia democrática para que nunca más ocurra una transgresión de la legalidad institucional en aquél país.