San Martín Peras, Oaxaca. María trenza la palma, ágiles sus dedos la entrelazan para el sombrero que le comprarán en 2.50 pesos, su único ingreso por día. Las hojas pálidas le rozan la falda de color encendido y apenas va en la copa; moldea veloz la hojarasca, pero en un par de horas habrá terminado. Si teje uno al día, en dos semanas, tendrá lista la docena que ofrece en el tianguis cada sábado. María es el único sustento de su familia porque Pedro, su esposo, ya no hace ni petates, ni canastas, ni sombreros: se cortó la mano con el machete y apenas puede moverla.

Hace ya casi una semana que la pareja contrajo gripe y Pedro, de 57 años, arde en fiebre. En San Miguel Peras, su comunidad, el gobierno estatal construyó una clínica sin equipo, medicinas ni doctor, y su única opción es esperar dos meses más para ser atendido por las brigadas de salud.

La pareja confía que “a la buena de Dios” se venda toda su mercancía, aunque lo ganado será insuficiente para aliviar ese resfriado. Además de las medicinas, cuyo costo en el municipio de Juxtlahuaca está muy por encima del precio normal, tendrían que pagar 700 pesos para trasladarse donde sí hay atención médica adecuada.

No hay equipo médico ni en San Miguel Peras ni en la cabecera municipal, por eso, hace algunos meses, Dominga Nepomuceno murió en labor de parto. Falleció junto con su hijo al llegar al hospital de Juxtlahuaca.

La condición de Marcelina Villanueva no es mejor. Hace 20 días que la mujer de 56 años sufre de vómitos y diarrea, y los médicos “nada más le echaron suero”, dice su hijo. No supieron explicarle qué tenía, porque no había un intérprete con ellos; la lengua sigue siendo una barrera. Ahora Marcelina ya no es la misma que aquella rebosante de la credencial de elector. En la fotografía se ve sana, de gesto templado y suave, ahora está pálida y macilenta, de mirada afligida y en los huesos, se distingue lo redondo de sus ojos y lo afilado de sus pómulos.

Postrada en un catre de madera, a lado del fogón, se queja en mixteco de una “bola” en el estómago. “No quiere comer tortilla ni frijoles”, dice su esposo Manuel Pérez. También a él hace tiempo le duele la cabeza y no ha ido al doctor, porque se gastaron todo el dinero en la consulta y las medicinas para Marcelina en Coicoyán de las Flores. Su hijo mayor gastó 435 pesos en antinflamatorios, vitaminas y suero oral, medicamentos a punto de agotarse y que no remedian el mal de Marcelina. El dinero lo consiguió al hacer unos trabajos, pero la familia no tiene fuentes de ingreso, sólo comen lo que la milpa les da. Para comprar más antibióticos tendrán que pedir fiado.

El agente municipal Mauricio González explica que desde hace ya más de dos años se hizo una solicitud para que haya un doctor de manera permanente, pero jamás han recibido respuesta del gobierno de Oaxaca. También las autoridades de San Martín Peras hacen caso omiso a los reclamos de la comunidad. Sólo la mitad de sus habitantes tienen luz y agua. Hace cinco años demandaron la construcción de un puente para que 50 alumnos puedan atravesar el río y llegar a la escuela, pues ya un niño se ahogó cruzándolo durante la temporada de lluvias, pero les dicen que no hay recursos.

Sin un panorama más alentador, Mauricio señala que familias enteras se están yendo a Ensenada, Baja California, y que incluso él lo ha hecho: “Hay puro grande y todos los jóvenes se fueron. Aquí no hay trabajo, puro sembrar maíz nada más”.

San Martín Peras es el primer expulsor de emigrantes en Oaxaca y, de acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, es el cuarto municipio más pobre de México con un índice de desarrollo humano de 0.4688, similar al de países como El Congo, Ruanda o Angola.

El 50 por ciento de los pobladores de San Martín Peras son emigrantes, 3 mil 500 de manera permanente. Según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), entre 2000 y 2004, el saldo neto migratorio fue de 2 mil 242 personas.

Las Minas

La algarabía de una radio irrumpe sobre el paisaje. La tonada de la canción parece ser lo único vivo en Las Minas. El aire está callado y las tolvaneras, serenas sobre la cúspide de la Sierra Madre. En la brecha agreste no hay hombres y tampoco mujeres, sólo niños pequeños ayudando a los ancianos en las parcelas. Francisco se agacha para limpiar la milpa hasta donde el anciano ya no puede. Tiene apenas nueve años. Como les sucede a 80 niños de Las Minas, él está al cuidado de su abuelo porque sus padres emigraron.

“La mitad del pueblo ya se fue”, expresa el agente municipal Modesto Díaz y él mismo admite que dejó su tierra para trabajar como jornalero en Sinaloa, Jalisco y Michoacán. Por un día en la pizca de jitomate, le pagaban menos de 50 pesos, dinero que “no alcanza para comer”, dice. Hoy cuida a sus nietos de cinco y 12 años. Ana Rosa, su hija, también partió hacia los campos de fresa, en California. Los nietos de Modesto ven a su madre una vez al año y reciben “poquito” para el gasto de la escuela.

No ocurre así con Adriana y sus dos hermanos. En cuatro años no han vuelto a ver a sus padres y sólo atinan a contestar que se fueron al norte, que los extrañan y que no dejarían su casa. Ella ya terminó la primaria y en dos años más cumplirá los 14, edad en la que comienzan a irse los adolescentes nu´saavi de Las Minas. A falta de oportunidades y medios para sobrellevar la miseria, este año, una treintena de jóvenes entre 14 y 16 años emprendieron el viaje y atravesaron la frontera para ganar 5.75 dólares por hora en la colecta de fresa.

Aislada sobre la cima de la montaña, en Las Minas todo es lejanía. Apenas hace siete años construyeron la carretera: un angosto camino de tierra sobre la Sierra Madre, donde los deslaves son frecuentes y arrasan los cultivos. Los apagones son también habituales y sólo la lluvia alimenta los pozos. No hay clínica y las brigadas de salud llegan cada dos meses. La comunidad vive de lo poco que se vende en las improvisadas expendedurías y del maíz, el frijol, la calabaza y el chilacayote, que se siembran para autoconsumo.

Gregoria Flores mira el estante semivacío donde reposa el jabón, el arroz, los frijoles, los huevos y las veladoras de su tienda. Afirma que toda la ganancia del día se reduce a la venta de una bolsa de sal. Pueden pasar meses sin que le compren su mercancía, pues cada vez tiene menos vecinos.

No tiene más remedio que endeudarse hasta por mil pesos en la cabecera municipal por la mercadería que adquiere. Por eso, ni sus tres hijos ni Adriana toman leche diario y comen carne cuando hay dinero. Desde que se fueron los padres de Adriana, Gregoria alimenta a los seis niños. Cuando todavía no era madre, trabajó en el cultivo de jitomate en Culiacán: “Poquito gané, pero gasté todo y no pude ahorrar; por eso ya me quede aquí, a dedicarme al campo”, confiesa Gregoria.

Los gastos de su estadía como jornaleros les impiden ahorrar dinero. Por su condición de emigrantes tampoco pueden tener acceso a programas como Oportunidades o Procampo. El Seguro Popular no está presente en una comunidad donde se curan los males con paracetamol y solución para la fiebre.

También auxiliar de salud, Gregoria declara que la papilla –suplemento nutricional para los niños– sólo la reciben unas cuantas mujeres a través de Oportunidades y no las decenas de emigrantes que estuvieron imposibilitadas de inscribirse en la lista de beneficiarias.

Los favorecidos por Procampo también son escasos. Emilio Díaz Cruz dejó de recibir el apoyo una vez que decidió irse. Ahora está fracturado de la columna y la pierna se le duerme debido a su trabajo como recolector en los plantíos de California. Obligado a regresar, sólo se dedica a su milpa y a cuidar a sus hijos más pequeños con la ayuda de su hija. Su esposa y sus tres hijos mayores, dos jóvenes de 18 y 14 años y una más de 16, permanecen allá. Tuvieron que pagar mil 100 pesos para viajar de Juxtlahuaca a Tijuana y mil 200 dólares para cruzar la frontera. Con pesar, Emilio refiere que su sobrina de ocho años murió atropellada por una camioneta de la border patrol, mientras ella y su padre se escondían en un montón de basura para no ser detenidos en la frontera.

“Cómo se va a quedar a vivir la gente aquí, si todo va subiendo y de dónde vamos a obtener el dinero para comprar lo que se necesita. Trabajamos para mantenernos, no nada más comemos frijol y maíz, necesitamos más alimentos, porque a veces no se da la milpa y vienen terremotos que echan a perder nuestras plantas”, se queja Gregoria.

Las Minas no recibe recursos de San Martín Peras, “pues –explica Modesto– el presidente municipal dice que hay muchas agencias y que no alcanza, que hay mucha maquinaria en Peras que requiere gasolina y que es muy cara, y no quiso emparejar nuestra calle”.

El Sabinillo

Mientras en la cabecera municipal las excavadoras están estacionadas, en El Sabinillo 11 hombres, niños, jóvenes y ancianos, abren el camino con palas y picos porque las lluvias se llevan las brechas que trazan. Desde que amanece hasta las cinco de la tarde, Fidel, de siete años, lleva piedras a la carreta por el tequio o ayuda a la comunidad. Los pobladores están habituados al trabajo diario en el camino, pues la temporada hace todo lodo, apunta Rogelio Díaz, quien dirige la apertura de la única vereda que comunica a El Sabinillo.

El agua también se lleva la cosecha, que de por sí es complicado sembrar: el abono les cuesta 350 pesos el saco y sin recibir ninguna ganancia, los campesinos piden prestado para comprarlo. El maíz de Rogelio se da una vez al año y es escaso lo que se puede recolectar.

La familia de Rogelio se debe conformar con un tambo de granos y con los pocos pedazos de carne que se secan dentro de la habitación. “No se puede, vivo aquí nada más”, responde cuando se le pregunta si se ha ido a Ensenada, y asegura que no podría costear el viaje de ida de 900 pesos y el de regreso de mil.

Heraclio está esperando que llegue octubre para regresar a Baja California y recibir 300 pesos semanales como labriego; por ahora, trabaja en despejar el camino. Señala la casa que le construyó a su familia gracias a su salario en Ensenada, un hogar de cemento que corona el monte. Aunque Heraclio haya cambiado el sombrero por la gorra y los huaraches por los tenis, su nivel de vida sigue siendo el mismo. Todo el dinero que ganó la última vez que migró se fue en la renta, la comida y el gasto diario.

Se ríe cuando escucha la palabra leche, porque para los indígenas mixtecos es un lujo inaccesible, incluso para su hija Estela, de apenas unos meses. “No hay dinero para darle leche, pero está fuerte y no se ha enfermado”, afirma el padre.

Los jóvenes de El Sabinillo también se van de la comunidad cuando terminan la primaria. La escuela es una choza prestada que hace las veces de salón, donde asisten 17 de niños de entre ocho y 12 años, y la instructora del Consejo Nacional de Fomento Educativo. En El Sabinillo, ni las casas ni la escuela tienen luz eléctrica. “Ni agua, ni brigadas de salud, ni carretera, nada más lo que se hace con la mano”, expresa Rogelio con cierto estoicismo.

Resignados a no recibir apoyos, las condiciones de los habitantes de El Sabinillo contrastan con el estatus de vida que se da Francisco Ramírez. El síndico posee una onerosa camioneta que lava con chorros de agua y una casa de dos pisos y cemento que sobresale de las otras tantas de madera y piso de tierra. Mientras el munícipe se ausenta por días, un viejo nu´saavi se sienta en el suelo del palacio municipal y rodeado de hojas de palma pasa tardes enteras tejiendo sombreros.

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Revista Contralínea
Fecha de publicación: Septiembre 1a quincena de 2007