En medio del actual río revuelto que continúa polarizando al país, defensores y detractores del presidente de Álvaro Uribe señalan la impronta personal de éste para sobrellevar la crisis: unos ensalzan “la capacidad de liderazgo del Presidente”, otros señalan con asombro el “efecto teflón” que no permite tumbarlo a pesar de la crisis. Sin embargo, allí donde muchos creen encontrar la respuesta a su legitimidad, es preciso plantearse un nuevo interrogante: ¿Por qué tanto defensores como acusadores centran sus argumentos en las cualidades personales del Presidente? Digámoslo de otra forma: ¿Por qué los colombianos nos referimos a Uribe más como persona que como funcionario? [1]

Existen buenas razones para creer que, a pesar de los múltiples escándalos en los que se ha visto imbuido su gobierno (parapolítica, falsos positivos, manipulación de estadísticas, interceptaciones, torpezas diplomáticas, presuntos dineros calientes), las causas de que el mal llamado “liderazgo” del Presidente no se malogre, se encuentren no sólo en las dádivas oficiales entregadas a los grupos dominantes, sino también en las estrategias simbólicas orientadas hacia la creación de una comunidad emocional articulada fundamentalmente por los rasgos pretendidamente excepcionales que tendría la personalidad de Uribe.

De igual manera, el caudillismo del mandatario puede convertirse en una buena excusa para analizar los fundamentos del poder y la legitimidad que caracteriza a nuestro sistema político. Más allá de juzgar o moralizar la conveniencia o no de su forma particular de ejercicio de poder, me detendré en la caracterización de lo que podríamos empezar por llamar un tipo de dominación carismática que, más que ser un rasgo excepcional del mandatario, se convierte casi en un prerrequisito de todo ejercicio de poder en el país.

Vamos por partes. Idealmente, el liderazgo de Uribe se asemeja a un tipo de dominación basada en el carisma. Este último puede ser entendido como la construcción simbólica -hoy llevada a cabo en las arenas mediáticas- de esa cualidad personal que busca ser presentada como extraordinaria o excepcional, sobre la cual se fundamentan los ejercicios de autoridad y obediencia. Así las cosas, la dominación carismática se caracteriza por ser aquella que, por un lado, gira alrededor de esta cualidad extracotidiana del poseedor, y por otro, que se ejerce a través de la creación de una comunidad (proceso de comunización) donde los seguidores se convierten en “discípulos” y las leyes en “mandamientos”. Históricamente los chamanes, profetas, héroes, emperadores o salvadores de cualquier tipo, han puesto en marcha este tipo de dominación basada en su pretendida excepcionalidad.

Dentro de los límites que el actual juego político le pone a la dominación carismática, el caudillismo de Uribe difícilmente ha recurrido a otro tipo de recurso simbólico para hacerse obedecer de los colombianos. A propósito del desplazamiento del Presidente y todo su gabinete a la ciudad de Cali, el diario El País publica lo siguiente:

“Eso de ‘trabajar, trabajar y trabajar’ no es sólo un eslogan. Ni una frase de cajón o la que muchos adoptaron en simpatía con el presidente Álvaro Uribe Vélez. Es mucho más. Es una realidad. Y, a la vez, un gran mito. ¿Cómo pudo el Presidente dormir, cada día, menos de cuatro horas y estar en pie durante 20? ¿De dónde sacó tantas energías para presidir diez citas diarias durante estos cinco días de Gobierno en Cali?” [2]

Como vemos, la construcción mítica del mandatario se hace más que evidente. Más allá de su programa de gobierno, del cumplimiento de las metas propuestas o de la conveniencia para el país de sus planes de gobierno, lo que preocupa en esta noticia es la personalidad del Presidente, que -por supuesto- es presentada como atípica e increíble. Todo esto contribuye a crear un tipo de legitimidad que se basa precisamente en aquella cualidad personal -en este caso la pretendida capacidad de trabajo-, dejando en segundo plano otras legitimidades como las derivadas del respeto a las reglas del juego democrático, o como las derivadas de la responsabilidad política frente a diversos temas.

Miremos un segundo ejemplo. En el contexto de los reveses diplomáticos iniciales de Uribe para la aprobación del TLC, el mandatario se vio presionado a dar una rueda de prensa para “aclarar” las acusaciones que se le hacían sobre la parapolítica. Durante dicho espacio Uribe hizo la siguiente declaración, que ya ha tenido cierta resonancia:

“Mi padre nos enseñó valor civil. Mi padre no era un hombre de sicarios ni de pagar paramilitares. Él murió enfrentando con su pistola a unos secuestradores de la Farc. De haber sido yo paramilitar, habría sido paramilitar con fusil en el monte, no financiador de paramilitares, no promotor paramilitar de escritorio” [3]

Este ejemplo es particularmente esclarecedor del tipo de “pruebas” ofrecidas por el Presidente para demostrar la inexistencia de vínculos con el paramilitarismo. Si bien Uribe pudo exponer pruebas de mayor valor judicial que lo alejaran de las sospechas paramilitares que tanto lo aquejan, no es casualidad que uno de los argumentos más fuertes fuera “el valor civil” o “la valentía” que él mismo detenta. Declaraciones de este tipo, hechas por el mandatario, reafirman la autoridad carismática de Uribe, en tanto corroboran que el fundamento de su legitimidad como calificado (por el carisma) recae en algún rasgo muy particular de su carácter. De ahí que en toda la alocución no se exponga otra prueba que la de la fe en sí mismo.

Aunado a una retórica patriotista y guerrerista, el recurso a la autoridad carismática que ha puesto en marcha Uribe le ha dado resultado en la medida en que no sólo ha creado la personalidad de un gobernante digno de obedecer y seguir, sino también que ha puesto los fundamentos de su poder y su legitimidad más allá de las reglas formales del juego democrático. Sus ya no tan famosos “consejos comunitarios” (piezas clave de su primer mandato), más allá de ser una recomendación de sus asesores de imagen, se convirtieron en ese espacio simbólico donde era posible consagrar contemporáneamente la unión del líder carismático con su seguidores.

Esta alianza elimina por derecho propio las directrices del Estado Social de Derecho -burocráticamente incómodo para cualquier dominación carismática-, dado que sólo puede existir esta comunión si se unifica en la persona de Uribe el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, al mismo tiempo que se suprimen todos los vasos comunicantes que articulan las lógicas sociales a las lógicas políticas.

Con esto no se trata de establecer -como tradicionalmente lo han hecho algunos análisis- que deba excluirse de la política cualquier recurso simbólico, o que la autoridad carismática sea menos moderna que la no carismática. Por el contrario, se trata de reconocer y de reincorporar al análisis el componente simbólico que acompaña a todo ejercicio político, mientras se establecen los fundamentos mismos de este simbolismo dentro de un esquema (que en este caso es la autoridad carismática).

Así las cosas, podemos decir (con argumentos que por supuesto son susceptibles de una mayor profundización) que la aparente economía de costos políticos que Uribe parece todavía detentar a pesar de los diversos escándalos que rodean su gobierno, en buena medida puede atribuírsele a la capacidad que ha tenido de fundar su autoridad sobre una dominación carismática que encuentra en él el alfa y el omega de la legitimidad de su gobierno.

Sin embargo, este “efecto teflón” tiene como peligroso correlato la banalización de las instituciones políticas de nuestro sistema político y la confirmación de nuestra democracia refrendataria. Por las razones que he expuesto, por supuesto resulta políticamente muy rentable consolidar hoy la propia gobernabilidad bajo los ejes del carisma; sin embargo, tal estrategia convierte la contienda política en simple fachada.

La democracia refrendataria consiste precisamente en esa especie de dominación carismática que se oculta bajo la forma de una legitimidad derivada de la voluntad de las mayorías. Dicho de otra forma, cuando los electores creen que están eligiendo al líder (según la lógica democrática), en realidad es el líder el que se ha hecho elegir de los dominados (según la lógica carismática), en tanto la corroboración carismática se ha convertido en el prerrequisito de la legitimidad democrática. De ahí que cada vez sea menos necesario presentar un programa de gobierno y preocuparse por cumplirlo, puesto que lo verdaderamente central se está disputando en la corroboración carismática a través del favor de los medios masivos de comunicación.

Por esto, esta forma de ejercer el poder nos expone cada vez más a incontrolables demagogos que no sólo quieran, sino también deban anteponer su carisma como condición -cada vez más ineludible- para realizar políticamente sus intereses por encima de todo el entramado institucional que se ha diseñado para ello. Por eso, el gobierno Uribe, que ha sido uno de los que ha dicho defender más las instituciones y las reglas del juego democrático, paradójicamente en realidad ha sido uno de los que más las ha puesto en peligro.

[1[1Haciendo un pequeño paréntesis, le propongo al lector que responda un pequeño cuestionario: ¿Cuál es el lema del presidente?, ¿Cuál es la enfermedad que más lo aqueja?, ¿Qué tipo de meditación le gusta practicar?, ¿Es una persona madrugadora?, ¿Prefiere la medicina tradicional o la alternativa?, ¿Cuál es su animal favorito?, ¿De cuál universidad es egresado?, ¿Cuál es su actividad física preferida?. Como vemos, sabemos más de la vida “privada” del presidente Uribe, de lo que estamos dispuestos a reconocer. Las mismas preguntas podríamos hacérnoslas para otro mandatario y seguramente la cantidad de aciertos sería menor. Lo interesante aquí es preguntarse por qué ha sucedido este fenómeno, y qué relación tiene esto con la política de nuestro país.

[2[2 El Pais. “Cinco días en Cali de un Presidente a puro trote”.
http://www.elpais.com.co/paisonline/notas/Abril292007/trote.html

[3[3Presidencia. “Alocución y rueda de prensa del presidente de la república”.
http://www.presidencia.gov.co/prensa_new/sne/2007/abril/19/22192007.htm