por Félix C. Calderón
Fondo Editorial Congreso del Perú, Lima, abril 2000

Introducción

No existe, infortunadamente, en el Perú ningún estudio exhaustivo sobre la negociación peruano-chilena realizada en Lima entre el 12 de octubre de 1928 y el 29 de mayo de 1929, y concluida con el Tratado de 1929 y su Protocolo Complementario. La razón que siempre se ha esgrimido, sin mayores variantes, es que ese tratado definitivo de límites con Chile fue negociado personalmente por el propio presidente Leguía, en una sucesión de encuentros en el palacio presidencial, con el embajador de Chile en Lima, Emiliano Figueroa Larraín. Por eso, historiadores peruanos de fuste, como Gustavo Pons Musso, no han dedicado más de dos o tres párrafos a la negociación del mismo (Las Fronteras del Perú, p. 212). Inclusive Raúl Porras Barrenechea, claro y explícito en los antecedentes, solo se limitó a decir que dicho tratado fue fruto del entendimiento directo del plenipotenciario chileno con el jefe de Estado peruano (Historia de los Límites del Perú, obra conjunta con A. Wagner de Reyna, p. 156).

Es este vacío el que explicaría la paradoja que sea el libro Chile y Perú. Los pactos de 1929, del canciller chileno de la época, Conrado Ríos Gallardo, la versión más socorrida de los peruanos, por defecto o por omisión, no obstante fungir el autor de juez y parte, como no podía ser de otra manera. Ríos hizo un relato jactancioso, cuando no selfish y salpicado de una que otra inexactitud, por recurrir a verdades a medias o a silencios inexcusables sobre aspectos importantes de la negociación, pese a haberlo escrito con la madurez que deja el tiempo, 30 años después de haber participado directamente en forjar esa parte de la historia bilateral.

El hallazgo en el Archivo Central del Palacio de Torre Tagle de las cartas personales y confidenciales que remitiera el embajador César Elguera al presidente Leguía desde Santiago, entre octubre de 1928 y marzo de 1930, junto con toda la documentación intercambiada durante la negociación que metódicamente guardó el presidente, han hecho posible ahora reconstruir, desde el punto de vista peruano, ese importante capítulo de la historia diplomática del Perú y, de paso, conferirle al testimonio del ex canciller chileno su real valor histórico. Esto es, el de constituir una versión parcial de la negociación de Lima, a donde Chile como potencia ocupante concurrió en condiciones favorables.

Amparado en la cita de Raúl Porras que señala: "La solución divisoria representa la realidad frente a la utopía de las reivindicaciones totales o la triste política de los aplazamientos" (p.260), Ríos se aventuró a justificar en su mencionado libro la división final de las provincias cautivas como expresión del "principio de autodeterminación (sic) nacional, principio ante el cual los pueblos se inclinan sin afrenta" (p. 260). Justificación fantasiosa, sin duda, si se tiene en cuenta que en ese mismo libro y sin ambages, no vaciló en sostener lo contrario, al admitir que la posición chilena estaba, virtualmente, huérfana de sustento jurídico, por lo que no podía excluirse su derrota en la Comisión Plebiscitaria y en la Comisión Especial de Límites (Op. Cit., p. 118, 120, 123,128,130, 150, 162 y 163, inter alia). Además, hablar de autodeterminación después de haber puesto en marcha el primer caso de national cleansing del siglo XX en el mundo, no deja de ser contradictorio, por decir lo menos.

Tal como la diplomacia peruana lo denunciara desde 1894, Chile no sólo transgredió el Tratado de Ancón de 1883 al apropiarse indebidamente de una porción muy importante de la provincia de Tarata y otra más pequeña de la provincia de Chucuito, en Puno; sino que, además, hizo todo lo posible para frustrar o postergar la realización del plebiscito en las provincias cautivas de Tacna y Arica, viciando automáticamente el artículo 3ro. del Tratado de Ancón y, por ende, cualquier título jurídico para seguir ocupando esas provincias. Fue, tal vez pensando en esto, que el ex canciller chileno reconoció en su citado libro que "el colapso fatal estuvo ad portas" y que "si el avance sobre el mapa, que realizaba con estrategia insuperable el coronel Ordoñez -el delegado peruano en la Comisión Especial de Límites- no se detenía con oportunidad, se corría el riesgo de no poder apelarse más a la solución divisoria (sic)" (Ibid. p. 128) o que "el país sufría un gran desastre porque la división territorial se tornaba impracticable" (Ibid. p. 150).

Percepción del fracaso nada exagerada. En efecto, poco o nada se ha dicho en el Perú, tal vez por temor a romper ese pacto tácito de denigrar a Augusto B. Leguía, del cambio fundamental en las circunstancias que introdujo en la disputa territorial la nueva dinámica generada por el arbitraje del presidente Coolidge. Desde 1922 más de un especialista peruano criticó al presidente Leguía por haber aceptado un arbitraje político en vez de uno de derecho. Pero lo que seguramente no se supo es que, independientemente de la modalidad aplicable, fue el arbitraje el camino escogido por Leguía para superar la inercia del inmovilismo que venía favoreciendo a Chile.

Los primeros días de noviembre de 1920, el consultor jurídico contratado por el Gobierno peruano, Dr. Joseph W. Folk, recomendó al presidente Leguía someter los asuntos en controversia al arbitraje de los Estados Unidos o, eventualmente, llevarlo a La Haya. Quien esto escribe ha tenido frente a sí tanto el contrato como los telegramas y cartas que Folk intercambió en este sentido con el Dr. Alberto Salomón, canciller de la época. Fue por sugerencia de Folk que Torre Tagle decidió no llevar la controversia territorial con Chile a la primera Asamblea de la Liga de las Naciones, a fin de no complicar la gestión del arbitraje, aparte que había que esperar el ingreso de los Estados Unidos a ese foro mundial. Por eso fue destituido Mariano H. Cornejo, pese a ser un amigo probado de Leguía; porque procedió prematura e inconsultamente en Ginebra. Su pedido, hecho conjuntamente con el delegado boliviano, en noviembre de 1920, para incluir esa cuestión en el Orden del Día de la asamblea no fue, en ningún momento, autorizado por Lima, por lo que tuvo que ser retirado, al amparo de su extemporaneidad.

No fue, pues, ni el carácter extemporáneo del pedido ni la supuesta influencia perniciosa de los Estados Unidos la causa de ese traspié diplomático en Ginebra, como quiso ver más de un detractor de Leguía. Consecuente con lo manifestado en su discurso programa del 19 de febrero de 1919, de llegar a una "solución justa, digna y definitiva", el presidente peruano había optado por un camino distinto al trato directo, precisamente por ser consciente de que éste último, en más de 30 años, no había hecho más que convalidar sigilosamente la ocupación chilena en los territorios cautivos.

Es cierto que el arbitraje del presidente Coolidge de 1925 no fue en todos sus extremos favorable al Perú. Sin embargo, la intervención de los Estados Unidos como arbitro acarreó una valoración distinta de la controversia territorial, en el plano del derecho y de la moral, con pesadas consecuencias para Chile. De inmediato el Perú pudo recuperar 600 kilómetros cuadrados de Tarata. Además, se puso en marcha un proceso plebiscitario acorde con lo que la diplomacia peruana había postulado desde 1893, y se estableció una Comisión Especial de Límites cuyos trabajos amenazaron con arrastrar ese diferendo bilateral a una disyuntiva insospechada.

Fue ésta la primera vez que la diplomacia chilena tuvo que hacer frente a resultados adversos desde la guerra del 79. De allí que su élite dirigente se convenciera en 1927, cuando era presidente Emiliano Figueroa Larraín, que había que regresar al trato directo antes que fuera imposible la división territorial (Ríos : Op. cit. p. 122). De no haber sido por el arbitraje y sus secuelas, es poco probable que el Perú hubiese recuperado Tacna de buenas a primeras. Y si lo hacía, pudo haber quedado en condición de deudor moral del país ocupante, cuando tenía que ser al revés.

Como se sabe, la diplomacia de La Moneda buscó, en un primer momento, apoderarse de Tacna y Arica. La misión de Lira en Lima, en 1895, de triste recordación, fue un ejemplo patético de ese propósito.

Luego intentó la compra, para después proponer la división territorial, con el implícito enclaustramiento de Tacna, o un plebiscito amañado en detrimento de los nativos de esos territorios. Sin embargo, creada la Liga de las Naciones en 1919, como resultado de la innovación conceptual que introdujeron en el derecho internacional los "catorce puntos" del presidente W. Wilson, Chile cayó en la cuenta de que la época de la ocupación impune había terminado. Y si bien no hubo, al comienzo, en Santiago un terreno abonado para el arbitraje, es dable suponer que se dio por esos años, coincidentemente con el Perú aunque por razones distintas, un animado proceso de reflexión, al punto de haberse atribuido un ex canciller chileno, E. Barros Jarpa, la autoría de la ofensiva diplomática que condujo al arbitraje, según le contara al embajador peruano en Santiago, César Elguera, el entonces canciller Ríos. Al parecer, la clase dirigente chilena había llegado al convencimiento de que el tiempo transcurrido jugaba a su favor en esos territorios y que, de haber un plebiscito, era de esperar un triunfo chileno. Agustín Edwards, delegado chileno ante la Comisión Plebiscitaria, dio testimonio de ello en la Memoria que publicara en 1926, anotando que "la devolución de Tacna al Perú no tenía la menor probabilidad de éxito" (Véase, por ejemplo, p.31 y 33).

La pulcritud en el accionar de los generales Pershing, Lassiter y Morrow hizo que se desvaneciera pronto esa ilusión, una vez que se pusieron al descubierto las debilidades de la posición chilena. Fue así como su élite dirigente no vaciló, en 1927, en precipitar la renuncia de su embajador en Washington, Miguel Cruchaga, partidario principista del arbitraje, a fin de apurar el tránsito al trato directo antes que fuera demasiado tarde (Ibid., p. 155 y 156).

La diplomacia peruana había experimentado por más de treinta años el sabor amargo de la frustración y de los esfuerzos estériles. En más de un ocasión llegó a perder la brújula por falta de firmeza en la decisión y entereza moral en la más alta magistratura, como lo atestiguan el infausto Tratado García-Herrera y el acuerdo telegráfico Huneeus-Varela. Amparado en la solidez de sus argumentos jurídicos y morales, pero consciente de las limitaciones del poderío militar, Torre Tagle nunca dejó de reclamar la devolución de las provincias cautivas o, en su defecto, la realización de un proceso plebiscitario imparcial. Mas, este enfoque del todo o nada a causa de la imposibilidad material de recuperar esos territorios por la fuerza, sólo trajo sinsabores, desplantes y la virtual fosilización del statu quo, que era precisamente lo que más convenía a Chile.

Ahora bien, la disputa territorial con Chile, agudizada desde el 28 de marzo de 1894, no fue un hecho aislado en nuestra historia diplomática de límites. Todo lo contrario. A resultas del peligroso debilitamiento que sufrió el Perú con la guerra del 79, la diplomacia peruana tuvo que hacer frente, en forma simultánea, a una guerra diplomática infructuosa con los países vecinos, la misma que no ha sido, infortunadamente, contada en toda su dimensión debido a esa visión compartimentalizada de la problemática limítrofe del Perú, concebida desde una perspectiva diacrónica. Dicho en otras palabras, mientras que se luchaba con tesón por la recuperación de Tacna y Arica, en todo ese tiempo, sin darse tregua, la diplomacia peruana también libró una lucha desigual para definir las fronteras con Bolivia, Brasil, Colombia y Ecuador. Conflicto asimétrico de carácter sincrónico que prevaleció por más de 20 años y que informó inexorablemente de la suerte del diferendo territorial con Chile. No fue una casualidad que el tratado definitivo de límites con este país se concluyera en 1929. Lo impensable hubiese sido que fuera el primero, el segundo o hasta el tercer acuerdo de fronteras. Por darse la ocupación de hecho del territorio peruano, a diferencia de las otras disputas territoriales, fue menester zanjar, primero, las diferencias territoriales con algunos de ellos, antes de abocarse resueltamente a recuperar, por lo menos, una parte del territorio cautivo.

Nunca se ha dicho de manera suficiente que el Perú entró al siglo XX sin ningún arreglo definitivo de fronteras y escapando de la bancarrota. Denostar, pues, a Leguía en estas condiciones, sin reparar en la responsabilidad que le cupo, en todo caso, a sus predecesores por ese estado deplorable de cosas, es algo incomprensible, hoy en día, a menos que haya más de un interesado en vertebrar una historia al revés, encubriéndola con un chivo expiatorio.

Tras el desastre de la guerra con Chile, los sucesivos gobiernos peruanos recurrieron en las controversias con sus vecinos a las apaciguadoras opciones del modus vivendi y del statu quo, o al arbitraje, ya sea de derecho o de equidad, o a ambos. Era explicable esa proclividad a la indefinición fronteriza tous azimuts. Pero, ella no dejó de ser perniciosa porque pospuso sine die las verdaderas soluciones, confundiéndose en más de una oportunidad con el renunciamiento y el inmovilismo "fruto de la incapacidad para querer y la falta de valor moral para resolver", como decía Leguía.

Los detractores de Leguía suelen olvidar que en más de una oportunidad Ecuador y Colombia actuaron en concierto para imponerle al Perú una delimitación en la parte nororiental. Sin ir muy lejos, meses antes que el presidente Leguía asumiera el poder, en julio de 1908, la Cancillería peruana tuvo conocimiento por su Legación en Quito que el supuesto tratado de límites que venían de suscribir el Ecuador y Colombia establecía que la línea de frontera entre ambos países seguiría el divortium aquarum de los ríos Ñapo y Putumayo, yendo a buscar el origen del Ambiyacu (Ampiyacu), para continuar por el curso de éste hasta su confluencia con el Amazonas y luego de este último hasta la frontera con Brasil (una versión perfeccionada de este trazo fronterizo lo constituyó el tratado colombo-ecuatoriano de 1916). Y, apenas, un mes después de haber asumido Leguía el mando, en octubre de 1908, el ministro plenipotenciario Osma informó desde Madrid que acababa de llegar a esa ciudad el señor Bentacourt, en calidad de enviado especial del Gobierno colombiano, con el objeto de interponer la personería de Colombia en el arbitraje peruano-ecuatoriano. Todo esto en medio de una agresiva chilenización de las provincias de Tacna y Arica, de las secuelas del combate entre peruanos y colombianos en la zona del Putumayo a comienzos de 1908, del conato de golpe de Estado en el Perú a fines de mayo de 1909, del rechazo de Bolivia al laudo arbitral del presidente argentino y del riesgo inminente de guerra con el Ecuador en 1910 (tras fracasar el arbitraje del Rey de España), acicateado por Chile mediante el envió a Guayaquil de una gran cantidad de elementos bélicos en el vapor "Maulín", convenientemente escoltado por el crucero "General Baquedano".

La conclusión de los tratados de límites con Brasil y Bolivia, en menos de tres semanas, entre el 29 de agosto y el 17 de setiembre de 1909, fue el turning point de ese dominó limítrofe imaginado con clarividencia por Leguía para definir las fronteras de la República. Siempre supo que ésa no sería una tarea grata. Por eso la habían rehuido sus predecesores, más proclives a hacerse cargo de lo contingente, por lo mismo que, quizás, les aterró ocuparse de la historia. Pero persistió con la tenacidad propia de un iluminado, obsesionado como estaba por darle "piel" al Perú. Así, el tratado de límites con el Brasil no fue fruto de la casualidad. Fue negociado en menos de diez días, en momentos que el Perú hacía frente a una amenaza de guerra con Bolivia, y cuyo efecto catalítico inmediato fue la transacción honrosa con este país.

En una carta personal que le enviara, el 2 de mayo de 1909, al ministro plenipotenciario Hernán Velarde que venía de asumir nuestra Legación en Río de Janeiro, el presidente Leguía le dijo : "En cuanto a la cuestión peruano-brasilera, mi opinión es que se debe gestionar y celebrar un acuerdo directo, con prescindencia de toda intervención extraña, siempre que con él pongamos término decisivo a la cuestión y ganemos la permanente amistad con el Brasil". Y luego de concluirse ese tratado de límites, en otra carta fechada el 27 de junio de 1910, el presidente Leguía le manifestó al mismo plenipotenciario peruano: "Hay motivo fundado para congratularse por el éxito de nuestras negociaciones de límites con el Brasil...(se ha) conseguido la suscripción de ese tratado en momentos en que la situación internacional era (para el Perú) por demás delicada y compleja...".

De vuelta al poder en 1919, Leguía rompió magistralmente la crónica complicidad colombo-ecuatoriana, exacerbada por Chile, mediante el Tratado Salomón-Lozano de 1922, que si bien reconoció a Colombia el triángulo de Leticia, hizo ganar al Perú el triángulo de Sucumbios, estratégicamente ubicado en la margen occidental del Putumayo, lo que permitió a nuestro país encerrar, virtualmente, al Ecuador en su vertiente oriental. Los caucheros peruanos con intereses en la margen opuesta del Putumayo, cuyas atrocidades cometidas se olvidan sospechosamente, gritaron sin rubor traición; miopes como posiblemente lo estuvieron para no ver o no querer ver los apremios que pasaba la República ante el esperado arbitraje sobre la provincias cautivas y la renuencia del Ecuador para negociar en forma definitiva su frontera con el Perú. Por eso, no es ninguna coincidencia que el Protocolo Castro Oyanguren-Ponce de 1924 tuviera lugar después de haberse concluido el Tratado Salomón-Lozano. Como tampoco es ninguna coincidencia que el arreglo limítrofe con Chile haya precedido al del Ecuador.

Vistos retrospectivamente los primeros cincuenta años de este siglo, parece improbable que otra estrategia negociadora, distinta a la secuencia Brasil, Bolivia, Colombia y Chile, hubiese sido más exitosa.

Manuel Prado realizó el logro histórico de fijar, en 1942, la línea de frontera con el Ecuador a expensas de una costosa guerra y, lo que es peor, de ceder territorio. Ese estratégico triángulo de Sucumbios que obtuvo Leguía a cambio de dejar Leticia en territorio colombiano, tuvo que ser cedido al Ecuador, junto con el triángulo de Güepí y el del Napo-Aguarico y Zancudo, a pesar de tener el Perú un ejército victorioso; por lo mismo que la guerra no da derechos y porque un tratado de límites, para ser válido, requiere de la voluntad consensual de las dos partes. El acierto histórico de Prado estuvo, precisamente, en haber comprendido que si se quería la paz y una línea de frontera jurídicamente incuestionable, era menester hacer concesiones aun a costa del triunfo militar. Y si esto ocurrió con Prado, que sólo tuvo como tarea cerrar la única frontera que quedaba por delimitar, es de imaginar la tarea hercúlea que tuvo que afrontar el presidente Leguía para fijar en forma definitiva los límites del Perú con el Brasil, Bolivia, Colombia y Chile.

Chile entró a la negociación directa con el Perú con una serie de ventajas. En primer lugar, éste fue el terreno que escogió a fin de recuperarse de la derrota diplomática que significó el fracaso del plebiscito por hechos que le eran imputables. De esta manera, como dijo el embajador chileno en Washington, Carlos Dávila, Chile logró su "revancha" (Ríos: Op. cit. p. 197). En segundo lugar, Chile tenía la ventaja física que daban los hechos consumados, tanto por seguir ocupando esas provincias y parte de Tarata y Chucuito, cuanto porque la división territorial ya estaba preconfigurada con el trazo hecho en 1909 del ferrocarril Arica-La Paz. Por último, contó inicialmente con el apoyo de los Estados Unidos, ganado como estaba el Departamento de Estado a la tesis de la partija.

Como contrapartida, Chile tuvo al frente, durante toda la negociación, a un político tenaz y muy intuitivo, pero humano al fin de cuentas, que con una idea concreta del Perú y de su futuro asumió solo el riesgo de liquidar ese punzante remanente del Tratado de Ancón, aun a costa de despertar las iras santas de sus enemigos políticos. Nos referimos al presidente Leguía, quien confió más en su patriotismo y en el juicio de la historia que en los pírricos beneficios que siempre deja a los que no miran lejos, el postergar o soslayar lo esencial.

Menudo, con 50 kilogramos de peso y 65 años de edad, Augusto B. Leguía vivía por esos años aquejado de un cáncer a la próstata y por la obsesión de modernizar al Perú. "Dejaré a este país sobre rieles", solía decir. Sin embargo, su Gobierno confrontaba una difícil situación económica interna, debido a la caída de los precios internacionales de las materias primas, la inestabilidad de la libra peruana y los apremios de los acreedores. Impresionaba a tirios y troyanos su proverbial dinamismo, aderezado con su temperamento pausado y una sobriedad refinada. Atento y ameno en el trato social, era admirado por su grandilocuente verbo y su laboriosidad infatigable. Es cierto que introdujo autocráticamente al Perú en el siglo XX; pero también impidió su "polonización", asumiendo en la soledad del poder la responsabilidad histórica de darle al Perú cuatro de sus cinco fronteras, con lo cual hizo posible el Protocolo de Río de Janeiro en 1942.

Suscrito el Tratado de 1929, no fue por cierto el Perú el gran ganador, puesto que se perdió definitivamente Arica. Pero, tampoco fue el gran perdedor. Para Chile, el Tratado de 1929 significó el fin de un quemante problema, logrando retener Arica a cambio de sujetarla a una serie de servidumbres. El Perú pudo recuperar más de 7,000 kilómetros cuadrados sin disparar una sola bala ni movilizar legiones de jóvenes provincianos hacia el sur, aparte de conservar una presencia en Arica por la vía de los establecimientos y zonas donde su comercio de tránsito está llamado a gozar de la independencia propia del más amplio puerto libre. Que esto último no fuera todavía una realidad tangible, en diciembre de 1988, tal como los negociadores lo contemplaron en 1929, es algo que habría que cargar en el pasivo del teniente coronel Sánchez Cerro y de quienes le sucedieron en el poder, en vez de zaherir a quien recuperó Tacna.

Leguía entró a la negociación a sabiendas que era el terreno escogido por la otra parte para acabar con este cincuentenario litigio. Lo más probable es que no haya estado dispuesto a resolver ese diferendo a cualquier precio. Pero, al final, tuvo que contentarse con el menor de los males, dejando "a los profesionales de la guerra la recuperación de Arica", como le dijo exaltado a la señora Larrivieri, según el testimonio de su hija Carmen, luego de una conversación decisiva que sostuvo en el Palacio de Gobierno con el embajador estadounidense en Lima, Alexander Moore, en marzo de 1929.

Y decimos que el Tratado de 1929 fue el menor de los males, porque pudo haber sido peor para el Perú que se dejara escapar esa oportunidad, refugiándose en la posición extremista e intransigente del todo o nada sistemático. Que después, una vez derrocado Leguía, se haya caído en interpretaciones negligentes o estrechas en lo que atañe, particularmente, a las facilidades propias de puerto libre para el comercio peruano de tránsito en Arica, confirma lejos de debilitar esa conclusión y es, tal vez, un buen ejemplo del daño institucional que casi siempre ha causado la solución de continuidad impuesta por los golpes de Estado.

La "Convención de Tránsito de Mercancías y Equipajes entre Tacna y Arica", de 31 de diciembre de 1930, negociada en Lima por el mismísimo Ríos, esta vez como embajador de su país, con el coronel E. Montagne, desinformado probablemente de las vicisitudes de la negociación que venía de concluirse y de los entendimientos complementarios inherentes a las principales cláusulas del Tratado de 1929, introdujo con carácter interino caprichosas interpretaciones al alcance del artículo quinto, a vista y paciencia de los acerbos críticos de la diplomacia de Leguía, entre los que se contaba Pedro Ugarteche, que siempre dejaron que el presente se les escape.

Corrobora lo anterior la respuesta que diera, apenas cuatro meses antes, el 16 de agosto de 1930, el entonces canciller peruano Dr. Pedro M. Oliveira, a una consulta epistolar que le hiciera el diputado nacional por Tacna, Roberto Mac Lean Estenós. En esa ocasión la interpretación de Oliveira sobre una cuestión que le estaba relacionada fue distinta, subrayando, entre otras cosas, lo siguiente: "El ferrocarril de Arica a Tacna es una empresa sujeta exclusivamente, en su personal y material, a las leyes peruanas.... y cualquiera sección intermedia que atraviese territorio chileno debe considerarse, según el tratado del 3 de junio de 1929, como si lo hiciera por territorio peruano... y mientras se construyan y terminen esas obras (conforme al artículo quinto), el Perú goza de los mismos derechos sirviéndose del recinto que, en el muelle del ferrocarril de Arica a La Paz, se ha reservado para el ferrocarril de Arica a Tacna... Sobre la parte del territorio chileno que resulte atravesada por el ferrocarril a Tacna, Chile ha constituido, por el artículo séptimo del mencionado tratado, el derecho más amplio de servidumbre en favor del Perú, lo que permite mantener, sin solución de continuidad, el vigor de las leyes peruanas en esa sección de la línea férrea".

Podría argumentarse que el Tratado de 1929 no ha hecho más que consolidar una paz frustrante en el sur, al haber puesto punto final a la aspiración irredenta de soñar en grande o de acariciar el gran sueño nacional de la revancha, refundido tímida y apasionadamente en la soledad de los corazones. Pero no se ve por qué la búsqueda del destino del Perú como república, que unifique nuestra esencia multinacional, tenga que estar, necesariamente, anclada en la resignación estoica que condensa el amargo desasosiego del despojo o en el militarismo a ultranza.

Es bueno saber que el presidente Leguía no tuvo otra alternativa en 1929, como tampoco la tuvo en 1922 con el Tratado Salomón-Lozano acosado por Chile y Ecuador, ni en 1909 cuando el arreglo definitivo con el Brasil jugó en favor del arreglo con Bolivia. Y decimos que no tuvo otra alternativa, porque el Perú todos esos años no solamente no fue una potencia militar; sino que careció de los medios para serlo en el mediano plazo, no obstante el intento que hizo el primer mandatario con ese propósito.

El jefe de la Misión Militar francesa en el Perú, general E. Pellegrin, en carta personal manuscrita que enviara al presidente Leguía el 30 de julio de 1923, sostuvo sin eufemismos que "si el Gobierno sabe que puede disponer de un ejército fuerte, sólido y bien organizado, sus negociaciones diplomáticas podrán presentar un carácter más enérgico que si no tiene para apoyarlas sino un ejército débil. En el primer caso, podrá sostener sus pretensiones hasta llegar a la guerra, mientras que en el segundo caso estará casi siempre obligado a sufrir la ley de su adversario... Deber mío es pues, lo repito, hacer conocer a U. con toda franqueza, mi opinión a este respecto. Esta opinión es claramente desfavorable. En su estado actual, el ejército es incapaz de hacer la guerra... El mal es muy grande; pero no irremediable. Su curación necesita tiempo dinero y voluntad" (N. de R.: subrayado en el original).

Cuatro años más tarde, el 27 de junio de 1927, el consultor del Ministerio de Guerra, general W. von Faupel, puntualizó, en un memorándum, lo siguiente: "Si se estudia la situación del país con un claro criterio político-estratégico, entonces se reconoce que nuestra situación es más peligrosa que la de cualquier otro país sudamericano... nuestra Marina es de seis a nueve veces inferior a la chilena que, en caso de guerra, tendrá el dominio más absoluto del mar, no disponemos ni de un ferrocarril ni de carreteras que permitan el transporte de tropas del centro al norte o al sur o viceversa... Por eso sería muy justificado que el Perú tenga un ejército especialmente fuerte. Pero sucede lo contrario; nuestro ejército en relación al número de habitantes, es uno de los más débiles...". El mismo general von Faupel dijo un día antes, en otro memorándum, que en la Escuela de Aviación reinaba "la desorientación completa sobre la instrucción, organización, administración y disciplina".

En fin, el 14 de diciembre de 1928, en el memorándum confidencial que dirigiera el asesor técnico, coronel R.C. Moore, al jefe del Estado Mayor de la Marina, aquél precisó que Chile tenía en ese momento "un acorazado (1914), cuatro cruceros acorazados (1888-1896), tres cruceros protegidos (1888-1896), seis submarinos (1915-1917), tres submarinos mandados últimamente a construir, cinco destructores (1911-1915), seis nuevos destructores en construcción, un carbonero para la escuadra y dos transportes, además de siete buques mercantes y siete pequeños guardacostas", obviamente con fuerza aérea y fuerzas terrestres más fuertes. En contraste, la flota peruana constaba de "dos cruceros (1906), un destructor (1909), cuatro submarinos (1927-1928), un buque madre para submarinos (1880) y seis buques mercantes". Además, agregaba que "ni la fuerza aérea ni las fuerzas terrestres pueden hacer frente virtualmente a las fuerzas de (Chile)." Por eso, casi contemporáneamente, hizo una propuesta para artillar el Callao con defensas móviles.

El estado precario de la Marina peruana no era, por cierto, desconocido en Chile. A mayor abundamiento, en un momento delicado de la negociación, el embajador Elguera dio cuenta de un comentario en ese sentido, en una carta que enviara al presidente Leguía, con fecha 23 de abril de 1929. "El almirante Howe, ex jefe de la Misión Naval norteamericana llegó a Valparaíso el sábado último y en el mismo día hizo declaraciones... Manifestó a la prensa que la Marina peruana es únicamente una escuela de estudios para los marinos del país. Que la escuadra es vieja y muy reducida en comparación con la de Chile".

Así pues, sin poderío militar, no le quedaba al Perú otro camino que el de contemporizar en vez de postergar una solución sin objetivo fijo, con la desventaja adicional de que el tiempo jugaba en su contra. Claro que el presidente Leguía pudo, eventualmente, haber conseguido mejores términos, por lo mismo que la posición jurídica del Perú era sólida; pero él escogió contemporizar con el enemigo de ayer, quizás porque a fuerza de sufrir en el poder llegó a convencerse que no era posible convertir "cada anhelo del alma en una realidad de la vida", y porque no se podían "transformar los sueños del patriota en las soluciones del gobernante", como él mismo lo confesara en su mensaje al Congreso Nacional el 26 de junio de 1929, a donde concurrió personalmente no tanto para recomendar la aprobación del Tratado de 1929; "sino para asumir resueltamente ante la historia, (’sin atenuación’), la responsabilidad de su celebración".

Sus enemigos políticos, qué duda cabe, no le dieron tregua ni antes ni después. Ni Víctor Andrés Belaunde, quien solía decir que "en el Perú para tener fama hay que ser engolado", pudo hacer un enjuiciamiento imparcial (Véase Obras Completas, III La Realidad Nacional, p. 198 y ss.). Y es que, confundida la oposición en sus sentimientos, como siempre ocurre cuando se actúa movido por motivaciones personales, cayó en el error de juzgar tolomeicamente a Leguía, en función de lo que a esa oposición le acontecía en su derredor, sin ponderar desapasionadamente la interrelación de lo doméstico con el mundo exterior. No es de sorprender, pues, que Leguía fuera calificado de reo de lesa patria o acusado de no adoptar una solución bélica "por miedo". Uno de los más cáusticos fue el periódico "La República" de entonces, tenaz opositor, que un año antes llamó al "dictador" cobarde, por no ir a la guerra. No se quería ver que abstenerse o no hacer nada para no equivocarse, era peor por esa ironía que había hecho del statu quo un aliado privilegiado de Chile.

La guerra del 79 dejó una honda huella de frustración e impotencia en la conciencia nacional. No era para menos. El país fue vejado y, lo que es peor, se hizo escarnio de los derechos del vencido en la derrota. Esto último, lejos de ser una opinión de nuestros días, fue vertido hace más de un siglo por un testigo insospechado, el cónsul estadounidense en Lima S.A. Hurlbut, en un memorándum, de fecha 23 de agosto de 1881, que enviara al jefe militar de la ocupación chilena en Lima, contralmirante P. Lynch. En ese valioso documento que hoy traemos de vuelta a la actualidad, Mr. Hurlbut decía lo siguiente:

"...Cuando ha cesado la resistencia organizada y respetable, el estado de guerra debe cesar... una paz inmediata es de necesidad para la existencia del Perú como nación... Debo constatar también que así como los Estados Unidos reconocen todos los derechos que adquiere un conquistador bajo el imperio de los principios que rigen a la guerra civilizada, ellos no aprueban la guerra con el propósito de engrandecimiento territorial, ni tampoco la desmembración violenta de una nación, a no ser como un último recurso y en circunstancias extremas. Como nunca ha existido una cuestión de límites entre el Perú y Chile, y por tanto no hay entre ellos fronteras que arreglar, y como Chile ha repetido pública y oficialmente que no tiene ningún propósito o designio de hacer anexión forzosa de territorio, abrigamos la opinión clara de que por ahora una actitud semejante no se armonizaría con la dignidad y fe pública de Chile, que sería desastrosa para la tranquilidad futura de ambos países y que engendraría una seria enemistad que constantemente tendría a manifestarse por disturbios. Los Estados Unidos conceden como un principio de derecho público que Chile tiene derecho (bajo el imperio de la ley de guerra) a una indemnización completa por los gastos de guerra, y que el Perú debe pagar esa indemnización según se convenga entre las partes... Pero también participamos claramente de la opinión que el Perú debe tener la oportunidad para discutir amplia y libremente las condiciones de paz, para poder ofrecer una indemnización que se considere satisfactoria, y que es contrario a los principios que deben prevalecer entre naciones ilustradas exigir desde luego y como un sine qua non (N. de R.: subrayado en el original) de paz, la transferencia de territorio indudablemente peruano, a la jurisdicción de Chile, sin manifestarse primeramente la inhabilidad o falta de voluntad del Perú para pagar indemnización en alguna otra forma. Un proceder semejante de parte de Chile se encontrará con decidido disfavor de la parte de los Estados Unidos... Somos, en consecuencia, de opinión que el acto de la captura de territorio peruano y la anexión del mismo a Chile, ya sea que se haga por fuerzas superiores o ya sea que se imponga como una condición imperativa para la cesación de las hostilidades, se halla en contradicción manifiesta con las declaraciones que previamente ha hecho Chile acerca de semejantes propósitos, y que con justicia se mirarían por las otras naciones como una prueba de que Chile ha entrado por el camino de la agresión y de la conquista con la mira de engrandecimiento territorial."

Lamentablemente, los temores del cónsul S.A. Hurlbut que sólo se referían a Tarapacá, se hicieron dos años después realidad en peor forma, con el cautiverio adicional de Arica y Tacna y una parte de Tarata y Chucuito, ante la impávida resignación de Iglesias, subvencionado económicamente por los invasores, y con un país, literalmente, en bancarrota. Para colmo de males, la suerte del Perú ya no la alcanzó a ver el propio Hurlbut, quien murió víctima de una pulmonía el 27 de marzo de 1882, en fecha casi coincidente con la del asesinato, a manos de un orate, del presidente norteamericano Garfield, un simpatizante declarado de nuestra causa.

Ni el Perú ni su élite dirigente han podido sacudirse de ese trauma de lesa nación que significó el dolor y la humillación que, por muchos años, padecieron los peruanos y peruanas de Tarapacá, Arica y Tacna. Condenados a la resistencia heroica y pasiva a fin de sobrevivir y no ser expulsados, tuvieron que vivir su peruanidad en lo íntimo de su ser, sin estar siempre seguros de que Lima vendría a su rescate.

No existe en la historia de la América Latina un episodio tan flagrante de hostigamiento, vejamen y terror como el que sufrieron nuestros compatriotas en esos territorios ocupados. Y esto es bueno recordarlo si se quiere exorcizar, de una vez por todas, los fantasmas que se oponen a la integración regional, exactamente igual como ha sucedido en la Unión Europea, donde nunca se ha encubierto, ni siquiera en la misma Alemania, los crímenes de lesa humanidad cometidos por los nazis.

Como muy bien lo señalara el general John J. Pershing en el informe que presentó a la Comisión Plebiscitaria, en octubre de 1925, "...la investigación de las quejas por actos considerados en conjunto o parcialmente, demuestran indudablemente la existencia en el territorio de Tacna y Arica de una política organizada de intimidación y coacción que hace imposible para los peruanos la libertad de pensamiento y acción... el temor revelado, generalmente, por los peruanos es prueba concluyente de que no existe la atmósfera apropiada para un plebiscito libre... se amenazó a los peruanos, algunas veces, hasta con la muerte, para que no hablaran con los norteamericanos... muchos de ellos pidieron que se les dieran garantías de que no serían castigados por hablar con nuestros investigadores...".

Planteadas de esa manera las cosas, no debería sorprender a nadie que Ríos evitara levantar esos cargos deshonrosos, y sólo se limitara en su maduro recuento a acusar sin pruebas a los generales Pershing y Lassiter de "cierta inclinación en favor del Perú" (Ibid, p. 150), o que se lamentara de que "...en Arica los generales Pershing y Lassiter habían condenado la conducta de Chile, y ahora el general Morrow (presidente de la Comisión Especial de Límites) con sus resoluciones se sumaba a ellos" (Ibid. p. 127). Sin duda, carecía ya de interés para él detenerse en esos episodios treinta años después.

Por eso en la citación que hizo Ríos de un cablegrama cursado a su embajador en Washington en marzo de 1928, trajo a colación lo siguiente: "Ahora bien, liquidada la cuestión de Tarata, sería conveniente y ventajoso que el arbitro, junto con dejar olvidada la gestión de 1921, recomendara a los litigantes reanudar sus relaciones diplomáticas... El infrascrito sustenta viva fe en la posibilidad de un triunfo diplomático sobre el Perú, si interviene el consejo del arbitro en el sentido... indicado" (Ibid. p. 185). Y como ese triunfo diplomático no fue total, tuvo que adornarlo en las últimas páginas de su libro con la tesis de las concesiones recíprocas: "Los pactos (de) 1929 pusieron fin honroso, con sacrificios territoriales comunes (sic), a una disputa estéril de medio siglo" (Ibid. p. 434). Tesis que, por supuesto, ningún peruano se la ha creído, porque fue el Perú el que perdió definitivamente Arica.

Dicho lo anterior, no es fácil coincidir con el destacado historiador J. Basadre cuando, poco familiarizado, al parecer, con la versión de Ríos al momento de escribir el volumen correspondiente de su Historia de la República, dijo con cierta indulgencia, refiriéndose a Chile, que "bien pudo no hacer nada o plantear fórmulas imposibles y dejar que el tiempo terminara de consolidar el estado posesorio sobre el territorio en disputa... Ni el presidente Ibáñez ni su canciller Conrado Ríos Gallardo, escogieron esa política, buscaron con previsión y valor moral la rehabilitación de Chile... para ello sacrificaron Tacna ("sin importancia estratégica’) y un poco de dinero..., y cubrieron con un título jurídico la chilenización de Arica" (Vol. 13, Sexta Edición, p. 172 y 173).

Y decimos que no es fácil coincidir, por cuanto como el mismo Ríos lo reconoció en su testimonio personal, esas negociaciones directas cambiaron el curso de los acontecimientos frente a los riesgos que entrañaba para Chile la Comisión Plebiscitaria y la Comisión Especial de Límites. Ergo, antes que una política de rehabilitación, fue más bien una política obligada de transacción la que buscó Chile, devolviendo gran parte de Tacna y Tarata a cambio de retener Arica y algo más, como veremos más adelante. Y si Basadre tuvo razón, dicha rehabilitación de Chile habría sido a medias. Primero, porque la división territorial no fue del todo equitativa a causa de la casi cincuentenaria política de hechos consumados. Segundo, porque los amplios derechos de servidumbre que le concedió al Perú como parte del marchandage que le permitió retener Arica y su puerto, han sufrido posteriormente menoscabo en más de un caso a través de medidas unilaterales. Finalmente, porque al prolongar el incumplimiento de una cláusula fundamental, sin la cual hubiese sido imposible concluir el Tratado de 1929, como es el artículo quinto, no es precisamente persistiendo en la práctica de los hechos consumados como mejor se responde a la justicia y al derecho.

En su obra otoñal La vida y la historia, Basadre confirmó esa percepción políticamente sesgada del Tratado de 1929 al incluir un recuento de la negociación Leguía-Figueroa Larraín basado, casi exclusivamente, en el testimonio proporcionado por Ríos (Op. cit. p. 408 y ss.). Hecho extraño en quien, se supone, siempre se cuidó de hacer enjuiciamientos históricos con la más escrupulosa ecuanimidad.

La finalidad de la independencia propia del más amplio puerto libre y la ubicación de los establecimientos y zonas que Chile con tal fin debe conceder al Perú, se dieron en 1929 dentro de un marco geográfico localizado de la bahía de Arica, el cual tuvo que permanecer tal cual, hasta cumplirse con el tratado a plena satisfacción del Perú. Desde el momento que el proyecto de remozamiento del puerto de Arica pasó a ser parte del compromiso que permitió la conclusión del Tratado de 1929, el plano de esas obras portuarias que el Gobierno chileno hizo llegar al presidente Leguía el 23 de abril de 1929, debió haber sido respetado a cabalidad. Y si ahora existe una situación geográfica distinta e irreversible, lo que no podría soslayarse es el espíritu de ese entendimiento al que llegó el mandatario peruano con el embajador Figueroa, en lo atinente al carácter integrado del malecón de atraque peruano para vapores de calado con la zona aduanera y la estación del ferrocarril a Tacna.

Si hay algo útil en la convención del 31 de diciembre de 1930, es justamente la parcial confirmación que en ella se hizo del contexto geográfico que prevaleció en el puerto de Arica en 1929. En efecto, en el plano adjunto a dicho instrumento bilateral, colindante con el mar, se definió con claridad meridiana la zona peruana para los efectos de que "el comercio de tránsito del Perú (goce) de la independencia propia del más amplio puerto libre", al que una correcta implementación del artículo quinto debería sumar el malecón de atraque. Ámbito espacial que no puede ser distorsionado en la ejecución definitiva de la cláusula portuaria.

En las siguientes páginas nos proponemos hacer, en primer lugar, un recuento de los principales antecedentes históricos vinculados a la suerte de las provincias cautivas de Tacna y Arica. La visión que se tratará de ofrecer es sincrónica, presentando los hechos históricos en su interrelación de causa y efecto. A continuación se buscará reconstruir la negociación propiamente dicha del tratado en sus diferentes etapas, con base en testimonios múltiples, incluidos en menor medida los del presidente Leguía, por ser escasos. Por último, haremos un examen de las diferentes disposiciones del Tratado de 1929 y de su Protocolo Complementario, teniendo en cuenta algunos mapas y planos de la época. La conclusión que fluirá de este examen, con fuentes de primera mano, es que hasta el momento de terminar este libro la rehabilitación de Chile seguía aún pendiente; pero era de poca monta el impasse si hay voluntad política de no esquilmar aún más los derechos del Perú.

No podríamos concluir esta nota introductoria sin dejar antes constancia de nuestro homenaje al presidente Leguía, sin duda el hombre del siglo XX en el Perú y el gran estadista del Perú republicano. No exento de defectos como todo ser humano, este patriota tuvo el coraje de asumir la responsabilidad histórica de dar cuatro de las cinco fronteras al Perú, haciendo posible el Protocolo de Río de Janeiro de 1942. Es cierto que las cosas pudieron haber salido algo mejor si su tenacidad y patriotismo hubiesen sido combinados con cierta dosis de apertura y tolerancia. Pero prefirió la soledad y el gambling, como turfman consumado que era, en las decisiones supremas, convencido como lo estaba de que, a la larga, el juicio de la historia no le sería adverso. En todo caso, su muerte oprobiosa después de vivir el infierno en las mazmorras del Panóptico, no tiene paralelo con ningún presidente peruano y lo dignifica, en grado extremo, porque pudo haber escogido la frívola alternativa del destierro. Hoy en día, sigue siendo un baldón para la Nación el no haber reivindicado en forma definitiva la figura de Leguía. No sólo ha sido el peruano que más hecho por darle sentido concreto, y en el mapa, al Perú como república; sino que con Leguía entró la modernidad al Perú de la mano con la integración nacional.

No podemos soslayar por más tiempo, asimismo, el reconocimiento que le debe el Perú a peruanos destacados como Melitón Porras, Hernán Velarde, Solón Polo, Víctor Maúrtua, Manuel de Freyre Santander, Alberto Salomón, César Elguera y el coronel Oscar H. Ordóñez, entre otros, amén de tantos probos funcionarios de Torre Tagle que dedicaron muchos años de su vida a luchar, en el anonimato de una oficina, por la causa territorial del país, al igual que decenas de oficiales y soldados cuya presencia en los confines fronterizos del Perú insufló vida al enhiesto bicolor nacional. Aun cuando no parece ser tan frecuente en este fin de siglo recordar a tanto patriota a carta cabal, sí constituye un imperativo poner en relieve para la posteridad su legado de integridad, experiencia y perseverancia.

La Pomerania, Chaclacayo, mayo de 1999