Adorno y Horkheimer dirigían sobre el mundo una mirada melancólica y sombría. Creían que todas las relaciones humanas y sociales se transformaban en relaciones mercantiles y la cultura en un producto industrial de consumo. En los años cincuenta, Adorno escribía que el nazismo vivía todavía y subrayaba que la amenaza no era -a sus ojos- la de una vuelta del fascismo contra la democracia, sino más bien la de una supervivencia del fascismo en la democracia.

En plena crisis económica de 2002, el pequeño Diego había sido retratado por el diario La Nación como una de las imágenes “estelares” de la pobreza y la desnutrición en Quitilipi, provincia del Chaco. A cinco años de aquella publicación, la historia de este niño regresa para mostrar que todo sigue igual en su vida, incluso sus medidas físicas, aunque ahora tiene 12 años en lugar de siete. La muerte anidó la espera en su cuerpo -como palomas breves- una docena de olvidos.

Sabina Romero -su madre- observa a su hijo y dice: “Se la pasa comiendo tierra”. “¿Tienen otra cosa para comer?”, le preguntó el cronista del mismo diario. “Está así nomás; en todo el día, la criatura no come nada. Hoy no comimos en todo el día porque no hay”. Tampoco sus hermanos, expresó con naturalidad Sabina, que parece resignada como los Tobas o Wichis que viven entre hambrunas, muriendo por docenas, agonizando por centenas en territorio chaqueño o en la sombra siempre amenazante de Auschwitz.

El hambre, como un perro ciego, muerde -sin rostro y sin nombre- en el patio endiablado de la miseria y transforma la música de la existencia en un desencuentro de ternuras imposibles. Dónde posar el pie, dónde el poema. Sí, desmontar el mundo donde mueren los retoños inocentes, sería la tarea del hombre.

# Nota publicada por la Agencia Pelota de Trapo (http://www.pelotadetrapo.org.ar/)