Y como quiera que la polémica prosigue en torno a las responsabilidades y verdaderos autores de los ataques a las Torres Gemelas y el Pentágono, sobre todo cuando hay muchas preguntas sin respuestas, la recurrencia al fantasma de Bin Laden parece otra operación mediática para seguir insuflando el miedo y justificar los aprestos de guerra.

No ha sido la única. El 11/9 sirvió de plataforma de ataque a una administración sumida en la mediocridad y el desdén ciudadano, para imponer una agenda neoconservadora preconcebida y "dormida" como las propias células de Al Qaida en territorio norteamericano.

El presidente George W. Bush se fue a la guerra con el consentimiento del Congreso, donde el Partido Demócrata fue pelele de sus ambiciones belicistas y hegemónicas, esta vez basadas en una guerra de culturas en la que ser musulmán resultó adjetivo de terrorista.

Estados Unidos bajo ataque, era el cintillo repetido por CNN y otros medios de comunicación, para propalar el patriotismo barato insuflado desde la Casa Blanca, y saldado en los negocios con banderas del país, amén de muñecos del enemigo y juegos de video donde recibían una soberana paliza los del turbante.

Así se aprobó la llamada Ley Patriota y se cercenaron de golpe libertades civiles con rango constitucional de las que tanto se ufana aquel país, cuyos ciudadanos perdieron la privacidad de sus llamadas telefónicas y correos electrónicos, y muchos fueron arrestados sin necesidad de una aprobación judicial.

Destacados intelectuales y artistas, opuestos a tales desmanes, recibieron el epíteto de traidores, y no pocos resistieron presiones y censuras por su posición crítica y valiente.

Entretanto, las fronteras se sellaban con controles bioelectrónicos y las líneas aéreas, bancos y empresas extranjeras y nacionales debían plegarse al escrutinio de Washington.

Las alarmas de diversos colores eran encendidas para asustar a la opinión pública, mientras Bush repetía cual papagayo el estribillo de la seguridad nacional, la amenaza terrorista y la batalla por la libertad, de la cual eran rehenes sus conciudadanos.

Así se presentaba ante el electorado por segunda vez y se convertía en el presidente con el mayor número de votos de la historia, pero también era el que más votación contraria recibía, para abrir su último mandato con dos guerras y la promesa de desatar 60 o más en los rincones más oscuros del planeta.

Con esas premisas proclamaba hacer uso del caudal político que le dejó en la Casa Blanca, no sin repetir irregularidades y fraudes estrenados cuando dejó en la estacada a Albert Gore.

LA CARNICERÍA ANTITERRORISTA

Pero si en las Torres Gemelas y el Pentágono murieron alrededor de 3 000 personas, el mundo vive desde entonces jornadas de sangre multiplicadas al efecto por la "cruzada global antiterrorista" de Estados Unidos.

Bush lanzó la proclama de "Osama vivo o muerto", pero sus estrategas no se detuvieron a pensar en las causas que motivan actos de esa naturaleza en diversas latitudes.

Afganistán fue la primera víctima, para desalojar del poder al Talibán y a los grupos armados que la propia CIA y otras dependencias oficiales norteamericanas armaron y estimularon en el enfrentamiento a la Unión Soviética y al gobierno afgano apoyado por Moscú y reconocido internacionalmente.

Bin Laden no fue capturado, pero las tropas del Pentágono se establecieron en Kabul y arrastraron a otros países a una guerra en la que miles de civiles perdieron la vida.

Cinco años después de iniciada la invasión, la carnicería se multiplica cuando los aviones yankis bombardean a mansalva para contrarrestar el impulso del Talibán, que no solo se reorganizó, sino que vuelve a controlar zonas de aquel país, hoy principal exportador de la amapola para la producción de opio.

IRAQ, LA DEBACLE

Por estos días, la CIA carga con las culpas del 11/9, pero también se utiliza como chivo expiatorio de las mentiras que, en boca de Bush, fueron el pretexto para la guerra contra Iraq.

Se deja en el olvido los esfuerzos del vicepresidente Richard Cheney por fabricar los pretextos de la agresión a un país que estaba en la agenda del gabinete desde antes de septiembre del 2001.

Las armas de exterminio masivo en manos de Hussein fueron el globo lanzado para violentar el derecho internacional y la Carta de la ONU, pero el ahorcamiento del ex presidente iraquí demostró que la insurgencia es y sigue siendo una respuesta nacional al ocupante extranjero.

En mayo del 2003, y en la segura cubierta de un portaaviones anclado en el Golfo, Bush proclamó el fin de las acciones ofensivas en Iraq, con un cartel de fondo que rezaba: Misión cumplida.

Aquella fue otra mentira y un montaje de los tantos que acompañan la gestión del gobernante, quien tres años después se ha visto obligado a desplegar en el país árabe más tropas que cuando se lanzó a enfrentar la Guardia Republicana de Hussein.

Quizás cuando concluya el año la cifra de muertos norteamericanos alcance la cota de los 4 000, un número que tendrá que multiplicarse a la equis potencia para contabilizar las víctimas de un pueblo heroico, cuyas ciudades no escapan al bombardeo de los tanques, aviones y helicópteros del Pentágono.

Entretanto, el Congreso debate hoy la situación en Iraq, y detrás quedaron los días en que el presidente hablaba de victorias y avances en la cruzada antiterrorista, cuando su popularidad toca fondo y en el propio Capitolio se escuchan cada vez más reclamos para fijar la fecha de la retirada.

Ya ni en la Casa Blanca se acuerdan de vincular los atentados del 11/9 con los motivos para invadir a Iraq, sobre todo cuando en el camino han quedado algunos de los principales artífices de la guerra, que será heredada al próximo presidente, presumiblemente demócrata.

Bush ya está pensando en vender discursos cuando se retire a su rancho de Texas y a una lujosa mansión en los suburbios de Dallas, pero la mayoría de los objetivos que se trazó su administración con la alegada cruzada antiterrorista están incumplidos.

Entretanto, su política de agresión y hegemonía resulta el caldo de cultivo donde se nutren no pocos de los que se atan cinturones de explosivos al cuerpo y los hacen estallar en diversas latitudes del planeta: ya sean palestinos, iraquíes, jordanos, sauditas y otras muchas nacionalidades de las que pueblan el campo de tortura y concentración en la base yanki en Guantánamo.

Los cubanos hemos tenido nuestro 11/9. Para esa fecha de 1980, la mafia terrorista aupada por Washington, asesinaba impunemente, en Nueva York, al diplomático Félix García. Los chilenos tienen el suyo, en 1973, cuando la junta fascista de Augusto Pinochet, con el beneplácito yanki, derrocó al Gobierno de la Unidad Popular del presidente Salvador Allende, inmolado en aquella jornada.

Para muchos pueblos del planeta, todos los días hay un 11/9 y de ello dan cuenta los cintillos de la prensa, por mucho que se oculte que las políticas que se imponen desde la Casa Blanca, ya sean económicas, militares y hasta medioambientales, resultan un atentado a la humanidad.

Fuente: Granma Internacional, La Habana, 11 de Septiembre de 2007.