Tropas de la OTAN desplegadas para la KFOR, 2003.
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Durante el debate que tuvo lugar en Francia antes del referéndum sobre el tratado constitucional europeo, algunos adversarios del texto lamentaron que el artículo I-41 de aquel tratado atara explícitamente la defensa de Europa a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Ciertos responsables políticos expresaron entonces su temor de encontrarse con una Europa indefinidamente dependiente del ejército estadounidense. Aquellas reticencias no fueron sin embargo un tema central de la campaña sobre el referéndum. Se trata, a pesar de ello, de una de las pocas veces en que se puso en tela de juicio el mantenimiento de la Alianza Atlántica después del fin de la Guerra Fría. Efectivamente, a pesar de haber perdido a priori su razón de ser debido al fin de la Guerra Fría, la Alianza Atlántica sigue extendiéndose y la cuestión de su disolución no parece ser un debate aceptable para los medios de difusión. Al mismo tiempo, vemos a los apologistas de la alianza entre Europa y Estados Unidos proseguir sin descanso su defensa de una estructura cuyos objetivos han redefinido.

Una alianza sin adversario

Se atribuye a Lord Ismay, el primer secretario general de la OTAN, la siguiente frase sobre el papel de la Organización del Tratado del Atlántico Norte: « Mantener a los americanos adentro, a los rusos afuera y a los alemanes debajo.» [1] La frase ilustra la doble función de esa alianza militar. Presentada durante la Guerra Fría únicamente como un medio para garantizar la seguridad de Europa Occidental frente a la amenaza soviética, la OTAN fue también la estructura que permitió a Washington ejercer su influencia política en Europa sobre sus vasallos europeos. Esta injerencia política estadounidense no dio prácticamente muestras de escrúpulos y a veces llegó incluso a recurrir a métodos terroristas.

El 1ro de julio de 1991, la autodisolución del Pacto de Varsovia, el oponente de la OTAN por el bloque del este, ponía fin a la razón de ser oficial del Tratado del Atlántico Norte. A pesar de ello, la OTAN existe aún y hasta se encuentra en fase de ampliación. Con 12 miembros en el momento de su creación, el 4 de abril de 1949, la OTAN tenía ya 16 cuando se produjo la disolución del Pacto de Varsovia y ahora cuenta con 26 países. Los nuevos miembros fueron en el pasado firmantes del Pacto de Varsovia y algunos son incluso repúblicas ex soviéticas. A esa cifra es casi posible agregar una parte de los 20 países miembros de la Asociación para la Paz, estructura establecida entre la OTAN y ciertos Estados y que sirve a veces como antecámara antes de la incorporación de estos a la Alianza Atlántica.


Estados miembros de la OTAN.
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Teniendo en cuenta que el mundo bipolar ya no existe, ¿cómo explicar y justificar entonces ante los pueblos esta perenne ampliación de la OTAN? ¿Cómo justificar la permanencia de esta organización militar que permite a Estados Unidos ejercer una influencia militar en Europa? Efectivamente, la OTAN no dispone ya de un adversario comparable a la antigua URSS para justificar su despliegue de bases y su injerencia política. Los dirigentes atlantistas se han visto por ello obligados a inventar un nuevo cliché que les permita presentar a la OTAN como una estructura indispensable.

Estabilizar Europa en nombre del «Bien»

Los conflictos que siguieron al desmembramiento de Yugoslavia proporcionaron a la Alianza Atlántica la oportunidad de actuar en un teatro de operaciones europeo. Primero, desplegando una flota en el Adriático para garantizar el embargo de armas contra los beligerantes en el marco de la operación Sharp Gard, más tarde -a partir de 1995- creando una fuerza de paz en Bosnia Herzegovina.

Durante aquellas operaciones, se desplegó una retórica tendiente a presentar Europa como una región incapaz de garantizar la seguridad en su propio suelo sin ayuda de Estados Unidos, ayuda que se ejerce en el marco de la OTAN. Esos argumentos estuvieron acompañados de la elaboración de un discurso sobre la nueva importancia de las acciones militares humanitarias. Según esa retórica, debido a la explosión del antiguo bloque soviético, los equilibrios que existieron en el pasado se habían roto y estábamos confrontando conflictos nuevos en los que a menudo se enfrentan entre sí diferentes poblaciones de un mismo Estado. Debido al fin del mundo bipolar se materializaba al fin la posibilidad de intervenir en ciertos países en los que el poder político la emprendía contra su propia población. Así nacieron los conceptos de Estado en disolución («failed state») y «deber de injerencia» mediante los cuales se considera que, cuando un Estado ya no es capaz de proteger a sus ciudadanos u organiza el exterminio de estos, la comunidad internacional tiene el deber de intervenir asumiendo de cierta manera las funciones de las autoridades culpables o incompetentes.

Estos fueron los argumentos utilizados para justificar los bombardeos de la OTAN contra Serbia en 1999. Basándose en una propaganda que presentaba a los nacionalistas serbios y al presidente Slobodan Milosevic como los únicos responsables de masacres étnicas, de las cuales se exageró entonces la envergadura, la OTAN desencadenó una «guerra humanitaria» cuyo objetivo pretendía ser poner fin a lo que se había presentado como un «genocidio». La OTAN lanzó el ataque sin cambiar sus propios estatutos, pero al hacerlo cambió su propia naturaleza. En efecto, según los papeles la OTAN no es otra cosa que una alianza defensiva encargada de la seguridad de cada uno de sus miembros. Al atacar Serbia, la OTAN se transformaba de facto en una coalición agresiva que se atribuye el derecho de atacar a un Estado soberano sin el consentimiento del Consejo de Seguridad de la ONU. Recurriendo a argumentos morales y apoyándose en un discurso que contrapone la lucha de las democracias occidentales a la dictadura, utilizando la retórica del «derecho de ingerencia», la OTAN logró que 78 días de bombardeos ilegales fuesen aceptados como una victoria de la justicia sobre la barbarie. Acusando a aquellos que se oponían al conflicto de ser partidarios de la «Gran Serbia» o cómplices de la barbarie, los propagandistas atlantistas lograron amordazar a todo el que se les oponía y desviar la atención de los europeos de la interrogante que verdaderamente se planteaba con la transformación de la OTAN. Aunque no muchos defendieron la decisión de la Alianza de ir tan lejos, la OTAN fue presentada como una alianza militar al servicio del «bien» y de la estabilidad en Europa, argumento utilizado aún para justificar la incorporación de los países de Europa Oriental.


El presidente serbio Boris Tadic en la sede de la OTAN, el 19 de julio de 2006.
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Todavía hoy, cada nueva incorporación a la OTAN es presentada como algo positivo en nombre de la democracia. A cada nueva incorporación, los dirigentes atlantistas nos recuerdan los «valores comunes» euro-atlánticos y presentan la adhesión del nuevo Estado como una garantía de estabilidad democrática en ese país. Estremecedor ejemplo de esa lógica, Serbia, que fue víctima de los bombardeos ilegales y de los crímenes de guerra de la Alianza Atlántica, se encuentra hoy con que su compromiso con la democracia se juzga según el estado de sus relaciones con la OTAN. Después de haber sido víctima de la Alianza Atlántica, Serbia reclama hoy su incorporación a la Asociación por la Paz, algo que nos presentan como prueba de la evolución democrática de ese país.

Sin embargo, el argumento de la pacificación y la estabilización de Europa ha dejado de ser el más importante desde que se desencadenó la «guerra contra el terrorismo». El 11 de septiembre de 2001 abrió el camino a una nueva justificación de la existencia de la OTAN, premisa de una nueva expansión de sus funciones.

La OTAN ante las «nuevas amenazas»

Los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington ofrecieron una nueva respuesta a la interrogante sobre la utilidad de la OTAN. Después de los atentados y en medio de la conmoción que provocaron las imágenes del derrumbe de las torres gemelas, los países de la Alianza Atlántica se declararon listos para actuar en apoyo a las fuerzas armadas estadounidenses. Invocaron para ello el Artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte. Ese texto estipula que «un ataque armado contra uno o varios de los países aliados, en Europa o en Norteamérica, será considerado como un ataque contra todos los aliados». Fue en virtud de la aplicación de ese tratado que las fuerzas de la OTAN participaron en el ataque contra Afganistán y en el derrocamiento del régimen de ese país, reemplazado por el de Hamid Karzai, según las afirmaciones de Washington sobre la implicación del gobierno afgano en los atentados.

Aquel ataque fue el primero que se organizó fuera de Europa. Después del ataque contra Serbia, que creó una jurisprudencia sobre la posibilidad para la OTAN de atacar un país que no representara una amenaza y de actuar sin el consentimiento de la ONU, el ataque contra Afganistán abría más aún el marco de acción de la Alianza Atlántica llevando su acción más allá de Europa y Norteamérica. Pero, más importante aún, sumergía a la OTAN en «la guerra contra el terrorismo». Esta última fue presentada, a partir de entonces, como la nueva razón de ser de la organización. El ex embajador estadounidense ante la OTAN, R. Nicholas Burns, se regocija de ello en una tribuna publicada en el International Herald Tribune en octubre de 2004.


El secretario general de la OTAN Jaap de Hoop Scheffer y el presidente afgano Hamid Karzai, el 20 de julio de 2006.
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La OTAN adopta la retórica de Bush sobre el terrorismo y deja así de analizarlo como un método, al que recurren ciertos grupos armados o algunos Estados, para presentarlo en lo adelante como un adversario en sí e identificarlo con el extremismo islamista. Estableciendo como principio que cada país miembro de la Alianza podría ser en lo adelante víctima del terrorismo y que la respuesta adecuada al terrorismo es de tipo militar, la OTAN logró construir un discurso que legitima su mantenimiento basándose en la lucha «necesaria» contra «el terrorismo» que constituye una amenaza para «la democracia». La OTAN utilizó por consiguiente la misma justificación que el Pentágono para obtener el aumento de sus presupuestos y adopta el concepto del «choque de civilizaciones».

Recordemos que el «choque de civilizaciones» que desarrollara Samuel Huntington no es una simple teoría sobre la evolución de las relaciones internacionales, se trata de una ideología construida progresivamente durante los años 90 para ofrecer un enemigo capaz de reemplazar a la URSS y justificar el mantenimiento, y más tarde la ampliación, de los fondos destinados al complejo militar-industrial. Pocos son hoy los analistas y expertos mediáticos de las relaciones internacionales que rechazan ese análisis. El ex consejero de seguridad nacional del presidente estadounidense Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski es hoy uno de los raros oponentes a esa visión del mundo, que él considera contraproducente para los intereses estadounidenses.

La teoría del «choque de civilizaciones» ofrece la visión de un complot islámico mundial tan peligroso como el antiguo bloque soviético, o más aún, y justifica las intervenciones militares en las zonas que encierran las últimas reservas importantes de energía fósil. En efecto, según Washington la mayor amenaza actual para los países occidentales sería la adquisición por «los terroristas» de «armas de destrucción masiva» que podrían entregarles Estados hostiles. Hablar de armas de destrucción masiva es tan insensato como ver a los «terroristas» como miembros de un grupo unificado a nivel global. La expresión «armas de destrucción masiva» designa en efecto armas químicas, como los gases de combate, y las armas nucleares. Aunque ambas pueden suscitar el mismo miedo en una población mal informada, no se trata para nada del mismo tipo de armas y la respuesta necesaria no es absolutamente la misma. Sin embargo, la lucha por impedir que esas armas caigan en «malas manos» es un slogan que moviliza y que raramente se pone en tela de juicio.

Al inventar un complot islámico mundial capaz de golpear en cualquier parte, este eje de propaganda justifica el mantenimiento de gastos militares elevados y el importante despliegue de tropas en las zonas «sospechosas» de poder convertirse en «escondite» de terroristas. Ello permite también justificar la amenaza contra países acusados de querer entregar armas mortales a los grupos terroristas.

Esa explicación de las relaciones internacionales tuvo un tremendísimo éxito en la prensa dominante europea y sobre todo en Francia. Efectivamente, esa visión del mundo permitió justificar el rechazo de las demandas de las poblaciones provenientes de las ex colonias, identificadas con los musulmanes, que exigen más igualdad en relación con los franceses que se dicen «de sangre. El mito del gran complot musulmán sirve de muleta a una ideología colonial cuya expresión se había hecho difícil.

En ese contexto, a la OTAN no le costó ningún trabajo justificar su subsistencia e incluso reclamar, en Europa, un papel de primera línea en la «guerra contra el terrorismo». De esa forma, el secretario general de la OTAN, el cristiano-demócrata holandés Jaap de Hoop Scheffer, insistió durante un discurso pronunciado en Nueva York, en noviembre de 2004, ante el Council on Foreign Relations en la pertinencia del análisis estadounidense sobre el terrorismo, en la necesidad para Europa de suscribirlo y en el papel que la OTAN debe desempeñar en esa lucha. En nombre de la «guerra contra el terrorismo», las fuerzas de la OTAN se desplegaron recientemente en Alemania para garantizar que no hubiese atentados contra la Copa del Mundo de Fútbol. Ese despliegue, raramente comentado en la prensa europea, suscitó la alegría de la analista neoconservadora del Wall Street Journal, Melanie Kirkpatrick, que vio en él una señal de la dimensión «global» que va tomando la OTAN.
En efecto, al adoptar la lucha contra el «terrorismo» como preocupación principal, la Alianza Atlántica abrió el camino hacia una redefinición de su organización.

Ante nuevos objetivos, una redefinición de la organización

Sin embargo, si la definición de un nuevo enemigo se efectuó con brío y el papel de la OTAN en esa lucha es puesto de relieve por sus partidarios, no basta con justificar la necesidad de más medios para la Alianza Atlántica sino que hay que imponérsela a los dirigentes europeos. El problema es que aún cuando los jefes de Estado y de gobierno de Europa Occidental generalmente suscriben en sus discursos la problemática de la «guerra contra el terrorismo» y reconocen hipotéticamente el papel que esta podría desempeñar en la lucha contra el «terrorismo internacional», cuando llega el momento de negociar son reacios a proporcionar los medios que exige la OTAN. Esto se puso de relieve durante la pomposa ceremonia que organizó la OTAN en febrero de 2004 para celebrar la incorporación de sus nuevos miembros.

Aunque los dirigentes europeos no hablan mucho de su falta de entusiasmo en el apoyo a las reformas que Washington quiere realizar para convertir las tropas de la OTAN en buenos sustitutos del ejército estadounidense, esa situación causa malestar en Estados Unidos, lo que no dejó de resaltar el analista conservador del Washington Post, Jim Hoagland, quien espera sin embargo que les dificultades internas del actual gobierno francés y el fin del mandato de Gerhard Schröder como canciller alemán abran un periodo favorable a los proyectos estadounidenses.

Es sin embargo necesario señalar que los tradicionales turiferarios de la Alianza Atlántica comentan raramente las reformas militares que debe realizar la OTAN. Se recuerda que los diferentes ejércitos de la Alianza Atlántica tienen que mantener una «compatibilidad», lo cual exige «adaptaciones» por parte de los ejércitos de los países miembros, pero no se habla mucho de eso. En efecto, desarrollar demasiado esas cuestiones obligaría a admitir que la «compatibilidad» de fuerzas militares es la expresión políticamente correcta para designar la obligación de comprar material de guerra estadounidense que se impone a los miembros de la OTAN y revelaría que las negociaciones de la Alianza se parecen demasiado a un chantaje del complejo militar-industrial. ¿No es acaso Lockheed Martin el fundador, por intermedio de su vicepresidente Bruce P. Jackson, del Comité Estadounidense para la Ampliación de la OTAN (US Committee to Expand NATO? Pocos son, sin embargo, los dirigentes favorables a la OTAN que subrayan ese aspecto. Las reacciones de la opinión sobre la compra de 40 cazabombarderos F16 por Polonia, con fondos europeos, en diciembre de 2002 demostraron que se trata de un tema sensible.

Los partidarios de la OTAN prefieren evitar el tema hablando de la necesidad de desarrollar, en nombre de la «guerra contra el terrorismo», la acción de la Alianza Atlántica en ciertas zonas del mundo donde esta no tiene presencia y dejando de lado los aspectos «técnicos» de tales despliegues.

Es así que, en la tribuna antes mencionada que se publicó en el International Herald Tribune, R. Nicholas Burns celebraba la implicación de la OTAN en la formación de las tropas iraquíes por la coalición ocupante, exigía que se mantuvieran los esfuerzos en ese sentido y se contentaba con exhortar la Alianza Atlántica a «adaptarse» a esas nuevas misiones. Durante la primera visita de Jaap de Hoop a los países del Golfo, se abordó esa misma problemática. En una conferencia sobre el papel de la OTAN en el Golfo Arábigo-Pérsico, conferencia que organizaban conjuntamente la propia OTAN y la Rand Corporation, el autor presentó la evolución de la Alianza Atlántica y exhortó a establecer una asociación con los Estados del Golfo. De Hoop Scheffer elogió la colaboración entre esos países y la Alianza Atlántica en el marco de la Iniciativa de Estambul y la justificó en nombre de los cambios geopolíticos y de las transformaciones de los regímenes locales, presentando así a la OTAN como una organización que apoya las reformas democráticas regionales (utilizando los mismos argumentos que para justificar la incorporación de los países del este) y extendiendo su protección (bien intencionada) a las naciones en vías de democratización ante la nueva amenaza global que supuestamente representa el terrorismo internacional.

Presentar la Alianza Atlántica como una organización que reagrupa las democracias contra el terrorismo exige también modificar la incorporación a esta. Es por ello que el ex presidente del gobierno español, José-María Aznar, -quien, junto a Vaclav Havel, es uno de los principales responsables europeos de la corriente neoconservadora-, hizo que su think tank, la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, publicara un informe que reclama una ampliación de la OTAN a Australia, Japón e Israel para que esos países participen más eficazmente en la lucha contra el terrorismo [2]. La OTAN se convertiría así oficialmente en una «alianza de democracias». Aunque se trata de un argumento frecuente, es un argumento históricamente falso. El Portugal de Salazar, la Grecia del régimen de los coroneles fueron miembros de la OTAN y, mediante la red stay behind, la Alianza Atlántica participó en diferentes intentos desestabilizadores contra varios Estados miembros o en golpes de Estado. Es cierto que la entrada formal de España a la OTAN no se produjo hasta 1982, después de la democratización española. Pero nada hizo la Alianza Atlántica en apoyo a esa democratización, aunque sí hizo todo lo posible por impedir que los comunistas españoles influyeran demasiado en el proceso democrático. Aznar también pidió, al igual que Jaap de Hoop Scheffer, un fortalecimiento del peso de la OTAN en la «guerra contra el terrorismo», o sea, concretamente, un fortalecimiento de las capacidades injerencia política de Estados Unidos en Europa.

La posible adhesión de Israel a la OTAN se mencionó de nuevo con el desarrollo de la crisis iraní. Durante la 42ª Conferencia Anual sobre Política de Seguridad, que se desarrolló en Munich los días 4 y 5 de febrero de 2006, los 300 participantes mencionaron la ampliación de la OTAN y la crisis iraní [3]. A priori, no era fácil distinguir el vínculo que veían los organizadores de la Conferencia entre la ampliación de la OTAN y la crisis iraní. La explicación la había dado justo antes el propio Aznar durante una presentación preparada por George Schultz en la Hoover Institution, y más tarde en una tribuna que publicara el Wall Street Journal: la misión de la OTAN consistiría en servir de coalición a los Estados occidentales u occidentalizados para derrotar la jihad en general (léase el Islam) y a Irán en particular. La adhesión de Israel a la OTAN establecería la obligación de los demás Estados miembros de socorrer al Estado judío si este fuese atacado por Irán, aunque este último actuase en defensa propia.


Soldados de la OTAN, cuartel general Heidelberg.
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Esta conferencia se desarrolló un año después que Jaap de Hoop Scheffer se convirtiera en el primer secretario general de la OTAN en visitar Israel, suscitando allí un debate sobre la utilidad que podría tener para el propio Israel su incorporación a la OTAN. Desde entonces, la cuestión reaparece periódicamente.

Una cosa conduce a la otra y al producirse la transformación de la OTAN en una gran alianza militar de las democracias, o al menos de los regímenes que Washington considera como tal, ¿por qué no convertir a la OTAN en un sustituto de la ONU? Si se considera que la democracia es el único régimen aceptable, entonces la OTAN, en la que estas están reagrupadas, se convertiría en la principal organización legítima. Se trata de un argumento que no se ha desarrollado mucho ya que la ampliación de la OTAN está todavía en proceso, pero que ya se menciona de cuando en cuando en los proyectos y discursos de los círculos atlantistas. Condoleezza Rice, al igual que Madeleine Albright antes que ella, estimula periódicamente la constitución de una organización que reúna, bajo la dirección de Estados Unidos, a todas las «democracias» del mundo. Por su parte, Victoria Nuland, embajadora estadounidense ante la OTAN y esposa del teórico neoconservador Robert Kagan, llamó en el diario francés Le Monde a modificar la Alianza Atlántica, aunque no fue muy clara en cuanto a la naturaleza de las transformaciones. Aunque la embajadora no haya hecho ninguna proposición concreta, su texto revela el proyecto estadounidense para la OTAN. Al pedir que la Alianza Atlántica se convierta en foro de reunión de las democracias y que actúe en el plano militar, en el humanitario, pero también en el sector económico (para garantizar la prosperidad de sus miembros), Victoria Nuland otorga a la OTAN el lugar de la ONU [4].

Sin embargo, aunque están presentes en el pensamiento de los dirigentes atlantistas o estadounidenses, tales proyectos de transformaciones sólo son aún lejanos proyectos y la OTAN sigue siendo, por el momento, ante todo una organización militar al servicio de la injerencia estadounidense en Europa, que se legitima mediante la lucha contra el terrorismo y que sirve también, como lo hizo desde su creación, para mantener a Rusia «afuera». Es así que en un texto ampliamente difundido en los medios internacionales de prensa por el gabinete Project Syndicate y el Council on Foreign Relations, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld declaró: «Hoy, nuestra atención se orienta hacia Irak y Afganistán, pero en los años venideros, nuestras prioridades cambiarán. Y lo que quizás tengamos que hacer en el futuro se determinará probablemente en función de las decisiones de otras entidades. Tomemos el ejemplo de Rusia[…]. Rusia es socio de Estados Unidos en materia de seguridad y nuestras relaciones, en conjunto, son mucho mejores de lo que fueron durante decenios, pero, en ciertos aspectos, Rusia se ha mostrado poco cooperativa y ha utilizado sus recursos energéticos como arma política, por ejemplo, y se ha resistido a los cambios políticos positivos que tienen lugar en los países vecinos.». El autor señalaba también a China como adversario potencial.

Se trata en este caso de un regreso a la doctrina Baker, que debe su nombre a James Baker, ex secretario de Estado de George Bush padre, quien veía en la ampliación de la OTAN hacia el este un medio de impedir toda reconstrucción de un adversario ruso. Rumsfeld adapta esa estrategia a la ideología del choque de civilizaciones, que presenta a las potencias asiáticas rusas y chinas como adversarios a los que habrá que vencer después de acabar con «el islamismo».

[1En inglés: «Keep the Americans in, the Russians out and the Germans down.»

[2«La OTAN: Una alianza por la Libertad. Cómo transformar la Alianza para defender efectivamente nuestra libertad y nuestras democracias», Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, diciembre de 2005. Ver sobre el tema «L’OTAN: Une alliance pour la liberté», por Cyril Capdevielle, Voltaire, 6 de diciembre de 2005.

[4«Nouveaux horizons pour l’OTAN», por Victoria Nuland, Le Monde, 7 de diciembre de 2005.