El general Fabio Mini.
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Se equivocaban los que creían que la aprobación para el ataque israelí-estadounidense contra Irán vendría de Estados Unidos. Se equivocaron también los que pensaban que un presidente Bush frustrado por el caos que reina en Irak, por la situación en Afganistán y presionado por el complejo militar e industrial acabaría tomando solo la decisión final. El ataque contra Irán tendrá lugar, en definitiva, gracias a las declaraciones del nuevo ministro francés de Relaciones Exteriores.

En todos estos años de amenazas y contra-amenazas, de excusas y pretextos para desencadenar la guerra, las únicas palabras realmente «reveladoras» hasta ahora formuladas son las que contenía la lacónica frase en francés: «tenemos que prepararnos para lo peor». Muchos la interpretaron como un desliz; otros la vieron como una provocación, como una fanfarronería; también hubo quienes la consideraron como una incitación; y otros, como una muestra de resignación ante un acontecimiento inevitable. La frase en cuestión contiene quizás un poco de cada cosa, pero el sentido fundamental de esa declaración de Bernard Kouchner es totalmente diferente.

En estos últimos 15 años de intervenciones militares de diferente índole que han tenido lugar a través del mundo, han aparecido extrañas conexiones y afinidades. Los ejércitos se han reforzado con los empresarios privados, los idealistas han conseguido el apoyo de los mercenarios, los negocios el de la ideología, y la verdad se ha mezclado con mentiras que ni la lógica propia de la propaganda logra ya justificar. Y una de las conexiones más insólitas es la que se ha establecido entre militares, grupos humanitarios y política exterior, de manera tal que cada uno de los tres componentes se apoya en los otros dos. El vínculo principal de esta alianza es la importancia que se le ha dado a la urgencia. La política exterior ha perdido su carácter de continuidad de las relaciones entre los Estados, en el seno de las organizaciones internacionales. La nueva tónica consiste, desde hace tiempo, en dedicarse al manejo de relaciones coyunturales, de relaciones temporales ligadas a intereses o posiciones transitorias, que pueden cambiar, de geometría variable.

Por otro lado, esta forma de política de la urgencia es la única que permite establecer compromisos limitados y selectivos. Además, teniendo en cuenta que la importancia real de la urgencia puede ser manipulada o ser objeto de interpretaciones, esta política puede construirse y descontruirse una y otra vez. Siguiendo esa misma lógica, los ejércitos, durante los últimos 15 años, se han dedicado exclusivamente a cubrir emergencias, preferiblemente en el extranjero y por razones supuestamente humanitarias, como forma de garantizar consenso y apoyo. Ya no hay ejército capaz de defender su propio territorio o de garantizar su defensa en caso de guerra. Encontrar un Estado amenazado de guerra por otro Estado resulta cada vez más difícil y todos los ejércitos del mundo cuentan hoy con un aviso previo de por lo menos 12 meses para movilizar los recursos necesarios para la defensa nacional. Por esa razón, los ejércitos se han especializado en la urgencia, ya sea desde el punto de vista modal, desde el punto de temporal y desde el punto de vista del ritmo de sus intervenciones.

Cuando Bernard Kouchner dice cándidamente que tenemos que «prepararnos para lo peor», no hace más que interpretar una filosofía cuyo objetivo no es la búsqueda de lo mejor, de la solución menos traumática, sino por el contrario de aquella que invoca el manejo de la urgencia mediante la política, mediante el instrumento militar y mediante organizaciones humanitarias actualmente amarradas con cordel reforzado. Es también la confesión de la incapacidad de esa misma política para reflexionar y encontrar soluciones duraderas, de la incapacidad de los instrumentos militares en cuanto al manejo de situaciones de conflicto hasta lograr una completa estabilización, es también la confesión de la incapacidad de las organizaciones humanitarias en cuanto a la solución de los problemas de la gente con perspectivas temporales más amplias que las implica la urgencia. Bernard Kouchner reconoce, en definitiva, que la suma de incapacidades conduce irremisiblemente a la guerra. Siendo incapaces de hacer otra cosa, ¡hagamos a la guerra!

Resulta evidente que, en esas condiciones, se hacen necesarios algunos empujones para garantizar que se concrete la urgencia e intervenciones de diversos factores: tiene que suceder algo –lo que los analistas llaman «el catalizador» [trigger, ang.]– que determina la urgencia política, es necesario que la seguridad colectiva se encuentre ante un peligro inmediato, y hay que prever una catástrofe humanitaria (lo más grande posible). Hay que crear, en definitiva, un aparato de gestión capaz de «inventar» la situación de urgencia y de inventar una salida que justifique el abandono de la búsqueda de una solución para los problemas. El ataque contra Irán entra perfectamente en ese marco, y, si se analiza bien, se trata de un marco ya casi establecido. Se dispone entonces de múltiples pretextos para el ataque.

La idea de que Irán quiere desarrollar una bomba nuclear y que quiere destruir Israel se ha difundido ampliamente a través del mundo. Más allá de las bravatas, faltan aún los elementos que permitan probar que eso sea cierto. Pero ha habido, en el pasado, testimonios de bravatas terroristas que se han concretado y nadie quiere asumir riesgo alguno, ni siquiera por amor a la verdad. La idea de un ataque iraní, o de un ataque con apoyo de Irán, contra las fuerzas estadounidenses estacionadas en Irak, aún cuando no existe prueba alguna, está convenciendo a los más escépticos. Tarde o temprano, a fuerza de hablar de ello, el asunto se verá como una invitación o como un desafío, y el ataque tendrá realmente lugar. La política iraní de apoyo al movimiento palestino Hamas y al libanés Hezbollah convierte a Teherán en un blanco extremadamente vulnerable. Un momento en que se pierda la sangre fría, o un simple error por parte de dichas organizaciones, bastaría para desencadenar [contra Irán] una intervención militar inmediata.

La política exterior de las principales potencias, incluyendo a Europa, se ha acostumbrado ahora a la idea de que una intervención militar obligaría a Irán a retroceder a sus posiciones de hace unos veinte años.

Se entroniza, por otro lado, la idea según la cual el objetivo no es tanto, ni solamente, impedir el surgimiento de una potencia militar sino también eliminar a ese país como actor regional con intereses petroleros y estratégicos en todo el centro y el sur de Asia. En el plano militar, todo está listo ya, y desde hace mucho tiempo. Los planes de ataque están adoptados desde 1979, que fue la época de la crisis de la embajada de Estados Unidos en Irán, y han sido actualizados en función de las nuevas tecnologías y estructuras. La tesis de que se trataría de un ataque dirigido esencialmente contra las instalaciones nucleares de Irán y que no provocaría daños colaterales entre la población civil no es más que una mentira piadosa de los que se han acostumbrado a ignorar la verdad. Incluso la idea de que este ataque estaría limitado al territorio iraní resulta, como mínimo, sospechosa ya que el objetivo de la obstinación y la ostentación de los ayatolas, por un lado, y del bando israelí e estadounidense, por el otro, tiene que ver con intereses y ambiciones que van mucho más allá del Golfo Pérsico.

Cualquier ataque, cualesquiera que sean sus características, provocará enormes daños, tanto de orden militar como civil, en la medida en que existe la posibilidad de que se produzca una emergencia nuclear causada por algún tipo de escape radioactivo. Un ataque, de cualquier tipo que sea, no tendrá otro objetivo que la simple destrucción de las estructuras defensivas: bases aéreas y bases de misiles, depósitos de armas, rampas móviles de lanzamiento, puertos militares, unidades marítimas de superficie, defensas antiaéreas y radares, medios terrestres móviles y blindados, centros de comunicaciones, puestos de mando y de control tendrían que ser eliminados antes o durante el ataque contra las instalaciones nucleares. Pero muchas de esas estructuras se encuentran en los principales centros de concentración de la población.

Los misiles de crucero más sofisticados, las bombas inteligentes teledirigidas hacia los objetivos por comandos israelíes y estadounidenses, infiltrados en Irán desde hace mucho, no excluyen un margen muy elevado de daños colaterales. Si en lugar de las bombas de explosivos convencionales llamadas «bunker busters» se recurre al uso de las minibombas nucleares o de fisión o de bombas de neutrones, el por ciento de daños podría aumentar aunque no en las enormes proporciones que mencionan muchos observadores.

Incluso la tesis según la cual sería posible la realización de golpes quirúrgicos –aéreos y con la utilización de misiles– no es más que un engaño. Una acción total tendiente, como debiera ser según lo anunciado, a reducir el potencial bélico iraní a la época de la edad de piedra, presupone múltiples acciones de ataque, con el uso de fuerzas múltiples, realizadas en un corto período de tiempo para quitar al adversario, como decía el coronel Boyd, toda capacidad de decisión, de respuesta y toda posibilidad de adoptar una estrategia de enfrentamiento. La acción múltiple tiene que ser también capaz de impedir la represalia directa de las fuerzas aéreas y marítimas iraníes contra las instalaciones y el transporte de petróleo en el Golfo Pérsico y el Mar de Omán.

La acción múltiple tendría que neutralizar la amenaza de los misiles [iraníes] sobre las bases militares estadounidenses en Asia central y Medio Oriente. Tendría que impedir las acciones iraníes de estrategia indirecta en Afganistán, Pakistán, Irak, Líbano, así como en Gaza y en el Cáucaso, y dondequiera que haya un chiíta que pueda crear problemas. Para colmo, Teherán controla la ribera norte del estrecho de Ormuz y el cierre de esa ruta marítima al paso de los barcos que se dedican al transporte de petróleo podría poner por las nubes el precio del barril de petróleo, hasta alcanzar precios de entre 200 y 400 dólares el barril. Lo mismo pasaría si Irán decidiese vengarse mediante operaciones de sabotaje o bombardeos contra las instalaciones petroleras de otros países de la región.

Es por ello que la estrategia militar de un ataque contra Irán no podría consistir en golpes quirúrgicos o contemplar un solo componente. No se puede tratar, en este caso, más que de la Swarm Warfare, de la guerra del enjambre y de la horda, modalidad que John Arquilla y David Ronfeldt han desenterrado después del imbatible uso que de ella hiciera Gengis Kan [1]. En términos modernos, esa estrategia pone en práctica la guerra en todas sus dimensiones –terrestre, naval, aérea, mediante misiles, espacial, virtual y en el plano de la información– en múltiples teatros y niveles. Para ello es necesario que el «enjambre» de diversos componentes y de acciones que se desarrollan concentrándose en un lugar y una dimensión dadas para trasladarse enseguida a otros lugares y otras dimensiones pueda, en cualquier caso, impedir cualquier tipo de reacción. Las hordas encargadas de la destrucción física de los blancos deben integrarse y concentrarse sobre los objetivos a la par de las hordas virtuales encargadas de las acciones diplomáticas, de la guerra sicológica, al igual que las encargadas de la manipulación de la información.

Además, las acciones militares deben tener como objetivo provocar una situación de urgencia humanitaria que justifique la intervención de las organizaciones internacionales en territorio iraní. Es evidente que la responsabilidad de la catástrofe debe atribuirse a los propios iraníes. En ese aspecto, todo está listo ya, o casi listo, en particular luego de la exhortación de Bernard Kouchner. Agencias internacionales y ONGs están desesperadas por salir para Irán a quitarles los velos a las mujeres. Si se les ofrece la posibilidad de intervenir para recoger refugiados, ocuparse de los heridos, contar los muertos y organizar una elección al mes, habrá una verdadera carrera por ir a implantar la democracia en Irán.

La complejidad de ese escenario no debe llevarnos a creer que haya que movilizar fuerzas enormes. Las capacidades de bombardeo de los aviones israelíes y estadounidenses son tan grandes que pueden destruir numerosos objetivos con una cantidad limitada de aparatos. Los misiles crucero que pueden ser lanzados desde el mar ya son armas tecnológicas que no exigen una intervención en masa para lograr la destrucción deseada, ni siquiera a gran escala. El gran número de planes y niveles de intervención podría quizás plantear problemas de coordinación, de mando y de control, pero no sería nada del otro mundo. Estados Unidos e Israel colaboran entre sí desde hace más de medio siglo, y los problemas de seudo autorizaciones de terceros países para el sobrevuelo o el tránsito [terrestre] de tropas ya no existen, ya sea por la existencia de acuerdos políticos firmados con los países interesados o por la predisposición de ambas potencias a ignorar las objeciones.

Queda la grave e importante incógnita de la post-urgencia. La incógnita sobre el futuro de un Estado de origen y mentalidad imperiales que se ve degradado al papel de Estado renegado en bancarrota y, de aspirante al papel de potencia regional, al de hueco negro político y estratégico. Se mantiene también la incógnita sobre la reacción, no tanto sobre la derrota o el redimensionamiento de las aspiraciones como en cuanto a la humillación. No se puede excluir en lo absoluto que lo que se quiere evitar a cualquier precio, o sea la nuclearización de Irán, aún por demostrar y por realizar, se vea de hecho favorecida por la intervención de potencias extranjeras, precisamente por causa de la humillación.

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La versión original de este texto se publicó en el diario italiano L’Espresso.

[1«Swarming and the Future of Conflict», por John Arquilla y David Ronfeldt, Rand Corporation 2000. Ver el documento anexo.