Ayutla de los Libres, Gro. Sólo saben del gobierno mexicano por los soldados que frecuentemente los visitan y preguntan por “la gente que porta armas y usa pañuelo rojo”. Pueblos me’phaa y nu’saavi de La Montaña guerrerense no cuentan con centros de salud ni médicos. En la mayoría de ellos no hay escuelas ni maestros. Tampoco luz eléctrica ni líneas telefónicas. Durante los últimos tres años no se hizo una sola obra social. A comunidades de la zona más pobre del país sólo llegaron los “guachos”.

Pero a partir de octubre la intimidación contra estos pueblos indios se agudizó: los militares instalan campamentos sobre milpas y “cazan” chivas y vacas de campesinos de la zona. Destruyen plantaciones de chile y amedrentan a mujeres y niños, a quienes les exigen que den informes de la “gente que anda de noche y carga armas”.

Valente, de seis años, crece y corre entre las laderas escarpadas de La Montaña baja. “¡Wua’ssa!” (buenos días), grita festivo. Para él, la palabra “gobierno” siempre estuvo asociada con el miedo, porque la única presencia gubernamental en su comunidad es la de los soldados. Pero ahora ya se le ve increpar y reclamar, junto con tíos y vecinos, a los militares que causan destrozos en las milpas.

“Ya no vamos a permitir campamentos en esta tierra. Vamos a agarrarlos a garrotazos o a pedradas. No tenemos armas pero piedras hay muchas y no las necesitamos comprar. Hombres y mujeres vamos a sacarlos. Ya es un acuerdo de la comunidad”, advierte Natalio Eugenio Catarino, de Barranca de Guadalupe, aldea enclavada en los bosques de la parte baja de La Montaña, “la última trinchera”, como diría Fernando Benítez de los me’phaa.

Se llega a las comunidades indias sólo por una brecha rojiza -bordeada por encinos y ocotes en las partes altas, y por ciruelos, mangos y naranjos en las bajas- que parte de esta cabecera municipal. El zanate, profundamente negro e impávido, se posa, vigilante, en las curvas del camino. Desde las inmediaciones de la comunidad se observan laderas guindas donde la jamaica está a punto de cosecha. Los cañaverales crecen al pie de los arroyos y en las casas alistan el trapiche para la zafra que va a comenzar.

Con excepción de la caña de azúcar y la jamaica, que cada familia cosecha en pequeñas cantidades para vender en el mercado de la cabecera, la producción agropecuaria es de autoconsumo. Alrededor de tres personas por comunidad entienden el español y sirven de traductores con los fuereños. Son también los encargados de reclamar, sin éxito, a los soldados el pago por los destrozos en las parcelas.

"Rambos, como los de las películas”

Vicente Díaz Luciano, de apenas 26 años, es comisario de Barranca de Guadalupe. Por medio de un intérprete dice que desde mediados de octubre, tropas que van de los 35 a los 200 soldados han rodeado varias casas hasta por cuatro horas. Con ello causan pavor entre niños, mujeres y parientes de las familias acosadas. Además ostentan una lista de personas que supuestamente buscan por estar vinculadas con “grupos de delincuentes”.

“El día 24 de octubre volvieron los solados a rodear la casa de Paulino Felipe Rafael (quien ha sido comisario del pueblo) y estuvieron desde las 11 de la mañana hasta las 3 de la tarde. Entraron a la casa, en la que sólo estaba su esposa y estuvieron dentro por una hora. Al parecer, la mujer fue violada.”

Díaz Luciano explica que le dijeron a la mujer que ellos (los soldados) eran “rambos, como los de las películas,” y que iban a matar a todos los de la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa (Kabaxo Xuaji Guini Me’phaa, OPIM por sus siglas en español), organismo defensor de los derechos humanos de la zona tlapaneca que denunció las violaciones sexuales cometidas contra indígenas en 2002, la esterilización forzada en varias comunidades y la “masacre” de El Charco, comunidad nu’saavi de esta región.

También, a decir del comisario, a la esposa de Paulino Felipe le mostraron una lista con los nombres de las personas que van a matar, “pero la mujer no entendió porque no sabe bien hablar español ni sabe leer”.

Días previos, los soldados habían repartido dulces a los niños, a quienes les preguntaron por los que “traen armas y usan pañuelo rojo”. Además dieron “medicina” a un “abuelo del pueblo”, autoridad tradicional que “subía al cerro a hacer costumbre para que lloviera y no hubiera enfermedades”. El viejo murió entre fuertes dolores de estómago a los dos días de haber ingerido lo que le dieron los soldados. Para los me’phaa está claro que fue asesinado por los “guachos” y han advertido a sus hijos de no tomar nada que les ofrezcan los militares.

“Como comisario, ya no quiero ver a los soldados por aquí. Se meten a las casas sin permiso y agarran lo que encuentran: comida, jabón y se espanta la gente. Matan a la chiva y se la llevan para comérsela. En lugar de que el gobierno mande obra, manda a los guachos a robar y a destruir. Estamos pobres y nos vienen a acabar más”, dice Vicente Díaz Luciano entre sorbos del refrescante y dulce chilate, bebida hecha con base en el cacao que los propios indígenas cultivan.

Don Leopoldo, de 46 años, uno de los dueños de las parcelas afectadas, dice: “yo no sembré cerca de los cuarteles; ellos son los que vinieron a hacer destrozos. Y se nota que chingaron a propósito. Cuando fuimos una comisión grande a preguntarles por qué hacían destrozos, dijeron que no fue adrede y que no sabían que estaban sobre una plantación de chile. Pero se hacen pendejos porque hasta las mangueras para riego destrozaron. Las tasajearon para que ya no sirvan. Y cortaron los guayabos y se comieron los elotes de la milpa. Yo qué les hice. No pagaron nada”.

En efecto, en el área en la que estuvo el chilar aún quedan rastros del campamento y se observan los trozos de las mangueras de riego. Los árboles frutales de la huerta también fueron derribados.

“Guerra de contrainsurgencia”

Para Abel Barrera Hernández, presidente del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, las incursiones militares en los pueblos indios son parte de una “guerra de contrainsurgencia” que desarrolla el ejército mexicano en contra de las comunidades con el objetivo de “desgastar, generar temor y causar daños”.

El defensor de derechos humanos agrega que a lo largo del sexenio de Vicente Fox se le dio al Ejército “la protección para implantar una guerra de baja intensidad”.

Barrera Hernández dice que el pretexto que ha usado el gobierno para justificar la presencia militar en la zona es el combate a las drogas. “Pero la siembra de drogas no es alta en la zona militarizada. Hay otras regiones donde sí es un problema y ahí no hay militarización. Sólo es una manera de criminalizar al movimiento social organizado de la Montaña y Costa Chica. Desde la lógica de la guerra contrainsurgente que lleva a cabo el Ejército, de lo que se trata es de desmembrar la organización de los pueblos indios, la cual siempre es vista como conspirativa”.

Aunque la militarización de la zona se agudizó en los últimos días, la presencia de soldados en las comunidades es frecuente desde el 7 de junio de 1998, cuando tropas del Ejército acribillaron a 11 indígenas que se encontraban en asamblea en la escuela de la comunidad El Charco. La versión de las autoridades fue que se trató de un enfrentamiento entre militares y guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI).

Sobre el incremento de la presencia militar en las comunidades y el hostigamiento contra los líderes de las organizaciones indígenas, Abel Barrera dice que las recientes acciones militares en la zona no están aisladas de la coyuntura nacional. Está relacionada con la emergencia de la ciudadanía en todo el país. Y el Ejército se pone alerta y va al punto sensible de Guerrero, que sigue siendo Ayutla, para decir que está dispuesto actuar contra lo que considera subversivo”.

El 1 de noviembre una patrulla del Ejército llegó hasta la casa de Leopoldo Eugenio Rufina, padre de la defensora de derechos humanos y secretaria de la OPIM, Obtilia Eugenio Manuel. La indígena me’phaa ha sido amenazada de muerte por denunciar las violaciones sexuales cometidas por soldados contra Valentina Rosendo Cantú –de Barranca Bejuco– e Inés Fernández –de Barranca Tecoani– en 2002. La familia Eugenio Manuel, junto con Cuauhtémoc Ramírez, son los principales impulsores de la OPIM en la región.

Victorino Eugenio cuenta que los militares llegaron hasta su casa buscando, supuestamente, al comisario. “Dijeron que buscaban delincuentes y que querían saber si podía ayudar al comisario a cuidar el pueblo. Estuvieron como una hora filmándonos, tomándonos fotos y anotando en una libreta. También traían una lista. Uno traía algo así como un radio larguito que no supimos para qué era”.

A decir de Cuauhtémoc Ramírez y Obtilia Eugenio, se trataría de un geoposicionador satelital para ubicar exactamente la casa de la familia y poder espiar mediante el satélite y en tiempo real lo que acontece en la casa.

Muerte por “espanto”

Mateo Víctor Santiago, de 40 años y comisario suplente de Barranca de Guadalupe, cuenta, despacio y conteniendo el llanto, que su hija murió “de espanto”. Con el rostro duro agrega que dos semanas antes los “guachos” llegaron a su casa y sólo encontraron a su hija.

“Le preguntaron por mí y por el nombre del maestro de la escuela. Le dio miedo que la quisieran golpear. Tenía leucemia pero murió del espanto. Cuando vivía, hacíamos tres horas caminando para llegar al médico, porque aquí no hay nada y ni camino bueno. Nunca tuvimos apoyo del gobierno. Y ahora resulta que lo que mandan son soldados y no hospital ni medicinas.”

Y mientras los soldados recorren algunas comunidades, los grupos paramilitares integrados por indígenas de la región afines al Partido Revolucionario Institucional y, a decir de habitantes de Barranca de Guadalupe, entrenados por el Ejército recorren otras.

Santiago Espinosa, de la comunidad El Progreso, relata la incursión de grupos de civiles armados. Enjuto, el campesino de 24 años habla sentado junto al tlecuil de su vivienda.

“El Ejército trata de meter división aquí. Paramilitares se metieron a destruir libros a la escuela y golpear a quien encontraron. Hicieron disparos y dijeron que quieren que se vaya el maestro que tenemos en esta comunidad.”

En varias comunidades, como Barranca de Guadalupe, no hay Procampo ni Oportunidades, pues –explica Obtilia Eugenio– “para entrar al Oportunidades piden que los beneficiarios se operen para que ya no tengan hijos; además de que por los 200 pesos mensuales que reciben vayan a barrer la escuela y tienen que asistir a las pláticas a los que los citan. Y tampoco hay Procampo porque nos condicionaron a que aceptáramos el Procede”.

La secretaria de la OPIM dice que, durante el sexenio de Vicente Fox, al menos, siete mujeres me’phaa fueron violadas por soldados.

Además de las incursiones militares, los pobladores del Camalote denuncian que no se les ha hecho justicia desde que denunciaron la esterilización forzada de 14 personas en 1998, cuando bajo amenazas y promesas de dinero, seguridad social, servicios médicos y una clínica para el pueblo los varones de esa comunidad fueron sometidos a operaciones por “brigadistas” de la Secretaría de Salud.

“En 2003 se puso la denuncia pero ese asunto nunca se resolvió. Lo único que se logró fue un centro de salud de adobe con techo de lámina, donde a veces va un pasante de médico y nunca hay medicinas”, dice Orlando Manzanares.

Siete soldados se pasean por las calles de esta cabecera municipal. Los militares dicen no saber cuál es la función que realizan en el pueblo ni por qué se encuentran ahí. Tranquilamente dicen que “toda esa información la dan en el cuartel del Batallón 48”.

El grupo bullicioso de familias nu’saavi, que bajó a vender sus mercancías, guarda repentinamente silencio y a hurtadillas mira a los “guachos” hasta que doblan la esquina. Los militares les habían dado las “buenas tardes” pero los indígenas prefirieron no contestar.

Publicado: Enero 1a quincena de 2007