La creación del imperialismo norteamericano que comenzó su férula y oprobio el 11 de setiembre de 1973, el gobierno golpista de Chile, acaba de perder a su símbolo de más abisal significación: ha muerto Augusto Pinochet, ¡una rata menos!

Nunca las sospechas que dieron cuenta de cómo Estados Unidos se involucró descarada y criminalmente en la caída de Allende en 1973 y la asunción de Pinochet y un régimen tiránico y despiadamente genocida, se vieron más confirmadas que cuando, hace pocos días, quedaron desclasificadas las conversaciones entre el entonces secretario de Estado, William Rogers y Pinochet sobre Perú, una eventual guerra y las preocupaciones ambientes en torno al armamento soviético en la zona, señaladamente en nuestro país. Poco el interés de los “analistas, politólogos, internacionalistas” que concitó la maciza y desvergonzada prueba que Perú era considerado por Chile como su enemigo y no a la inversa. Las razones son hasta históricas: hasta 1879, Perú no poseía límites con el país austral que luego se lanzó en una guerra de conquista.

Tampoco se puede idealizar al Chile de Allende que provocó, en proporciones cataclísmicas con su desorden y quiebra financiera, desmadre político y caos generalizado, la respuesta autoritaria y de hierro que dieron los militares y los sectores más retrógrados del país austral. La mitología, los libracos, las leyendas de no pocos, creó, más bien distorsionó, la realidad de lo que entonces vivió Chile. Por tanto y sin embargo de aquello, nada podía presagiar el baño de sangre, el dolor de tantos años y la aparición de pandillas de gángsteres que decidieron la diferencia entre la vida y la muerte de miles de personas.

A mucha gente en Chile pareció que Pinochet representaba el orden, la respetabilidad y la lucha contra el comunismo que a los medios se antojaba como una amenaza terminal para la constitucionalidad. Sin embargo, las heridas creadas por más de tres lustros, a sangre y hierro, balas y crímenes, aún no cierran y hoy Chile tiene un debate inconcluso. Para unos un dios, para otros un caco, Pinochet, representó, sin duda alguna, un baldón inexcusable para cualquier cosa que se pareciera a la democracia, los derechos humanos y la posibilidad de vivir y respirar aires no contaminados.

Nuestra visión es desde afuera y desde la experiencia que alguna vez nos hizo víctimas de aquel régimen tiránico, por largas horas y días de angustiosa incertidumbre. Entonces éramos estudiantes curiosos e ignaros de aquello que en Chile fue una larga noche de terror, miedo inenarrable y largo túnel de sucesos que hasta hoy no tienen explicación. Y, por cierto, mucho menos, sanción a los responsables.

En Perú hemos escuchado mil veces que “se necesita un Pinochet”. Claro que quienes así decían jamás supieron qué era estar en las ergástulas o perseguidos sañudamente por quienes eran chacales de ese gobierno. Nunca pasaron por las penas de ser extranjeros en sus propias patrias y de ser negados por la tierra natal. Y, como es obvio, no tenían detenidos-desaparecidos ni familiares presos ni nada por el estilo.

Pinochet simboliza lo más bajo del alma humana que suele caminar por ergástulas de lo más asqueroso y predador que genera el odio y la antipatía a la vida libre. Es apenas un eructo dictatorial, un gozne de una larga pléyade de tiranos que a veces barnizan sus lustres con antifaces ideológicos, pero asesinan con igual puntería y frialdad de francotiradores. Murió Pinochet: ¡una rata menos!

¡Viva la democracia de pan con libertad y muerte a los tiranos!